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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE VENEZUELA ANTE LA SANTA SEDE
*


Jueves 4 de mayo de 1995

 

Señor Embajador:

1. Con sumo gusto le doy hoy la bienvenida a este solemne acto en el que me presenta las Cartas Credenciales que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Venezuela ante la Santa Sede. A la vez, me es muy grato aceptar el mensaje de saludo y la expresión de buenos deseos del Excelentísimo Señor Presidente de la República, Doctor Rafael Caldera, a quien deseo hacer llegar mi gratitud y la seguridad de mis oraciones por su ventura personal y la de su familia así como por el bienestar espiritual y material de todos los hijos e hijas del noble y amado pueblo venezolano.

2. Venezuela se inscribe en el concierto de los pueblos de América Latina que, en virtud de su historia y sus valores culturales, se consideran católicos, lo cual es fruto de la Evangelización, que en esa Nación empezó hace casi medio milenio.

Entre esos valores me complace señalar la religiosidad popularmente enraizada; el respeto y promoción de la persona humana; la solidaridad; los esfuerzos de unidad e integración continentales; el compromiso permanente por la paz en la justicia y la promoción de la democracia integral. Todo ello ha moldeado un pueblo cuyos miembros aspiran a la “capacidad de trascender todo ordenamiento de la sociedad hacia la verdad y el bien” (Centesimus annus, 38).

En nuestros días, Señor Embajador, junto al esfuerzo y al compromiso por la defensa de los derechos humanos, en particular de las personas y pueblos más débiles y desposeídos, se difunden mentalidades, prácticas y legislaciones que socavan los fundamentos esenciales de dichos derechos, exponiéndolos al subjetivismo individual, al pragmatismo social, a la arbitrariedad del poder estatal o de intereses circunstanciales, a la insolidaridad de naciones ricas, al nihilismo cultural y moral. El progreso económico y científico–tecnológico aparece como equívoco paradigma de genuino desarrollo integral y manifestación ambivalente de una auténtica “crisis de civilización” (cf. Tertio millennio adveniente, 52). En este contexto se revela como particularmente urgente y necesario el anuncio alegre y esperanzado que la Iglesia hace por medio del Magisterio al servicio de la verdad y la unidad, del “Evangelio del amor de Dios al hombre, del Evangelio de la dignidad de la persona y del Evangelio de la vida (como) un único e indivisible Evangelio” (Evangelium vitae, 2). Es decir, como proclamación de una auténtica y siempre “buena noticia”. Éste es el fundamento, siempre nuevo y permanente, de la “opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados... como compromiso por la justicia y la paz... (y) aspecto sobresaliente de la preparación y celebración del Jubileo” (Tertio millennio adveniente, 51) el cual es “signo de esperanza presente en este último fin de siglo” (ib., 46).

3. La Iglesia que peregrina en Venezuela está llamada a ser “pueblo de la vida y para la vida” (Evangelium vitae, 6), y con sus legítimos pastores a la cabeza está comprometida, en oración y acción, en su pensamiento y en su práctica pastorales, con este “Evangelio de la vida” (ib., 2) y así lo ha ratificado, declarando el 1995 Año por la Vida, para anunciar serena y gozosamente el don de la vida en todos sus estadios y niveles.

Este compromiso la Iglesia lo ha testimoniado de múltiples maneras, entre las que destacan su presencia secular en defensa de la familia, la educación y la cultura, el servicio social, la convivencia cívica, los medios de comunicación. Con responsabilidad profética ha señalado que la raíz profunda del mal es de índole moral y espiritual, basada en la responsabilidad personal y en distorsiones estructurales; en una cultura donde predominan los pseudo–valores como el tener, el poder y el placer.

En esta encrucijada, en buena parte inédita para el conjunto social, la Iglesia ratifica y renueva su compromiso en favor de la persona humana, de su dignidad primigenia y de su valor insustituible como principio, centro y fin de la sociedad; en la salvaguardia del bien común mediante la práctica de la justicia y la promoción de la solidaridad; proponiendo la verdadera libertad, como fundamento de una democracia genuina que favorezca la responsabilidad y la participación; en pro de la paz, como expresión y garantía de convivencia armónica y fructífera. Asimismo quiere colaborar a la integración de Naciones hermanas, ayudando a la superación de resabios nacionalistas y promoviendo el diálogo fecundo que, por encima de los particularismos de una comunidad histórica, facilite la apertura universal a personas y pueblos, especialmente los sellados por la misma historia, las mismas costumbres, la misma fe religiosa. Todo ello está entre las más arraigadas y valiosas experiencias del pueblo venezolano.

4. Me permito expresarle, Señor Embajador, la confianza de que los tradicionales lazos de mutua comprensión y colaboración entre la Santa Sede y la República de Venezuela seguirán consolidándose. Al mismo tiempo, le reitero la convicción de que la presencia y acción de la Iglesia y de los católicos –miembros de pleno derecho de la comunidad nacional y eclesial–, inspiradas en la fe, sostenidas por la esperanza y fortalecidas en la caridad, continuarán concretándose en múltiples iniciativas al servicio del desarrollo integral, material, moral y espiritual, de todos los ciudadanos de ese noble pueblo.

Al iniciar Usted su misión como parte del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, deseo asegurarle, Señor Embajador, mi estima y mi recuerdo en la oración por sus intenciones personales y las de su familia y colaboradores. La ocasión me es igualmente propicia para que se haga Usted portador, ante el Señor Presidente Caldera, de la seguridad de mi plegaria y mis mejores deseos para él, su familia y autoridades del País, así como para todo el amado pueblo venezolano, sobre quienes invoco del Señor, por intercesión de la Santísima Virgen de Coromoto, abundantes gracias y bendiciones.  


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XVIII, 1 p.1196-1199.

L’Osservatore Romano 5.5.1995 p.5.

L'Osservatore Romano. Edición Semanal en lengua española, n.19, p.8 (p.252).

 



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