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VIAJE APOSTÓLICO A AMÉRICA CENTRAL

CEREMONIA DE DESPEDIDA DE GUATEMALA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Miércoles 9 de marzo de 1983

 

Señor Presidente,
hermanos en el Episcopado y guatemaltecos todos:

Está a punto de concluir mi visita apostólica a América central, iniciada hace una semana.

En estos últimos días he podido encontrar repetidas veces al querido pueblo de Guatemala, no sólo durante las celebraciones litúrgicas o reuniones de carácter religioso, sino en tantos otros lugares de mi recorrido por vuestras avenidas y plazas. También al dirigirme o regresar de la visita a otros países cercanos.

Han sido ocasiones en las que he podido descubrir en vuestros rostros y actitudes ese calor humano, sincero y cordial, abierto y hospitalario, que denota la finura de sentimientos del alma guatemalteca. Pero he sentido sobre todo el latido de fe que aleteaba en vuestro espíritu y en vuestras manifestaciones externas; era la profunda sintonía con quien tanto representa para el pueblo cristiano en el orden religioso: con el Papa, Sucesor de Pedro y Vicario de Cristo, que por vez primera venía a veros para alentaros en vuestra vida cristiana.

Si fuerte ha sido esta percepción durante mi permanencia en la Capital de la nación, no ha sido menos viva en el tiempo transcurrido en Quetzaltenango con los indígenas y catequistas. Por eso, en lo profundo de mi espíritu quedará el recuerdo agradabilísimo de todos los hijos de Guatemala – tanto los ladinos como los indígenas– sobre quienes continuaré implorando en la plegaria los dones de la fraternidad, de la justicia, de la paz, hecha de mutuo respeto y colaboración, con idéntica dignidad; sea en la vida religiosa, sea en la convivencia civil, en el trabajo o en la justa inserción de todos en los diversos ambientes sociales.

A los queridos hermanos en el Episcopado, a los amados sacerdotes, religiosas, catequistas y laicos comprometidos en la actividad eclesial, así como a los religiosos –con quienes he tenido en Guatemala un muy grato encuentro– confío de nuevo mi mensaje de fe, de paz, de promoción y convivencia, para que la semilla sembrada produzca abundantes frutos.

Doy gracias a Dios por el tiempo que he podido transcurrir entre vosotros como alentador de la reconciliación. Y mi gratitud se extiende asimismo, con profunda sinceridad, a cuantos me han acogido tan cordialmente y han colaborado con entusiasmo para el buen resultada de la visita. Ante todo al Señor Presidente de la nación, a quien va mi deferente reconocimiento: a las autoridades, entidades diversas y a tantas personas. A todos, mi reiterado agradecimiento.

Pero al dejar la tierra guatemalteca, no puedo menos de levantar mi pensamiento también hacia los países de América Central que he visitado en los pasados días. ¡Cuántos recuerdos acuden a mi mente al remontar las etapas de mi viaje en Honduras, El Salvador, Panamá, Nicaragua y Costa Rica! Nombres que se asocian a los de Belice y Haití que visitaré hoy.

Son patrias de pueblos admirables, que quieren conservar su secular identidad cristiana y vivir en un clima de justicia y de paz. Pueblos cuyo sufrimiento he percibido de modo tan claro.

No podía traerles la solución hecha, ante problemas complejos que escapan a la capacidad de la Iglesia. Pero me he acercado a ellos con respeto y cariño, con una palabra que diera voz, ante el mundo, a sus sufrimientos callados y a veces olvidados; con una palabra de invitación al cambio de actitudes interiores, que hagan embocar el camino hacia la paz en la justicia y dignidad; con una palabra de aliento y esperanza, que aún puede reverdecer en corazones asolados por el dolor y la violencia.

Al despedirme y reiterar mi afectuosa bendición a cada pueblo y persona de estos países, pido al Altísimo que suscite nuevas energías de buena voluntad; que haga cesar finalmente el rumor de la guerra; que mueva los corazones por caminos de justicia; que bendiga a cuantos trabajan honestamente por el bien, a cuantos ayudan a los que sufren, a quienes acogen y dan una mano fraterna a los exiliados o desplazados; a quienes, de cualquier forma, enjugan –humanitaria y cristianamente– el rostro dolorido del hombre centroamericano, que es el rostro de Cristo. Así sea.

 



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