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VIAJE APOSTÓLICO A ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA COMUNIDAD CATÓLICA HISPANA

Plaza de Nuestra Señora de Guadalupe, San Antonio
Domingo 13 de septiembre de 1987

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Este es un momento de gran gozo para mí. He esperado con anhelo este encuentro con vosotros, miembros de la comunidad hispana de San Antonio que con vuestra presencia representáis también a todos vuestros hermanos y hermanas hispanos de los Estados Unidos. Os encontráis aquí, a la vez, como una comunidad parroquial y, por consiguiente, a través de vosotros mis palabras se dirigen a cada parroquia a lo largo y ancho de los Estados Unidos.

Os saludo a cada uno de vosotros con gran amor en Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Me llena de satisfacción el poder hablaros en español y en esta plaza dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe. Nuestro encuentro aquí, en este Año Mariano, es una viva evocación del lugar especial que la Madre del Redentor ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Al mismo tiempo, nos quiere recordar que nuestra Madre bendita ha sido siempre venerada por vosotros, fieles de cultura hispánica, y cómo ella ha ocupado y continúa ocupando un lugar importante en vuestra vida de fe y en vuestras devociones. Los santuarios marianos y los lugares de peregrinación vienen a ser como una especie de “geografía” de fe mediante la cual tratamos de encontrarnos con la Madre de Dios para que nos dé fuerzas en nuestra vida cristiana (Redemptoris Mater, 28.  La devoción popular a la Santísima Virgen María se fundamenta en una sólida doctrina, y la experiencia religiosa auténtica es algo apropiado e importante en la vida de todo seguidor de Cristo.

2. La herencia hispana de San Antonio y de todo el suroeste es algo muy importante para la Iglesia. El español fue la lengua de los primeros evangelizadores de este continente, y precisamente en esta región. Las misiones aquí en San Antonio y a lo largo de todo el suroeste, son signos visibles de largos años de evangelización y de servicio asistencial prestado por los primeros misioneros. El anuncio de la salvación en Jesucristo venía refrendado por la integridad de sus vidas y por las obras de misericordia tanto espirituales como corporales, que ellos practicaban. Siguiendo su ejemplo, miles de abnegados sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos han trabajado con denuedo para construir aquí la Iglesia de Dios. Hoy os toca a vosotros, mediante vuestra fidelidad al Evangelio de Jesucristo, poner los fundamentos de vuestras vidas sobre la roca de la fe cristiana. Toca a vosotros ser evangelizadores para con cada uno y, particularmente, para con aquellas personas cuya fe se tambalea o que se resisten a entregarse al Señor de lleno. ¡Que no pueda decirse que vuestro celo en ser evangelizadores y dar testimonio de caridad cristiana es menor que el de vuestros antepasados!

3. Hoy, queridos amigos, quiero hablaros sobre la parroquia, que es el lugar y el centro de comunión en el que vosotros alimentáis y dais expresión a vuestra vida cristiana. Podría decirse que la parroquia es una familia de familias, pues la vida de la parroquia va íntimamente ligada tanto al vigor como a la debilidad, o a las necesidades de las familias que la componen. Muchos podrían ser los temas a tratar sobre la vida de una parroquia; en la presente circunstancia sólo me es dado poner de relieve algunos aspectos.

Podría ser útil a nuestro propósito iniciar con un conocido pasaje del Nuevo Testamento que nos ayude a evidenciar la razón última por la cual los miembros de la parroquia católica forman una unidad, convocados en el nombre del Señor Jesús. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos lo siguiente acerca de la vida de los primeros cristianos: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Instrucción en la fe de los Apóstoles, construcción de una comunidad viva, celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, vida de oración: he aquí los elementos esenciales de la vida de toda parroquia.

