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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE JAPÓN ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 18 de marzo de 1983

 

Señor Embajador:

1. Le doy la bienvenida a esta casa, y le agradezco sinceramente las palabras llenas de estima y afecto a la Santa Sede que acaba usted de pronunciar alabando la misión de paz que me es dado desempeñar.

Vuestra Excelencia comienza a ocupar un puesto en el elenco de Embajadores Extraordinarios y Plenipotenciarios que han venido a representar a Japón ante la Santa Sede desde hace más de treinta años. Trae aquí el testimonio de un País que se ha ganado renombre universal por la profundidad y encanto de sus tradiciones y también por su decidida aplicación al progreso técnico moderno. Me parece que sus compatriotas siguen manteniendo con entusiasmo y dinamismo su sed de descubrir, saber, experimentar y emprender, con valentía y disciplina. En febrero de 1981 —ha tenido usted la bondad de recordarlo— para mí adquirió su País un rostro más concreto, y no puedo olvidar la impresionante acogida que se me brindó en las distintas etapas de mi viaje a Tokio, Hiroshima y Nagasaky, de parte de las autoridades de la Nación, hombres de ciencia, jóvenes representantes de las religiones sintoístas y budistas y, claro está, de las comunidades católicas y los varios sectores que las forman. Éstas ponen de manifiesto que el Cristianismo no es extraño a su País, sino que ha llegado a producir frutos admirables en los japoneses que lo han asimilado con raigambre, al permitirles ejercer sus cualidades naturales en clima de fe y caridad.

De este modo, la Iglesia Católica se ha enriquecido entre ustedes con un testimonio notorio. Es siempre una alegría para mí saludar a sus numerosos compatriotas que vienen a Roma a descubrir las fuentes de las civilizaciones occidentales y conocer mejor el corazón de la Iglesia.

2. Usted mismo, Señor Embajador, haciéndose eco aquí de las preocupaciones humanas, culturales y espirituales del pueblo japonés y de su Gobierno, será testigo de lo que trata de hacer la Santa Sede junto con los católicos para servir al hombre. Es realmente verdad, como usted mismo lo ha hecho notar, que el mundo atraviesa muchas dificultades y sobresaltos y que, incluso donde parece existir gran progreso, surgen problemas nuevos en las relaciones pacíficas y solidarias, en la armonía y el equilibrio e incluso en lo que se refiere al significado mismo de la vida, problemas que retardan el logro del Humanismo verdadero en esta tierra y hasta lo hacen fracasar. Demasiados hombres en el mundo no llegan a procurarse el mínimo vital, y esto no debería olvidarlo el resto de la Humanidad. Demasiadas personas padecen injusticias o unas condiciones que les menoscaban su libertad legítima. Los refugiados y marginados son legión. La paz, tan precaria, está siempre amenazada y la amenaza comporta riesgos enormes de los que su Nación ha hecho la experiencia espantosa. Como dije en su País a los representantes de la universidad, se necesita un cambio moral, un reajuste de prioridades para hacer crecer al hombre en su ser; es preciso que la concienciación alcance el nivel del progreso de las ciencias. Por esto, la Iglesia se suma a los esfuerzos de todos los hombres de buena voluntad en favor de la concordia, solidaridad y respeto del hombre y de sus Derechos fundamentales y aspiraciones trascendentes, descartando las falsas soluciones de la violencia y también del materialismo.

3. Pero, del secreto de su fe la Iglesia saca la fuerza de su amor al hombre y de su esperanza invencible, es decir, del modo en que Cristo ha amado a los hombres y les ha liberado el corazón, cumpliendo la misión recibida de Dios Padre. Esta actitud subyace constantemente en los múltiples modos en que la Santa Sede participa, según sus competencias específicas, en la vida internacional y también en sus relaciones con Estados y Organizaciones mundiales.

Le confío el cometido de transmitir a Su Majestad, el Emperador Hito Hito, mi gratitud por sus amables deseos, y asimismo el inolvidable recuerdo que guardo de su recibimiento, junto con mis mejores deseos para su persona. Me complazco en reiterar mi simpatía a todo el Pueblo japonés que sigue siempre presente en mi pensamiento, corazón y plegarias. Y a usted, Señor Embajador, le deseo una fructuosa misión al servicio de las relaciones amistosas entre su País y la Santa Sede. Dios bendiga a Japón.

 



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