Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ Y TRINIDAD Y TOBAGO

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS POBRES EN «VILLA EL SALVADOR»

Martes 5 de febrero de 1985

 

1. Con cuánta ilusión he esperado tener este encuentro con vosotros, queridos habitantes de «Villa El Salvador»! Desde mí llegada al Perú y aun antes de mi venida, la visita a este «pueblo joven», que ya con su nombre nos habla de la cercanía a Cristo, el Salvador del mundo, ha ocupado siempre un lugar preferente en el programa de mi viaje, precisamente porque se trataba de los más necesitados.

Durante estos días que estoy compartiendo con el querido pueblo peruano, ha venido con frecuencia a mí mente aquel pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, en el que Jesús se compadeció de la multitud «porque eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles largamente» (Marc. 6, 34). Pero además ordenó a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (Ibíd. 6, 37).

Esta mañana en que vengo a visitares, deseo deciros que esas palabras de Jesús inspiran en el Papa aquel sentimiento de compasión hacia los habitantes de todos los pueblos jóvenes, los abandonados, los enfermos, los ancianos, los que no tienen trabajo, los niños sin pan y sin educación para su futuro.

Vengo a visitares para compartir con vosotros lo que tengo: el pan de la Palabra de Cristo que da sentido y dignidad plena a la vida; para mostrar mi cercanía a vosotros, que sois una parte importante de la Iglesia. Vosotros, queridos hermanos, sois todos miembros del Cuerpo de Cristo; y si uno sufre, todos los demás sufren con él (Cf.. 1 Cor. 12, 26).

2. El texto del Evangelio que hemos escuchado pone de relieve dos ministerios de la Iglesia. El ministerio de la Palabra y el ministerio del servicio en la mesa: Jesús «se puso a enseñarles muchas cosas», «partió los panes y los fue dando a los discípulos, para que se los fueran sirviendo» (Marc. 6, 34). Es un doble servicio que la Iglesia ha tenido como suyo desde el principio, para procurar a todos, en lo que de ella depende, el pan del espíritu y del cuerpo. ¿Qué sentido tiene hoy esto en el Perú y en este pueblo joven?

Quiero deciros desde el primer momento que admiro y aliento de todo corazón el trabajo abnegado de los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que, a ejemplo de Jesús y en comunión con toda la Iglesia, están dedicados a vuestro servicio y ayuda; dando testimonio de Cristo que, siendo rico se hizo pobre libremente, nació en la pobreza de un pesebre, anunció la liberación a los pobres, se identificó con los humildes, los hizo sus discípulos y les prometió su reino. Como lo expresé recientemente a vuestros obispos, la Iglesia quiere mantener su opción preferencial, no excluyente, por los pobres, y apoya el empeño de cuantos, fieles a las orientaciones de la jerarquía, se entregan generosamente en favor de los más necesitados (Cf. Discurso a los obispos de Perú en visita «ad Limina», 4 de octubre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 737 ss.).

Así lo confirmé también en el Mensaje «Urbi et Orbi» de la pasada Navidad: «Nosotros queremos afirmar nuestra solidaridad con todos los pobres del mundo contemporáneo en la dramática actualidad de su sufrimiento real y cotidiano» (Cf. Mensaje «Urbi et Orbi», n. 8, 25 de diciembre de 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1667).

3. El pasaje del Evangelio proclamado al comienzo del nuestro encuentro, muestra la atención de Jesús por la doble dimensión del hombre: su espíritu y su cuerpo. Es un ejemplo que la Iglesia trata de recoger. Por eso vuestros Pastores y sus colaboradores se esfuerzan con todos los medíos a su alcance, en ayudaros a vivir en la creciente dignidad humana que pide vuestra condición de hijos de Dios.