4. En primer lugar, la instrucción o catequesis. Todos necesitamos ser instruidos en la fe. San Pablo lo resume de esta manera: “ Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero y ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?” (Rm 10, 13-14). En una parroquia la fe viene proclamada y transmitida de muchos modos: mediante la liturgia y especialmente en la Eucaristía con sus homilías adecuadas; mediante la enseñanza religiosa en las escuelas y en los cursos de catequesis; mediante la instrucción religiosa a las personas adultas; en los grupos de oración y asociaciones con miras al apostolado; a través de la prensa católica.

Dos puntos desearía poner particularmente de relieve acerca de la transmisión de la fe. Ante todo hemos de decir que la catequesis responde a unos contenidos objetivos bien determinados. No se puede inventar la fe sobre la marcha o a gusto de cada uno. Hemos de recibirla en y de la comunidad de fe completa, que es la Iglesia a la que el mismo Cristo ha confiado el ministerio de enseñar bajo la guía del Espíritu de Verdad. Cada catequista ha de aplicarse a sí mismo, con toda humildad y reverencia, las palabras de Jesús: “Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16; cf. Catechesi Tradendae, 6). De la misma manera, todo bautizado, por el hecho de haber recibido el bautismo, tiene derecho a recibir la enseñanza auténtica de la Iglesia sobre los aspectos doctrinales y morales de la vida cristiana (c. CIC, can. 229; Catechesi Tradendae, 14).

El otro punto que deseo poner de relieve acerca de la instrucción en la fe es que la catequesis familiar precede, acompaña y enriquece cualquier otra forma de catequesis (cf. Catechesi Tradendae, 68). Esto significa que la parroquia, al considerar sus programas de catequesis, ha de conceder una atención particular a las familias. Pero, ante todo, ello significa que la familia misma es el lugar preferente y más apropiado para la enseñanza de las verdades de nuestra fe, para la práctica de las virtudes cristianas y para el cultivo de los valores esenciales de la vida humana.

5. El segundo aspecto de la vida de una parroquia, como nos lo presenta el texto de los Hechos de los Apóstoles que estarnos considerando, se refiere a la tarea parroquial de construir una comunidad viva. Hemos dicho más arriba que la parroquia ha de ser una familia de familias. La vitalidad de una parroquia depende en gran parte del vigor espiritual, del empeño y de la actividad de sus familias. La familia, en efecto, es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia. Es una “Iglesia doméstica”. Las familias son las células vivas que, en su unidad, constituyen la verdadera sustancia de la vida parroquial. Muchas de ellas gozan de buena salud, están llenas de aquel amor de Dios que el Espíritu Santo ha puesto en los corazones como don (cf. Rm 5, 5). Hay, sin embargo, otras que tienen poca vitalidad para la vida del Espíritu. No faltan tampoco aquellas que han fracasado. Los sacerdotes y sus colaboradores en la parroquia han de poner todos los medios para hacerse cercanos a las familias en sus necesidades en el cuidado pastoral, así como para proveer aquella ayuda espiritual que precisan.

La cura pastoral de las familias es un vasto y complejo ministerio de la Iglesia, pero sobre todo representa un servicio urgente y acuciante a potenciar. Cada parroquia ha de dedicar a esto sus mejores esfuerzos, especialmente en consideración del hecho de que en la sociedad presente la vida familiar se ve amenazada y en peligro de disolución.

Dirijo un llamado a los sacerdotes —párrocos, asistentes y demás responsables— a los diáconos permanentes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos para que, en una pastoral de conjunto, hagan cuanto esté en su mano para servir a la familia y sus necesidades en el modo más eficaz posible. Esto implica la proclamación sin reservas de toda la verdad sobre el matrimonio y la vida familiar: la naturaleza exclusiva del amor conyugal, la indisolubilidad del matrimonio, las enseñanzas auténticas de la Iglesia sobre la transmisión de la vida y el respeto debido a toda vida humana desde el momento de su concepción hasta la muerte natural, los derechos y deberes de los padres a educar a los hijos, particularmente en lo que se refiere a la formación religiosa y a la educación en materia de moral, sin olvidar una adecuada educación sexual. Además, los padres y demás miembros de la familia han de ser ayudados y sostenidos en su empeño por vivir las verdades sagradas de la fe. La Iglesia, por consiguiente, ha de proveer a las familias aquella ayuda espiritual que es necesaria para perseverar en su vocación sublime, y para crecer en la santidad a la que Cristo nos ha llamado.

