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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CEREMONIA DE ENTREGA
DEL PREMIO INTERNACIONAL CARLOMAGNO


Miércoles 24 de marzo de 2004

 

Ilustre señor alcalde;
apreciados miembros del jurado del premio Carlomagno;
eminencias reverendísimas;
excelencias;
estimados huéspedes;
distinguidos señores: 

1. Doy a todos una cordial bienvenida aquí, en el Vaticano. Dirijo un saludo particular a los representantes de la ciudad de Aquisgrán, encabezados por el alcalde, señor Linden, y a los huéspedes de la República federal de Alemania. Conscientes de que a la Iglesia católica le interesa la unión de Europa, habéis venido aquí para rendir homenaje al Sucesor de Pedro con el premio internacional Carlomagno. Si hoy puedo recibir este premio otorgado de modo extraordinario y único, lo hago con gratitud a Dios omnipotente, que ha colmado a los pueblos europeos del espíritu de reconciliación, paz y unidad.

2. El premio, con el cual la ciudad de Aquisgrán suele honrar los méritos con respecto a Europa, lleva con razón el nombre del emperador Carlomagno. En efecto, el rey de los francos, que constituyó a Aquisgrán como capital de su reino, dio una contribución esencial a los fundamentos políticos y culturales de Europa y, por tanto, mereció recibir ya de sus contemporáneos el nombre de pater Europae. La feliz unión de la cultura clásica y de la fe cristiana con las tradiciones de diversos pueblos se realizó en el imperio de Carlomagno y se ha desarrollado de varias formas como herencia espiritual y cultural de Europa a lo largo de los siglos. Aunque la Europa moderna presenta, en muchos aspectos, una realidad nueva, en la figura histórica de Carlomagno se puede ver un elevado valor simbólico.

3. Hoy la unidad europea, que va creciendo, tiene también otros padres. Por una parte, no se debe subestimar a los pensadores y políticos que han dado y dan prioridad a la reconciliación y al crecimiento conjunto de sus pueblos en vez de insistir en sus propios derechos y en la exclusión. En este contexto, quisiera recordar a los que han sido premiados hasta ahora; a algunos de ellos podemos saludarlos, porque están presentes aquí. La Sede apostólica reconoce y estimula su actividad y el compromiso de muchas otras personalidades en favor de la paz y la unidad de los pueblos europeos. Doy las gracias en particular a todos los que han puesto sus fuerzas al servicio de la construcción de la casa común europea sobre la base de los valores transmitidos por la fe cristiana, como también sobre la base de la cultura occidental.

4. Al encontrarse la Santa Sede en territorio europeo, la Iglesia mantiene relaciones particulares con los pueblos de este continente. Por eso, desde el inicio la Santa Sede ha participado en el proceso de la integración europea. Después de los horrores de la segunda guerra mundial, mi predecesor Pío XII, de venerada memoria, manifestó el vivo interés de la Iglesia apoyando explícitamente la idea de la formación de una "unión europea", sin dejar dudas sobre el hecho de que para una afirmación válida y duradera de dicha unión es necesario referirse al cristianismo como factor que crea identidad y unidad (cf. Discurso a la Unión de federalistas europeos en Roma, 11 de noviembre de 1948).

5. Ilustres señores y señoras, ¿con cuál Europa se debería soñar hoy? Permitidme trazar aquí un rápido esbozo de la visión que tengo de una Europa unida.

Pienso en una Europa sin nacionalismos egoístas, en la que se considere a las naciones como centros vivos de una riqueza cultural que merece ser protegida y promovida en beneficio de todos.

Pienso en una Europa en la que las conquistas de la ciencia, de la economía y del bienestar social no se orienten a un consumismo sin sentido, sino que estén al servicio de todo hombre que pase necesidad y de la ayuda solidaria a los países que tratan de alcanzar la meta de la seguridad social. Ojalá que Europa, que ha sufrido a lo largo de su historia tantas  guerras  sangrientas,  se convierta en un factor activo de la paz en el mundo.

Pienso en una Europa cuya unidad se funde en la verdadera libertad. La libertad de religión y las libertades sociales han madurado como frutos valiosos en el humus del cristianismo. Sin libertad no existe responsabilidad:  ni ante Dios ni ante los hombres. Sobre todo después del concilio Vaticano II, la Iglesia ha querido dar un amplio espacio a la libertad. El Estado moderno es consciente de que no puede ser un Estado de derecho si no protege y promueve la libertad de los ciudadanos en sus posibilidades de expresión, tanto individuales como colectivas.

Pienso en una Europa unida gracias al compromiso de los jóvenes. Los jóvenes se comprenden entre sí con gran facilidad, más allá de los confines geográficos. Pero, ¿cómo puede nacer una generación de jóvenes que esté abierta a la verdad, a la belleza, a la nobleza y a lo que es digno de sacrificio, si en Europa la familia ya no se presenta como una institución abierta a la vida y al amor desinteresado? Una familia de la que también forman parte los ancianos, con vistas a lo que es más importante:  la mediación activa de los valores y del sentido de la vida.

La Europa que tengo en la mente es una unidad política, más aún, espiritual, en la que los políticos cristianos de todos los países actúan conscientes de las riquezas humanas que lleva consigo la fe:  hombres y mujeres comprometidos a hacer que esos valores sean fecundos, poniéndose al servicio de todos para una Europa del hombre, sobre el que resplandezca el rostro de Dios.

Este  es el sueño que llevo en mi corazón y que en esta ocasión quisiera confiarle a usted y a las generaciones futuras.

6. Distinguido señor alcalde, quisiera darle las gracias una vez más a usted y al jurado del premio Carlomagno. Imploro de corazón abundantes bendiciones de Dios sobre la ciudad y la diócesis de Aquisgrán, y sobre todos los que trabajan en favor del verdadero bien de los hombres y de los pueblos de Europa.

 



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