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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE VIETNAM
EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 14 de diciembre de 1996

 

Querido señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Con gran alegría os acojo durante vuestra visita ad limina a vosotros, que tenéis el encargo de velar por el pueblo de Dios en Vietnam. Habéis venido ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo para reforzar la conciencia de vuestra responsabilidad como sucesores de los Apóstoles y experimentar más intensamente vuestra comunión con el Obispo de Roma. En efecto, las visitas «ad limina» tienen una importancia particular en la vida de la Iglesia, «en cuanto constituyen como el culmen de las relaciones de los pastores de cada Iglesia particular con el Romano Pontífice» (Pastor bonus, 29). Esas visitas muestran de modo notable la catolicidad de la Iglesia y la unidad del Colegio episcopal. Agradezco vivamente al señor cardenal Paul Joseph Pham Dình Tung, arzobispo de Hanoi y presidente de vuestra Conferencia episcopal, las conmovedoras palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, manifestando así la fidelidad de vuestras comunidades al Sucesor de Pedro. Saludo con particular afecto a los obispos de vuestro país que no han podido unirse a vosotros. Desearía vivamente encontrarme con todos los obispos, para manifestarles a todos el afecto que siento por sus personas y sus comunidades diocesanas, y asegurarles el interés con el que sigo su trabajo en cada una de las diócesis. La visita ad limina de una Conferencia episcopal completa no es sólo una manifestación visible de los vínculos espirituales que unen a sus Iglesias particulares con la Iglesia universal, sino también un signo de que se respeta la libertad religiosa en el país. A esos obispos les expreso mi solidaridad y mi profunda comunión con su ministerio apostólico al servicio del pueblo que se les ha confiado. A través de vosotros, también me dirijo a los fieles vietnamitas que, con valentía, dan testimonio de Cristo en vuestra tierra o en el extranjero, así como a todo el pueblo de Vietnam, al que aseguro mi gran afecto.

2. Desde la llegada del Evangelio, durante el siglo XVI, la Iglesia en vuestro país ha conocido numerosas pruebas. Muchas veces ha padecido la persecución a causa de la fe en Cristo Redentor. Caracterizada por la santidad y el martirio de tantos hijos suyos, ha llegado a ser una Iglesia glorificada por su celo al servicio de Dios y de sus hermanos. Quisiera recordar aquí el ejemplo heroico de los 117 mártires que tuve el privilegio de canonizar en 1988. Este testimonio de Cristo, que los hijos e hijas de vuestro país dieron por amor a Dios y a sus hermanos, ha creado un vínculo particular entre la comunidad cristiana y el conjunto de los vietnamitas. Compartiendo plenamente las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias del pueblo (cf. Gaudium et spes, 1), ha mostrado que permanece profundamente arraigada en él. Aunque, a lo largo de los siglos, han surgido a veces algunas incomprensiones entre la Iglesia y la comunidad civil, es necesario reafirmar que los católicos son miembros leales de la nación: hoy, como en el pasado, contribuyen al progreso social del país y muestran una dedicación al bien común, que no es inferior a la de los demás ciudadanos. Aunque es un pequeño rebaño, la Iglesia quiere estar plenamente presente en las realidades del país, con su vocación propia. Está en camino con todos los miembros de la nación, pues comparte una misma historia, progresos y pruebas comunes. No actúa con espíritu de rivalidad o buscando su propio interés, sino que desea vivir en comunión y en armonía con todos.

La misión de la Iglesia consiste en transmitir un mensaje de vida y amor mediante gestos concretos en favor de la dignidad humana y de una vida mejor, con espíritu de compasión hacia los más pobres y necesitados. Los católicos, con humildad y colaborando con los demás componentes de la nación, participan en la renovación y la transformación de las realidades humanas. Viviendo su vocación de unidad y servicio a todo el pueblo, la Iglesia reconoce y comparte la gran riqueza de la cultura vietnamita, sus valores humanos y espirituales, y desea profundizar las relaciones de fraternidad, diálogo y colaboración con todos.

3. Queridos hermanos en el episcopado, doy gracias a Dios por el celo y la generosidad que manifestáis, a pesar de las grandes dificultades, en las funciones de enseñar, gobernar y santificar que se os han confiado en nombre de Cristo. Os aliento, sobre todo, a proseguir con ardor vuestra misión de predicación del Evangelio, que es la primera de las tareas del obispo. «En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Ellos predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13, 52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño (cf. 2 Tm 4, 1-4)» (Lumen gentium, 25). El anuncio tiene como primer objeto a Cristo, en quien se realiza la plena y auténtica liberación del mal, del pecado y de la muerte, y en quien Dios mismo nos comunica su propia vida. Todos los hombres tienen derecho a conocer esta buena nueva, y los obispos son sus primeros misioneros.

