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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA
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Jueves 8 de noviembre de 1990

 

Ilustre Señor Embajador:

Le agradezco profundamente las cordiales palabras con las que ha acompañado la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Federal de Alemania ante la Santa Sede. Le doy mi cordial bienvenida al iniciar su encargo en el Vaticano y le formulo mis

Mi gratitud va también a Su Excelencia, el Señor Presidente, y al Gobierno de la República Federal de Alemania, que, por su intermedio, me han enviado sus cordiales saludos.

1. Nuestro actual encuentro tiene lugar, como usted mismo ha subrayado, mientras sigue aún viva la impresión de los acontecimientos políticos de los últimos meses, sobre todo el de la reunificación de Alemania el pasado 3 de octubre, que se realizó también gracias a la colaboración de las Iglesias de su país. Es motivo de particular alegría para mí poder saludar en usted al primer Representante de la Alemania unida. Esa es una fecha que recuerda situaciones amargas, pero igualmente felices y llenas de esperanza no sólo para Alemania, sino también para Europa del Este y del Oeste, y para el mundo, Norte y Sur.

Fue precisamente la Segunda Guerra Mundial, que terminó el 3 de octubre, la que hizo comprender a muchos lo que significan el destino y la culpa en todos los pueblos y para todos los hombres. Pensemos en los millones de seres humanos inocentes que murieron en esa guerra: soldados, civiles, mujeres, ancianos y niños, gente de diversas nacionalidades y religiones.

A este respecto, hay que mencionar la tragedia de los judíos. La pesada hipoteca del genocidio del pueblo judío debe representar para todos los cristianos una advertencia perenne, a fin de que se supere cualquier forma de antisemitismo y se instaure así una nueva relación con el pueblo hermano del Antiguo Testamento. «La Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo en cualquier tiempo y de cualquier persona contra los judíos» (Nostra aetate, n. 4). La culpa no debe ser causa de abatimiento o de auto reproche; más bien debe significar siempre el punto de partida para una renovación.

El pueblo alemán y sus Gobiernos han demostrado en los últimos 40 años que ha surgido una nueva Alemania, sumamente comprometida, como usted ha hecho notar en su discurso, en promover en todo el territorio europeo una convivencia confiada, en la paz y en el bienestar. Hacen esto también en razón de la responsabilidad que han asumido frente a los diecisiete millones de ciudadanos de la parte oriental de su país, que hasta hace poco tiempo no podían participar en el progreso económico y en el desarrollo libre de la época post-bélica. A la luz de la confianza que la República Federal de Alemania se ha ganado en todo el mundo al cabo de la guerra, su país afrontará en el futuro una importante responsabilidad ante sus propios vecinos, ante Europa y ante toda la familia de los pueblos. Debo observar con gran satisfacción que su Gobierno ha reafirmado claramente que, además de preocuparse por la reconstrucción de la región oriental de su país, así como de Europa central y oriental, asumirá de ahora en adelante su propia responsabilidad en relación con el Tercer Mundo.

2. La revolución que ha tenido lugar en Europa nos pone frente al problema de las fuerzas motrices espirituales que determinan nuestra historia. Las ideologías totalitarias han quedado desacreditadas.

¡La reconstrucción no es fácil! Las necesidades materiales son grandes, pero la devastación de las almas es aún mayor. Esto supone, de manera particular, nuevas tareas para la Iglesia; y toda nueva evangelización no puede perder de vista esta nueva coyuntura. La motivación nacional del pasado 3 de octubre debería poner de relieve también el reconocimiento de que Dios es el fundamento imprescindible de la vida de todo hombre y de los pueblos.

El sistema de la economía de mercado social, que su país ha establecido, sobre todo para tutelar a los estamentos sociales más débiles, ha mejorado cada vez más a lo largo de los años, al igual que la organización estatal democrática, reforzada por tantas dificultades, se han demostrado eficaces. La participación reglamentada y canalizada de todos los ciudadanos desembocó en la batalla ideológica que conmovió al siglo XX. Esta batalla fue ganada pacífica y gradualmente, hecho que exalta aún más el valor de los sistemas democráticos. El objetivo del ejercicio de la justicia para todos fue mérito de los sindicatos y de las organizaciones sociales de la Iglesia ya desde finales del siglo pasado. Puedo afirmarlo con satisfacción al acercarse el centenario de la encíclica Rerum novarum, del Papa León XIII. La reconstrucción de una parte de su país y de Europa central y oriental exige actualmente el concurso de muchas fuerzas. Sin embargo, esto no tiene que impedir que se siga prestando atención a las estructuras sociales o al compromiso resuelto en favor de la conservación de los valores fundamentales de la sociedad, propios de todo el Occidente. La defensa de la vida, tanto de quien ha nacido como de quien aún no lo ha hecho, es un gran bien que no debe ser sacrificado por consideraciones que parecen fundamentales. No se trata de la imposición de intereses eclesiales, sino más bien de un derecho humano primordial, y por ende, en resumidas cuentas, de los fundamentos del sistema político y social.

La cultura de una sociedad se mide según su capacidad de proteger a los ancianos, a los enfermos, a los niños y la vida que está por nacer.

3. Usted, Señor Embajador, puso de relieve en su discurso la «estrecha y confiada colaboración» entre la República Federal de Alemania y la Santa Sede. El comienzo de su misión representa la continuación de dicha colaboración. Por mi parte, le confirmo con sumo agrado el deseo de desarrollar y profundizar sucesivamente nuestras relaciones recíprocas.

Cuando, en los documentos del Concilio y en el Derecho Canónico, se habla de la disponibilidad de la Iglesia a cooperar con el Estado, su motivación decisiva, en cualquier caso, es la solicitud por el bien del hombre, que es al mismo tiempo ciudadano del Estado y miembro de la Iglesia. Para servir mejor a la vocación personal y social de los hombres, el Estado y la Iglesia «realizarán (este servicio) con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto mejor cultiven ambos entre sí una sana cooperación» (Gaudium et spes, 76). El Concordato con los «Hinder» asegura un acuerdo amistoso entre la Santa Sede y la República Federal de Alemania en todos los asuntos de interés mutuo. A este respecto, quiero expresar mi satisfacción porque la Constitución de la República Federal de Alemania, que por otra parte fue redactada y obtenida por los cristianos, y las disposiciones que derivan de la relación entre el Estado y la Iglesia, pueden demostrar su valor también en los nuevos Estados federales que ahora forman parte de la Alemania unida. Se trata especialmente de que el Estado, en el ámbito de una sociedad pluralista y cada vez más secularizada, escuche también la voz de la Iglesia para el bien de toda la sociedad. En efecto, justamente en esto reside la misión de servicio que la Iglesia brinda a la sociedad: promoverla en virtud de su propia misión, de los impulsos humanísticos del Evangelio y de sus exigencias morales.

Confiando en una ulterior colaboración fructífera y consciente entre el Estado y la Iglesia, que representa la feliz promesa de una amistosa relación diplomática entre la República Federal de Alemania y la Santa Sede, invoco la bendición y la ayuda de Dios sobre usted y sus colaboradores en la Embajada para su importante misión, así como sobre su familia.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.49, p.20.



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