Pero ellos, aun sintiendo la inquietud de los Apóstoles por vuestra falta de medios (Cf.. Marc. 6, 34), no disponen, por desgracia, de todos los recursos que serían necesarios. Por otra parte, saben bien que a ellos corresponde ante todo cuidar vuestra riqueza interior, esa que no se agota en la dimensión terrestre del hombre. Por eso, al enseñares a rezar en el Padrenuestro: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy», os alientan a pedir y buscar, sí, mayor dignidad y progreso material; pero sin olvidar que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Matth. 4, 4). En una palabra, quieren también para vosotros la dignidad del espíritu, la dignidad consciente de vuestra libertad interior y el progreso en vuestra vida moral y cristiana.

Pero aunque la Iglesia siente el deber de ser fiel a su misión prioritaria de carácter espiritual, no olvida tampoco que el empeño en favor del hombre concreto y de sus necesidades forman parte inseparable de su fidelidad al Evangelio. La compasión de Jesús por el hombre necesitado, han de hacerla propia los Pastores y miembros de la Iglesia, cuando —como en esta «Villa El Salvador» y en tantos otros «pueblos jóvenes» del Perú— advierten las llagas de la miseria y de la enfermedad, de la desocupación y el hambre, de la discriminación y marginación. En todos estos casos como el vuestro, no podemos ignorar «los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que cuestiona e interpela» (Puebla, 31).

— Que cuestiona e interpela toda indiferencia o pasividad, pues el auténtico discípulo de Cristo ha de sentirse solidario con el hermano que sufre;

— que cuestiona e interpela ante la creciente brecha entre ricos y pobres, en que privilegios y despilfarros contrastan con situaciones de miseria y privaciones;

— que cuestiona e interpela frente a criterios, mecanismos y estructuras que se inspiran en principios de pura utilidad económica, sin tener en cuenta la dignidad de cada hombre y sus derechos;

— que cuestiona e interpela ante la insaciable concupiscencia del dinero y del consumo que disgregan el tejido social, con la sola guía de los egoísmos y con las solapadas violencias de la ley del más fuerte.

Bien sé que en ciertas situaciones de injusticia puede presentarse el espejismo de seductoras ideologías y alternativas que prometen soluciones violentas. La Iglesia, por su parte, quiere un camino de reformas eficaces a partir de los principios de su enseñanza social; porque toda situación injusta ha de ser denunciada y corregida. Pero el camino no es el de soluciones que desembocan en privaciones de la libertad, en opresión de los espíritus, en violencia y totalitarismo.

4. La palabra del Evangelio que inspira nuestro encuentro nos muestra a Jesús que, tras haber dado de comer milagrosamente a la muchedumbre, hace recoger las sobras (Cf.. Marc. 6, 43). Aquellos trozos de pan y de pescado no debían ser desaprovechados. Eran el pan de una multitud necesitada, pero que debía ser el pan de la solidaridad, compartido con otros necesitados; no el pan del derroche insolidario. Esta palabra del Evangelio tiene un gran sentido entre vosotros.

Con gran alegría me he enterado de la generosidad con que muchos de los habitantes de este «pueblo joven» ayudan a los hermanos más pobres de la comunidad, en los comedores populares y familiares, en los grupos para atender a los enfermos, en las campañas de solidaridad para socorrer a los hermanos golpeados por las catástrofes naturales.

Son testimonios estupendos de caridad cristiana, que muestran la grandeza de alma del pobre para compartir. «Bienaventurados los misericordiosos», proclamó el Señor en el sermón de la montaña (Cf.. Matth. 5, 7). Bienaventurados los que tienen entrañas de misericordia; los que no cierran su corazón a las necesidades de los hermanos; los que comparten lo poco que tienen con el hambriento. El mismo Jesús alabó sin reservas a aquella viuda pobre que dio como limosna no lo que le sobraba, lo superfluo, sino incluso lo necesario para vivir (Cf.. Luc. 21, 1-4). Y es que tantas veces los e pobres de espíritu», a quienes el Señor llamó por eso bienaventurados, están más abiertos a Dios y a los demás; todo lo esperan de El; en El confían y ponen su esperanza.

Proseguid, queridos hermanos, en este camino de testimonio cristiano, de comportamiento digno y de elevación moral, para que los demás «vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Matth. 5, 16).

