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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PATRIARCAS DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS,
REUNIDOS EN EL VATICANO


Martes 29 de septiembre de 1998

 

1. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1, 3), que nos ha reunido en este día por medio de su Santo Espíritu, para experimentar «¡qué bueno y qué dulce es habitar los hermanos todos juntos!» (Sal 132, 1).

Todos somos profundamente conscientes de la solemnidad y de la importancia de este encuentro. Cuando mi predecesor el Papa León XIII, de venerada memoria, que tanto se interesó por el Oriente católico, se reunió con los patriarcas orientales católicos el 24 de octubre de 1894, se dirigió a ellos con estas palabras, que hoy hago mías: «Os he llamado a Roma para daros una prueba indudable de mi afecto, deseando conversar con vosotros y poner de relieve el prestigio de la autoridad patriarcal».

Un largo camino se ha recorrido desde ese día. Quizá el momento más fecundo de dicho proceso fue el concilio Vaticano II, en el que algunos de vosotros tuvieron la alegría de participar, para hacer resonar en él la voz del Oriente cristiano.

En la línea indicada por el Concilio, el 18 de octubre de 1990 quise que se promulgara el Codex canonum Ecclesiarum orientalium, para sancionar la especificidad de las Iglesias de Oriente que ya están en comunión plena con el Obispo de Roma, sucesor del apóstol Pedro.

Hace tres años quise manifestar de nuevo mi veneración por los tesoros de las Iglesias de Oriente en la carta apostólica Orientale lumen, para que «se restituya a la Iglesia y al mundo la plena manifestación de la catolicidad de la Iglesia, expresada no por una sola tradición, ni mucho menos por una comunidad contra la otra; y el anhelo de que también todos nosotros podamos gozar plenamente de ese patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal que se conserva y crece tanto en la vida de las Iglesias de Oriente como en las de Occidente» (n. 1).

La misma estima y el mismo amor que dictaban estas palabras me han impulsado a desear este encuentro con las Iglesias orientales católicas en vuestras personas, con vosotros, que sois sus patriarcas y las presidís como «padres y cabezas» (Orientalium Ecclesiarum, 9). El gran jubileo se acerca y nos impulsa a todos a anunciar el evangelio de la salvación, «a tiempo y a destiempo» (2 Tm 4, 2): «Escuchemos juntos la invocación de los hombres que quieren oír entera la palabra de Dios. Las palabras de Occidente necesitan las palabras de Oriente para que la palabra de Dios manifieste cada vez mejor sus insondables riquezas» (Orientale lumen, 28).

2. Las Iglesias orientales católicas son, junto con las demás Iglesias de Oriente, los testigos vivos de las tradiciones que se remontan, a través de los Padres, hasta los Apóstoles (cf. Orientalium Ecclesiarum, 1); esa tradición «forma parte del patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal » (ib.).

La Iglesia, a imagen de la santísima Trinidad, es misterio de vida y de comunión, Esposa del Verbo encarnado y morada de Dios. Para apacentar y gobernar a su Iglesia, el Señor Jesús eligió a los Doce y quiso que los obispos, sus sucesores, fueran pastores del pueblo de Dios durante su peregrinación hacia el Reino, bajo la guía del Sucesor del Corifeo de los Apóstoles (cf. Lumen gentium, 18).

En el ámbito de esta comunión, «Dios, en su providencia, hizo que diversas Iglesias, fundadas en diferentes lugares por los Apóstoles y sus sucesores, con el correr de los tiempos, se hayan reunido en grupos organizados. Éstos, manteniendo a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, gozan de una disciplina propia, de un rito litúrgico propio y de un patrimonio teológico y espiritual. Algunas de ellas, de manera característica las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, dieron a luz a otras como hijas, con las que están unidas hasta hoy con lazos muy estrechos de amor en la vida sacramental y en el respeto mutuo de sus derechos y deberes » (ib., 23).

El Concilio, aunque era consciente de las divisiones que se habían producido a lo largo de los siglos y a pesar de que hasta ahora no se ha restablecido plenamente la comunión entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, no dudó en declarar que las Iglesias de Oriente «tienen la facultad de regirse según sus propias disciplinas, puesto que éstas se adaptan mejor a la idiosincrasia de sus fieles y son más adecuadas para promover el bien de sus almas» (Unitatis redintegratio, 16; cf. Orientalium Ecclesiarum, 9).

¿No vale esto desde ahora para vuestras Iglesias, que ya están en comunión plena con el Obispo de Roma? ¿Y no hay que reafirmarlo también con respecto a los derechos y deberes de los patriarcas, que son sus padres y cabezas? En el seno de la Iglesia católica vuestras Iglesias representan el Oriente cristiano, hacia el que nuestras manos están siempre tendidas para el encuentro fraterno de la comunión plena. Las Iglesias orientales católicas, en los territorios propios y en la diáspora, ofrecen sus riquezas litúrgicas, espirituales, teológicas y canónicas específicas. Vosotros, que sois sus cabezas, habéis recibido del Espíritu Santo la vocación y la misión de conservar y promover ese patrimonio específico, para comunicar el Evangelio cada vez con mayor abundancia a la Iglesia y al mundo. Y el Sucesor de Pedro tiene el deber de asistiros y ayudaros en esta misión.

3. «Los patriarcas con sus sínodos constituyen la instancia superior para todos los asuntos del patriarcado» (Orientalium Ecclesiarum, 9). En efecto, la colegialidad episcopal encuentra un ejercicio particularmente significativo en el ordenamiento canónico de vuestras Iglesias. En realidad, los patriarcas actúan en íntima unión con sus sínodos. El fin de todo espíritu sinodal auténtico es la concordia, para que la Trinidad sea glorificada en la Iglesia.

Queridos hermanos en Cristo, creéis que «entre todas las Iglesias y comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como .principio y fundamento perpetuo y visible de unidad. (Lumen gentium, 23) y que el Espíritu sostiene para que haga partícipes de este bien esencial a todas las demás» (Ut unum sint, 88). Se trata «de una actitud que la Iglesia de Roma €ha sentido siempre como parte integrante del mandato que confió Jesucristo al apóstol Pedro: confirmar a sus hermanos en la fe y en la unidad (cf. Lc 22, 32). (...) Este compromiso lleva en su raíz la convicción de que Pedro (cf. Mt 16, 17-19) desea ponerse al servicio de una Iglesia unida en la caridad» (Orientale lumen, 20).

Vuestra presencia aquí, en este encuentro, es el testimonio vivo de esa comunión fundada en la palabra de Dios y en la obediencia de la Iglesia a ella.

4. Vosotros sois particularmente conscientes de que este ministerio petrino de unidad constituye, como escribí en la encíclica Ut unum sint, «una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos» (n. 88). En la misma carta encíclica invité a las demás Iglesias a entablar conmigo un diálogo fraterno y paciente sobre las modalidades del ejercicio de este ministerio de unidad (cf. nn. 96-97). Esta invitación se dirige con mayor apremio y afecto a vosotros, venerados patriarcas de las Iglesias orientales católicas. Os corresponde ante todo a vosotros buscar, junto con nosotros, las formas más adecuadas para que este ministerio pueda realizar un servicio de caridad reconocido por todos. Os pido que prestéis esta ayuda al Papa, en nombre de la responsabilidad que tenéis en la recomposición de la comunión plena con las Iglesias ortodoxas (cf. Orientalium Ecclesiarum, 24) por el hecho de ser patriarcas de Iglesias que comparten con la Ortodoxia una parte tan grande del patrimonio teológico, litúrgico, espiritual y canónico. Con este mismo espíritu y por la misma razón, deseo que vuestras Iglesias participen plenamente en el diálogo ecuménico de la caridad y en el doctrinal, tanto en el ámbito local como universal.

5. En armonía con la tradición transmitida ya desde los primeros siglos, las Iglesias patriarcales ocupan un lugar único en la comunión católica. Basta pensar que en ellas la instancia superior para cualquier asunto, incluido el derecho a elegir los obispos dentro del territorio patriarcal, está constituida por los patriarcas con sus sínodos, sin perjuicio del derecho inalienable del Romano Pontífice de intervenir «in singulis casibus » (cf. ib., 9).

El papel particular de las Iglesias orientales católicas corresponde al que ha quedado vacío por la falta de comunión plena con las Iglesias ortodoxas. Tanto el decreto Orientalium Ecclesiarum del concilio Vaticano II, como la constitución apostólica Sacri canones (pp. IX-X), que ha acompañado la publicación del Código de cánones de las Iglesias orientales, han puesto de relieve que la situación presente, y las reglas que la determinan, están proyectadas hacia la anhelada comunión plena entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas.

Vuestra colaboración con el Papa y entre vosotros podrá mostrar a las Iglesias ortodoxas que la tradición de la «sinergia » entre Roma y los patriarcados se ha mantenido, aunque limitada y herida, e incluso tal vez se ha desarrollado para el bien de la única Iglesia de Dios, extendida por toda la tierra.

Con el mismo espíritu, es igualmente importante que las Iglesias de Oriente, que sufren en este tiempo un considerable flujo migratorio, conserven el puesto de honor que les corresponde en sus propios países y en la «sinergia» con la Iglesia de Roma, así como en los territorios donde sus fieles fijan su residencia.

6. Para lograr el restablecimiento de los derechos y privilegios de los patriarcas orientales católicos deseado por el Concilio, es valiosa la indicación que nos da el decreto Orientalium Ecclesiarum: «Estos derechos y privilegios son los mismos que estuvieron en vigor en el tiempo de la unión entre Oriente y Occidente, aunque haya que adaptarlos de alguna manera a las condiciones actuales » (n. 9). También el concilio de Florencia, después de afirmar el primado del Obispo de Roma, proseguía así: «Además, renovamos el orden de los demás venerables patriarcas tal como ha sido fijado por los cánones, de modo que el patriarca de Constantinopla sea el segundo después del santísimo Papa de Roma; el de Alejandría, el tercero; el de Antioquía, el cuarto; y el de Jerusalén, el quinto; sin perjuicio de todos sus privilegios y derechos». Estoy seguro de que la sesión plenaria de la Congregación para las Iglesias orientales, que entre los temas de estudio también prevé éste, podrá proporcionarme sugerencias útiles en este sentido.

Venerados hermanos en Cristo, la fuerza evangelizadora de vuestras Iglesias patriarcales constituye, en el umbral del gran jubileo, un desafío sin igual para un anuncio fiel y abierto del Evangelio, y para la renovación de la vida y de la misión de la Iglesia, y de vuestras Iglesias. El Espíritu y la Iglesia piden: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).

Que la santísima Virgen María nos obtenga todo esto con su intercesión. Queremos invocarla con las palabras de un antiguo himno copto, que luego entró en la devoción de las Iglesias bizantina y latina: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no desoigas la oración de tus hijos necesitados; antes bien, líbranos de todo peligro, oh virgen gloriosa y bendita».

Como prenda de mi afecto, os imparto a todos mi bendición.

 



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