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VIAJE APOSTÓLICO A GUATEMALA,
NICARAGUA, EL SALVADOR Y VENEZUELA

SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS CATEQUISTAS EN LA CATEDRAL DE SAN SALVADOR

Jueves 8 de febrero de 1996

 

 

Amados hermanos en el episcopado,
queridos sacerdotes, religiosos y religiosas,
estimados seminaristas, catequistas y fieles:

1. Me alegro en el Señor al encontrarme con todos vosotros ante esta Catedral, tan estrechamente ligada a los gozos y esperanzas del pueblo salvadoreño. En ella descansan, esperando la resurrección, los recordados Monseñor Luis Chávez, prelado modelo de virtudes; Monseñor Óscar Arnulfo Romero, brutalmente asesinado mientras ofrecía el sacrificio de la Misa y ante cuya tumba recé en mi anterior Visita Pastoral; y ahora voy a rezar de nuevo, complacido de que su recuerdo siga vivo entre vosotros; Monseñor Arturo Rivera Damas, que entró en la eternidad después de haber visto despuntar en el horizonte la paz por la que, junto a los demás Obispos de El Salvador, había trabajado incansablemente. Estoy seguro de que ellos interceden por la Iglesia a la que amaron y sirvieron hasta el fin de sus días y a la que dejan un mensaje particularmente elocuente.

Agradezco al Arzobispo, Monseñor Fernando Saénz Lacalle, sus amables palabras, así como la presencia de los demás Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos, provenientes de muchas parroquias y de diversos movimientos apostólicos.

2. Hemos escuchado el Sermón de la Montaña, que es una apremiante invitación a seguir a Jesucristo de forma radical para llegar a la santidad, a la que todos estamos llamados. Cada una de las bienaventuranzas en su primera parte señala el grupo de personas a las que Cristo llama dichosos, y en la segunda parte ofrece su motivación. Lo hemos oído: son los pobres de espíritu, los que lloran, los sufridos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y aquellos que sufren persecución por causa de la justicia.

En la primera bienaventuranza Cristo dice: «Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Y ese «porque» se repite hasta ocho veces, enseñándonos las razones por las que son dichosos y que en cierto modo están contenidas en la primera. Al decir que los que lloran serán consolados, Cristo indica sobre todo el consuelo definitivo más allá de la muerte. Lo enseña también la tercera bienaventuranza, «porque heredarán la tierra» (Ib. 5,5), refiriéndose a la propiedad en sentido escatológico. Igualmente serán saciados los que tienen hambre y sed de justicia, pues en el Reino de los cielos ésa será su herencia. Los que son misericordiosos encontrarán misericordia. Los que son limpios de corazón lo contemplarán « cara a cara », lo cual, según las enseñanzas del Nuevo Testamento, es la esencia de la felicidad propia del Reino de Dios. A lo mismo se refiere la bienaventuranza de los que trabajan por la paz llamándolos hijos de Dios. Pero cuando Jesús enuncia el último grupo de bienaventurados, considerando entre ellos a los perseguidos por causa de la justicia, se repite lo dicho de los primeros: «Porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 10). Cristo resume las bienaventuranzas dirigiéndose a los que de algún modo son perseguidos y falsamente acusados exhortándolos a la alegría: «Alégrense y salten de contento porque su premio será grande en los cielos» (Ib. 5, 12).

3. Las bienaventuranzas constituyen la clave para comprender la moral evangélica. Ellas nos abren un horizonte nuevo con relación a la vida y a la conducta humana. Son dichosos, pues, quienes se dejen guiar por el espíritu de las bienaventuranzas y ciertamente «heredarán la tierra», aunque hayan acabado los días de su vida terrena. Su victoria y su felicidad es sobre todo moral, al participar de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte.

4. Muchas cosas han cambiado desde mi primera visita. Han cambiado el rostro del país y también las expresiones de la acción pastoral de la Iglesia, que, al mejorar la situación, ha visto fortalecerse la vida en las parroquias y en las diversas asociaciones y movimientos eclesiales. En este momento histórico recobra su plena actualidad el mensaje de las bienaventuranzas que, como apóstoles, tenéis que hacer presente.

Apóstoles lo sois todos vosotros. En primer lugar los Obispos, sobre cuyos hombros pesa la tarea de conducir a los hijos e hijas de esta Nación a la comunión con Dios. Los sois los sacerdotes, que unidos a sus Obispos, animan las comunidades que les son confiadas. Lo sois vosotros, queridos religiosos y religiosas, desde vuestra fidelidad a los carismas de la vida consagrada, siguiendo las huellas de Jesús y colaborando a vuestro modo en la misión de la Iglesia. El Señor cuenta también, para llevar a cabo su obra, con el «sí» de los que se preparan al sacerdocio o a la vida religiosa y con la entrega generosa de los laicos, de todos los laicos, de los seglares que viven y propagan su compromiso bautismal en medio de los avatares del mundo.

5. Los jóvenes sois también apóstoles. Habéis venido de las ocho diócesis de El Salvador. Representáis la pastoral juvenil de las parroquias y de los colegios. Vuestra presencia esta tarde es como un canto a la vida y a la esperanza para la patria salvadoreña, empeñada en buscar nuevos caminos de fraternidad y de paz en la justicia y en la solidaridad cristiana. ¿Sabréis perseverar en este empeño? Ciertamente, si permanecéis unidos a Cristo en estrecha amistad, si seguís cultivando la vivencia comunitaria de la fe, si buscáis sin descanso el alimento de la Palabra divina y del Pan de vida eucarístico.

¡Esforzaos todos en seguir participando en la vida de la Iglesia y en construir una Patria reconciliada en la justicia y el amor! Para ello, invocando la protección de la Madre del Salvador y Reina de la Paz, os bendigo de corazón.

Muchas gracias por vuestra presencia y por vuestra acogida, por esta respuesta y por estos dones. ¡Que el Salvador proteja siempre a vuestro País! ¡Que el Salvador proteja a El Salvador!

 



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