Pero, al mismo tiempo que dais ese ejemplo de admirable apertura de espíritu, luchad contra todo aquello que rebaja vuestra situación moral y os sume en el pecado: contra el alcoholismo, las drogas, la prostitución, la mentalidad machista que posterga y explota a la mujer, la promiscuidad, el concubinato. Dad estabilidad a vuestras familias, cuidad a vuestros niños, regularizad vuestras uniones santificándolas con el sacramento del matrimonio. Que el respeto mutuo sea la norma entre los esposos; y que la paternidad responsable, según la doctrina de la Iglesia, sea el criterio para la procreación y educación de los hijos. No olvidéis que la fibra moral de las personas, de las familias, de la comunidad, es condición fundamental para ser fuertes y ricos en humanidad, capaces de enfrentar las dificultades de la vida y abrir caminos de superación.

5. El «dadles de comer» pronunciado por Cristo, sigue resonando en los oídos de la Iglesia, del Papa, de los Pastores y colaboradores. Es la voz de Jesús, ayer y hoy. La Iglesia quiere ser, con esa voz de Cristo, abogada de los pobres y desvalidos. Ofrece su doctrina social como animadora de auténticos caminos de liberación. No cesa de denunciar las injusticias, y quiere sobre todo poner en movimiento las fuerzas éticas y religiosas, para que sean fermento de nuevas manifestaciones de dignidad, de solidaridad, de libertad, de paz y de justicia. Ella ayuda en lo que puede a resolver los problemas concretos, pero sabe que sus solas posibilidades son insuficientes.

Por ello quiere lanzar desde aquí, a través de mi voz, una urgente llamada a las autoridades y a todas las personas que disponen de recursos abundantes o pueden contribuir a mejorar las condiciones de vida de los desheredados. El «dadles de comer» ha de resonar en sus oídos y conciencias. Dadles de comer, haced todo lo posible por dar dignidad, educación, trabajo, casa, asistencia sanitaria a estas poblaciones que no la tienen. Redoblad los esfuerzos en favor de un orden más justo que corrija los desequilibrios y des proporciones en la distribución de los bienes. Para que así, cada persona y familia pueda tener con dignidad el pan cotidiano para el cuerpo y el pan para el espíritu.

Por parte vuestra, pobladores de esta «Villa El Salvador», sed los primeros en empeñares en vuestra elevación. Dios ama a los pobres que son los preferidos en su reino. Y la dignidad de un pobre abierto a Dios y a los demás, es muy superior a la de un rico que cierra su corazón. Pero Dios no quiere que permanezcáis en una forma de pobreza que humilla y degrada; quiere que os esforcéis por mejorares en todos los sentidos. Como dije en Brasil: «No es permitido a nadie reducirse arbitrariamente a la miseria a sí mismo y a sus familias; es necesario hacer todo lo que es lícito para asegurarse a sí mismo y a los suyos cuanto hace falta para la vida y para la manutención» (Discurso en la «Favela Vidigal» de Río de Janeiro, n. 4, 2 de julio de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980) 27).

6. Mis queridos hermanos y hermanas: Antes de despedirme de vosotros quiero de nuevo expresares mí profundo afecto. Os aseguro que me siento muy cercano a vosotros y rezaré por todos; de modo especial por los más débiles, los huérfanos, los enfermos, los que no tienen familia que los asista, los ancianos, los niños, los jóvenes que no encuentran trabajo, los injustamente tratados, los encarcelados que quieren cambiar de vida y reinserirse útilmente en la sociedad, los que son víctimas de los egoísmos humanos. Os pido que recéis también vosotros por el Papa.

A la Virgen Santísima, Madre vuestra, mía y de toda la Iglesia, os encomiendo. Y le suplico que inspire sentimientos de generosa apertura en cuantos poseen recursos y humanidad; para que la serenidad, la justicia y la paz reinen en todos los pueblos jóvenes y en la entera nación peruana. Con estos deseos bendigo de corazón a vosotros, a vuestras esposas, hijos y familiares.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana