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VIAJE A MÉXICO Y SAN LUIS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA CEREMONIA DE BIENVENIDA
A CIUDAD DE MÉXICO

22 de enero de 1999

 

Señor Presidente de la República,
Señores Cardenales y Hermanos en el Episcopado
Amadísimos hermanos y hermanas de México:

1. Como hace veinte años, llego hoy a México y es para mí causa de inmenso gozo encontrarme de nuevo en esta tierra bendita, donde Santa María de Guadalupe es venerada como Madre querida. Igual que entonces y en las dos visitas sucesivas, vengo cual apóstol de Jesucristo y Sucesor de San Pedro a confirmar en la fe a mis hermanos, anunciando el Evangelio a todos los hombres y mujeres. En esta ocasión, además, esta Capital va a ser lugar de un encuentro privilegiado y excepcional por una cita histórica: junto con Obispos de todo el Continente americano presentaré mañana en la Basílica de Guadalupe los frutos del Sínodo que hace más de un año se celebró en Roma.

Los Obispos de América trazaron entonces los rasgos fundamentales de la acción pastoral del futuro que, desde la fe que compartimos, deseamos responda en plenitud al plan salvífico de Dios y a la dignidad del ser humano en el marco de sociedades justas, reconciliadas y abiertas a un progreso técnico que sea convergente con el necesario progreso moral. Tal es la esperanza de los Obispos y de los fieles que expresan su fe católica en español, inglés, portugués, francés o en las múltiples lenguas propias de las culturas indígenas, que representan las raíces de este continente de la esperanza.

Esta tarde, en la sede de la Nunciatura tendré el gozo de firmar la Exhortación apostólica en la que he recogido las ideas y propuestas expresadas por el Episcopado de América. A través de la nueva evangelización la Iglesia quiere revelar mejor su identidad: estar más próxima a Cristo y a su Palabra; manifestarse auténtica y libre de condicionamientos mundanos; ser mejor servidora del hombre desde una perspectiva evangélica; ser fermento de unidad y no de división de la humanidad que se abre a nuevos, dilatados y aún no bien perfilados horizontes.

2. Me complace saludar ahora al Licenciado Ernesto Zedillo Ponce de León, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, agradeciéndole las amables palabras que ha querido dirigirme para darme la bienvenida. En su persona, Señor Presidente, saludo a todo el pueblo mexicano, este noble y querido pueblo que trabaja, reza y camina en busca de un futuro siempre mejor en las amplias llanuras de Sonora o de Chihuahua, en las selvas tropicales de Veracruz o de Chiapas, en los hacendosos centros industriales de Nuevo León o de Coahuila, a los pies de los grandes volcanes que emergen en los serenos valles de Puebla y de México, en los acogedores puertos del Atlántico y del Pacífico. Saludo también a los millones de mexicanos que viven y trabajan más allá de las fronteras patrias. Siendo éste un viaje con un matiz continental, saludo también a todos los que de un modo u otro están siguiendo estos actos.

Saludo entrañablemente a mis Hermanos en el Episcopado; en particular, al Señor Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, al Presidente y miembros de la Conferencia del Episcopado Mexicano, así como a los demás Obispos que han venido de otros Países para participar en los actos de esta Visita pastoral y de este modo renovar y fortalecer los estrechos vínculos de comunión y afecto entre todas las Iglesias particulares del Continente americano. En este saludo mi corazón se abre también con gran afecto a los queridos sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y fieles, a los que me debo en el Señor. Quiera Dios que esta Visita que hoy comienza sirva de ánimo a todos en el generoso esfuerzo por anunciar a Jesucristo con renovado ardor ante el nuevo milenio que se acerca.

3. El pueblo mexicano, desde que me acogió hace veinte años con los brazos abiertos y lleno de esperanza, me ha acompañado en muchos de los caminos recorridos. He encontrado mexicanos en las audiencias generales de los miércoles y en los grandes acontecimientos que la Iglesia ha celebrado en Roma y en otros lugares de América y del mundo. Aún resuenan en mis oídos los saludos con que siempre me acogen: ¡México siempre fiel y siempre presente!

Llego a un país donde la fe católica sirvió de fundamento al mestizaje que transformó la antigua pluralidad étnica y antagónica en unidad fraternal y de destino. No es posible, pues, comprender a México sin la fe traída desde España a estas tierras por los doce primeros franciscanos y cimentada más tarde por dominicos, jesuitas, agustinos y otros predicadores de la Palabra salvadora de Cristo. Además de la obra evangelizadora, que hace del catolicismo parte integrante y fundamental del alma de la Nación, los misioneros dejaron profundas huellas culturales y prodigiosas muestras del arte que son hoy motivo de legítimo orgullo para todos los mexicanos y rica expresión de su civilización.

Llego a un país cuya historia recorren, como ríos a veces ocultos y siempre caudalosos, tres realidades que unas veces se encuentran y otras revelan sus diferencias complementarias, sin jamás confundirse del todo: la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas que amaron Juan de Zumárraga y Vasco de Quiroga, a quienes muchos de esos pueblos siguen llamando padres; el cristianismo arraigado en el alma de los mexicanos; y la moderna racionalidad, de corte europeo, que tanto ha querido enaltecer la independencia y la libertad. Sé que no son pocas las mentes clarividentes que se esfuerzan en que estas corrientes de pensamiento y de cultura consigan conjugar mejor sus caudales mediante el diálogo, el desarrollo sociocultural y la voluntad de construir un futuro mejor.

Vengo a Ustedes, mexicanos de todas las clases y condiciones sociales, y a Ustedes, hermanos del Continente americano, para saludarles en nombre de Cristo: el Dios que se hizo hombre para que todos los hombres pudieran tomar conciencia de su llamada a la filiación divina en Cristo. Junto con mis hermanos Obispos de México y de toda América, vengo a postrarme ante la tilma del Beato Juan Diego. Pediré a Santa María de Guadalupe, al final de un milenio fecundo y atormentado, que el próximo sea un milenio en el que en México, en América y en el mundo entero se abran vías seguras de fraternidad y de paz. Fraternidad y paz que en Jesucristo pueden encontrar bases seguras y espaciosos caminos de progreso. Con la paz de Cristo, deseo a los mexicanos éxito en la búsqueda de la concordia entre todos, ya que constituyen una gran Nación que los hermana.

4. Sintiéndome ya postrado ante la Morenita del Tepeyac, Reina de México y Emperatriz de América, desde este momento encomiendo a sus maternos cuidados los destinos de esta Nación y de todo el Continente. Que el nuevo siglo y el nuevo milenio favorezcan un renacer general bajo la mirada de Cristo, vida y esperanza nuestra, que nos ofrece siempre los caminos de fraternidad y de sana convivencia humana. Que Santa María de Guadalupe ayude a México y América a caminar unidos por esas sendas seguras y llenas de luz.



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