La misión profética de la Iglesia se realiza también cuando, a la luz del Evangelio, hace una lectura valiente de las grandes cuestiones que se plantean en su tiempo, y cuando interviene especialmente en favor de los pobres, los enfermos, los marginados o los jóvenes. Se trata de su vocación a trabajar para promover la civilización del amor, la fraternidad, la solidaridad, la unidad, la justicia y la paz. La misión apostólica que habéis recibido os convierte en «testigos de Cristo ante los hombres. No sólo debéis preocuparos de los que ya siguen al Príncipe de los pastores. Habéis de dedicaros también con todo empeño a los que (...) no conocen el evangelio de Cristo y la misericordia que nos salva» (Christus Dominus, 11). La misión de la Iglesia es universal; se dirige a todos los hombres.

4. Ahora que estamos preparándonos para entrar en el tercer milenio, la perspectiva del gran jubileo brinda a la Iglesia una feliz ocasión para «escrutar (...) los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» (Gaudium et spes, 4). Estamos invitados a dirigir nuestra mirada hacia el futuro, sabiendo que el porvenir pertenece a Cristo que ya se nos manifiesta. Para acoger una nueva primavera de vida cristiana, la Iglesia en Vietnam está llamada a una renovación pastoral, misionera y espiritual, a fin de entrar en el tercer milenio con la audacia de los discípulos de Cristo. La vida apostólica debe reformarse continuamente para responder a las necesidades del tiempo y de los pueblos. Ciertamente, la Iglesia «no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, con arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fallos del pasado es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» (Tertio millennio adveniente, 33). Cada fiel está invitado a la conversión del corazón y a la acogida de Cristo en su propia existencia. «Hoy es más urgente que nunca que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser "santos en toda la conducta" (1 P 1, 15)» (Christifideles laici, 16).

Pero la Iglesia también está invitada a dar gracias a Dios por la admirable obra realizada bajo la acción del Espíritu Santo, a pesar de la pobreza de sus medios. Quiere comunicar a todos el mensaje de vida y amor que ha recibido de su Señor, Jesucristo. Ya decía el apóstol Pedro en la puerta del templo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar» (Hch 3, 6).

La Iglesia encuentra en el concilio Vaticano II una fuente valiosa para la renovación de toda su vida. «La mejor preparación a ese aniversario bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia» (Tertio millennio adveniente, 20). Os exhorto, por tanto, a inspiraros en él para vuestra pastoral.

5. Señor cardenal, en sus palabras destacó usted la fe viva de los laicos de vuestras diócesis. Me alegra expresar aquí mi admiración por la intrepidez y el ardor de vuestros fieles, que han atravesado tantas pruebas sin decaer en su adhesión a Cristo. Espero que cada uno de ellos «tenga siempre una viva conciencia de ser un "miembro de la Iglesia" a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos. En esta perspectiva asume todo su significado la afirmación del Concilio sobre la absoluta necesidad del apostolado de cada persona» (Christifideles laici, 28). Comprendo las dificultades que nacen de las limitaciones impuestas a quienes han recibido de Cristo la misión de organizar el apostolado de los fieles y a quienes quieren hacer una labor de apostolado; sin embargo, no tienen que desalentarse. Por el contrario, es necesario favorecer la responsabilidad de los laicos que —como recuerda el Concilio—, «ejercen su múltiple apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo» (Apostolicam actuositatem, 9). Es su deber participar de manera activa en la vida de la Iglesia y en su misión de anunciar el Evangelio en medio de sus hermanos. Están llamados a descubrir y a vivir de modo profundo su vocación y su misión personal y comunitaria. Cuando la comunión fraterna entre los discípulos de Cristo se debilita, la credibilidad de su testimonio y de su misión también se debilita.

Invito a los laicos a compartir cada vez más generosamente los dones que han recibido, dedicándose a la animación de las parroquias, a la catequesis y a la educación de los jóvenes, y participando en los movimientos de espiritualidad o en las obras caritativas. Cada bautizado debe asumir su parte de responsabilidad y de servicio en la Iglesia. Para esto es necesario que la formación humana, espiritual y doctrinal de los laicos tenga un lugar reconocido en la pastoral. Así, podrán construirse comunidades eclesiales cada vez más fraternas y unidas, fundadas en una profunda comunión con Cristo, único Salvador del mundo. Esas comunidades podrán servir eficazmente a la unidad entre todos los hombres.

6. Quisiera saludar ahora cordialmente a los sacerdotes, vuestros colaboradores inmediatos en el servicio al pueblo de Dios. Sé con qué ardor y disponibilidad, y al precio de cuántas fatigas, se consagran a su ministerio. Que Dios los fortalezca en su vocación de constructores de comunidades cristianas en plena unión con sus obispos, y les infunda la esperanza en los momentos difíciles. Los invito especialmente a poner la persona de Jesucristo en el centro de su vida, a conformarse con él en todas las cosas, y a dar el testimonio de una vida renovada en él. «El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: "Lo que contemplamos (...) acerca de la Palabra de vida (...), os lo anunciamos" (1 Jn 1, 1-3)» (Redemptoris missio, 91).

Me uno también con el pensamiento y la oración a los que se preparan para el sacerdocio y esperan con fervor el día en que recibirán la ordenación, que los hará participar en el ministerio de Cristo sacerdote, para construir su Iglesia. Espero que se creen rápidamente las condiciones que os permitan abrir los seminarios, tan necesarios, y acoger en ellos a todos los jóvenes que, con generosidad, aspiran a consagrar su vida al servicio de la Iglesia y de sus hermanos.

Por lo que respecta a los institutos de vida consagrada, conozco la actividad que, discreta pero eficazmente, desempeñan sus miembros en diversos sectores de la asistencia, como hospitales, leproserías, orfanatos, escuelas maternas y casas para minusválidos: comparten la vida de su pueblo y dan un maravilloso testimonio cristiano y evangélico. Por eso, sería constructivo y apreciado por la población que pudieran abrirse algunos noviciados para formar a estos humildes servidores del bien común. Invito a todos los miembros de esos institutos a profundizar su vocación en su triple dimensión de consagración, comunión y misión. Y deseo que encuentren nuevo ardor para afrontar espiritual y apostólicamente los desafíos que se plantean hoy en la sociedad (cf. Vita consecrata, 13).

7. Con ocasión del gran jubileo, he convocado una Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos, «que ilustre y profundice la verdad sobre Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, y como único redentor del mundo» (Tertio millennio adveniente, 38). Este Sínodo deberá analizar las circunstancias en las que se encuentran actualmente los pueblos y las culturas de vuestro continente y preparar a la Iglesia para cumplir mejor su misión de amor y servicio. La preparación y la celebración de esta Asamblea continental es una ocasión para caminar juntamente con la Iglesia universal hacia el tercer milenio, siguiendo a Cristo, en el Espíritu Santo. Por tanto, es de desear que la Iglesia que está en Vietnam pueda aportar a toda la Iglesia la contribución de su larga y rica experiencia de testimonio evangélico que sus pastores y sus fieles han vivido a veces hasta el heroísmo. Las líneas pastorales que surjan de esta Asamblea serán puntos de apoyo para reforzar la fe y dar nuevo impulso apostólico a las comunidades.

8. Queridos hermanos en el episcopado, al terminar este encuentro fraterno, quiero animaros a vosotros, así como a todos vuestros hermanos, a proseguir vuestro ministerio apostólico, con la esperanza que despierta en nosotros la Navidad del Señor, que vamos a celebrar dentro de algunos días. Dios ha querido manifestarse como «el Emmanuel », el que permanece entre nosotros, ayer, hoy y siempre. Que él sea vuestra fuerza y vuestra luz. Que os ayude a mantener la unidad en las Iglesias particulares confiadas a vuestra solicitud. Que refuerce la unidad de los obispos con el Papa y entre sí, y la unidad de los sacerdotes con el Papa y con sus pastores, en la comunión de la Iglesia universal.

Os encomiendo a la protección materna de la Madre de Cristo, nuestra Señora de La-Vang, de cuyas apariciones vais a celebrar el segundo centenario el 15 de agosto de 1998. Que ella sea para vosotros y para vuestros fieles una guía segura en el camino que lleva al Señor Jesús, su Hijo. A cada uno de vosotros, a los obispos que no han podido unirse a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los laicos de Vietnam, presentes en el país o que viven en el extranjero, imparto con afecto la bendición apostólica.



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