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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR EL CONSEJO PONTIFICO PARA LA FAMILIA


Viernes 13 de junio de 1997

 

Señor cardenal;
amadísimos hermanos en el episcopado;
ilustres señoras y señores:

Me es muy grato recibiros, distinguidos participantes en el Encuentro de estos días sobre «La familia ante las alteraciones cerebrales de sus hijos». En primer lugar, deseo agradecer las amables palabras del señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Pontificio Consejo para la familia, que junto con la benemérita institución CEFAES (Centro de educación familiar especial) ha promovido tan laudable iniciativa, en unión también con el Pontificio Consejo para la pastoral de los agentes sanitarios, cuyo presidente, monseñor Javier Lozano Barragán, participa también en esta audiencia.

La familia, como ámbito integrador de todos sus miembros, es una comunidad solidaria en donde el amor se hace más responsable y solícito aún ante quienes, por su especial situación, necesitan una atención más cercana, paciente y cariñosa, por parte de todos los miembros y más concretamente de los padres. En el seno de la sociedad hay todo un conjunto de tareas o de mediaciones sociales que la familia puede y debe desarrollar con particular competencia y eficacia, en unión con otras instituciones. Con frecuencia la participación de la familia como sujeto social abre muchas puertas y crea fundadas esperanzas para la recuperación de los propios hijos. Este es el ámbito preciso que vosotros estáis afrontando, con la colaboración de investigadores, expertos y personas comprometidas en este campo. Por eso me complace alentar vuestro trabajo y preocupación que os anima por ayudar a las familias en tales necesidades.

La familia, lugar del amor y solicitud por los miembros más necesitados, puede y debe ser la mejor colaboradora para la ciencia y la técnica al servicio de la salud. A veces algunas familias se ven puestas a prueba —a dura prueba— cuando llegan hijos con alteraciones cerebrales. Estas son situaciones que requieren de los padres y de los demás miembros de la familia una fortaleza y una solidaridad especial.

El Señor de la vida acompaña a las familias que acogen y aman a sus hijos con alteraciones cerebrales serias, y que saben cuán grande es su dignidad. Reconocen también que el origen de su dignidad de personas humanas está en ser hijos predilectos de Dios, que los ama personalmente y con amor eterno. Sustentada y protegida por el amor divino, la familia se convierte en lugar de entrega y esperanza en la que todos los miembros hacen converger sus energías y cuidados para el bien de los hijos necesitados. En efecto, vosotros sois testigos privilegiados y testimonio, a la vez, de todo lo que puede lograr el verdadero amor.

Como muestran los programas que se están llevando a cabo en diversas naciones —por ejemplo el programa «Leopoldo »—, tras una atención paciente, laboriosa y bien dispuesta a las posibilidades que ofrece la ciencia en el seno mismo de las familias, se obtienen logros sorprendentes de recuperación de niños nacidos ciegos, sordos y mudos. Es como un milagro del amor que no sólo permite el desarrollo cerebral progresivo sino que sitúa al hijo en el centro de sus atenciones. Con esa ayuda y con la colaboración de todos crece esta comunidad de amor y de vida que es la familia, formada en la presencia y bajo la mirada paterna de Dios. Desde él llegan a tantos hogares nuevas energías en el dolor y serenidad en el sufrimiento, para acoger la enfermedad y, en no pocos casos, buscar los remedios y recursos más adecuados.

La familia es una comunidad insustituible para estas situaciones, y no únicamente por los costos ingentes que ciertos cuidados requieren de las instituciones de salud, sino por la calidad, el talante y la ternura de los cuidados solícitos que sólo los padres saben brindar abnegadamente a sus hijos. Estas familias, sin ser sustituidas en la atención de los hijos, deberían recibir de la comunidad circundante y de toda la sociedad las ayudas necesarias para hacer más efectiva dicha atención. En este sentido se ha de destacar la importancia de las asociaciones de padres que miran a poner en común experiencias, ayudas y medios técnicos al servicio de las familias con tales necesidades.

Programas y acciones como las que lleváis entre manos, contando con el apoyo de la Iglesia, son una prolongación del evangelio de la vida desde la familia misma. Seguid, por tanto, fijando vuestra mirada en el hogar de Nazaret, cuyo centro era el Niño Dios. En efecto, en la sagrada Familia tampoco estuvo ausente la espada del dolor (cf. Lc 2, 35), iluminado por la esperanza que viene de lo alto. Como María, que con alma contemplativa conservaba y ponderaba todo en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), obediente a la voluntad de Dios, también vosotros, con fe y caridad ardientes, llevad la esperanza a tantas otras familias, con vuestro compromiso y experiencia.

Con estos vivos sentimientos e invocando abundantes dones del Señor sobre vuestras personas y vuestras actividades en este ámbito tan importante de la vida familiar, os imparto con afecto la bendición apostólica.



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