6. Al igual que la parroquia es responsable de la familia, la familia por su parte, ha de ser consciente de sus obligaciones hacia la gran familia que la parroquia representa. En nuestros días, los esposos católicos y las familias han de tener muy en cuenta el servicio que están llamados a desempeñar en favor de aquellos esposos y familias que atraviesan particulares dificultades. Este apostolado de las parejas para con otras parejas y de unas familias para con otras, puede realizarse de variadas maneras: oración, buen ejemplo, aconsejando o instruyendo de modo formal e informal, ayudando en lo material según las posibilidades (cf. Familiaris consortio, 71). Me dirijo a vosotros, las familias católicas de Estados Unidos: sed familias verdaderas —unidas, reconciliadas, donde reine el amor—, y sed verdaderas familias católicas: comunidades de oración donde se viva intensamente la fe católica, abiertas a las necesidades de los demás, que toman parte de lleno en la vida de la parroquia y en la vida de la Iglesia en su conjunto.

7. Otro aspecto fundamental de la vida parroquial es la digna celebración de los Sacramentos, incluyendo el del matrimonio. Este sacramento representa el sólido fundamento de toda la comunidad cristiana. Sin él no se lleva a cumplimiento el designio de Cristo sobre el amor humano, ni se actúa su plan sobre la familia. Es precisamente porque Cristo constituyó el matrimonio como sacramento y quiso que fuera un signo de su amor permanente y fiel para con la Iglesia, por lo que la parroquia ha de poner bien en evidencia a los fieles que los “ensayos de matrimonio”, los matrimonios solamente civiles, las uniones libres, los divorcios, no corresponden al plan de Cristo.

La vida sacramental de la Iglesia se centra ante todo en la Eucaristía, que celebra y hace real la unidad de la comunidad cristiana: unidad con Dios y unidad con los hermanos. En la Santa Misa se perpetúa el sacrificio de la cruz a través de los siglos hasta la segunda venida de Cristo. El Cuerpo y la Sangre del Señor se nos entregan como alimento espiritual. La comunidad parroquial no cuenta con otra tarea más grande y elevada que la de reunir a los fieles, a ejemplo de Cristo con sus discípulos, “en la fracción del pan” (Hch 2, 42).

Nuevamente reitero a todas las parroquias la invitación que hice a la Iglesia entera: promover y reforzar la devoción comunitaria e individual a la Sagrada Eucaristía, también fuera de la Misa (cf. Inaestimabile Donum, 20ss). En efecto, en las palabras del Concilio Vaticano II, “en la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo” (Presbyterorum ordinis, 5).

La vida sacramental de una parroquia se extiende también a los otros sacramentos que señalan los momentos importantes en la vida de los individuos, de las familias y de toda la comunidad parroquial. En particular, deseo mencionar el sacramento de la Penitencia y la necesidad para los católicos de confesarse con regularidad. En los años recientes, no pocos han mostrado una cierta negligencia respecto a este maravilloso regalo mediante el cual obtenemos de Cristo el perdón de nuestros pecados. Las condiciones relativas al sacramento de la Penitencia en cada parroquia y en cada Iglesia local es un buen índice de la auténtica madurez de la fe en los feligreses y en los sacerdotes. Es necesario que las familias católicas inculquen en sus miembros un amor profundo a la belleza que dimana de la reconciliación con nuestro Padre celestial, con la Iglesia y con el prójimo. Los padres, más con el ejemplo que con las palabras, han de animar a sus hijos a acudir a la confesión frecuente. Las parroquias han de animar a las familias a hacerlo también, contribuyendo a ello con apropiadas catequesis. No es necesario decir que los sacerdotes, que son los ministros de la gracia divina en este sacramento, han de hacer todo lo posible para que la administración del sacramento sea asequible a todos y en las formas autorizadas.

8. Por último, deseo referirme brevemente a la vida de oración como se manifiesta dentro de la comunidad cristiana. Es este un campo en el que la interacción entre la familia y la parroquia es particularmente clara y profunda. La plegaria comienza en el hogar. Las oraciones, que son de tanta ayuda en la vida de cada uno, son frecuentemente aquellas que se aprendieron en casa durante la infancia. Pero la oración en el hogar ha de servir también para introducir a los hijos en la oración litúrgica de la Iglesia; ayuda a aplicar la oración de la Iglesia a los eventos de cada día y a los momentos particulares en las experiencias de la familia (cf. Familiaris consortio, 61).

Toda persona activa en la vida de la parroquia ha de sentirse responsable en alentar y contribuir por todos los medios a la oración en familia; y las mismas familias han de esforzarse en comprometerse en el rezo en familia y en hacer que esa oración se integre en la plegaria de la entera comunidad eclesial.

Me llena de gozo el saber que el número de los sacerdotes, religiosos y religiosas hispanos va en aumento. Pero aún son necesarios muchos más. Jóvenes hispanos: ¿Sentís la llamada de Cristo? Familias hispanas: ¿Estáis dispuestas a entregar vuestros hijos al ministerio de la Iglesia? ¿Rogáis insistentemente al dueño de la mies que envíe operarios a su mies? Cristo necesita operarios que trabajen en la abundante mies de la comunidad hispana y en toda la Iglesia.

9. Antes de terminar deseo alentar a todas las familias y parroquias a no encerrarse en sí mismas, a no mirar sólo a sus propios problemas o realizaciones. Jesús nos manda salir de nosotros mismos para servir al hermano, para buscar al que tiene necesidad. Yo os pido de modo especial salir al encuentro de aquellos hermanos y hermanas en la fe que viven desorientados a causa de su propia indiferencia o que de alguna manera han sufrido heridas en carne propia. Invito a todos cuantos abrigan dudas acerca de la Iglesia o piensan que acaso no van a ser bien recibidos, a venir a la casa grande de esta familia de familias, a entrar en el hogar de vuestra parroquia. ¡Allí tenéis un sitio que os pertenece! Ella ha de ser como vuestra familia dentro de la Iglesia, y la Iglesia es la morada de Dios en la cual nadie ha de sentirse extraño (cf. Ef 2, 19).’

Nos encontramos reunidos frente a una parroquia cuya titular es Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de Jesús, Madre de la Iglesia, Madre también de las Américas y particularmente de México. Cuando Jesús estaba muriendo en la cruz confió su Madre al discípulo que El amaba, san Juan. El Evangelio nos dice que desde aquel momento el discípulo tomó a María en su casa (Jn 19, 27). ¡Qué mejor modo de celebrar este Año Mariano que recibiendo a María, la Madre del Redentor, en vuestras propias casas! Con ello vosotros la imitaréis en su fe y en su seguimiento de Cristo; de esta manera la tendréis también presente en vuestra plegaria familiar especialmente rezando el Rosario en familia. Volveos a Ella, poneos bajo su intercesión pidiéndole la gracia de la conversión, de una vida renovada; encomendaos vosotros y vuestras familias a su protección maternal.

¡Que Dios os bendiga a cada uno de vosotros!
¡Que El bendiga a vuestras familias y a vuestras parroquias!
¡Que la Santísima Virgen de Guadalupe proteja siempre a toda la población hispana de este amado país!
¡Viva la Virgen de Guadalupe!



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