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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LA PRENSA CON MOTIVO DE HABER SIDO GALARDONADO
CON EL PREMIO INTERNACIONAL DE LA PAZ DE LA FUNDACIÓN BALZAN


Jueves 7 de marzo de 1963

 

Estimados señores:

Existe la costumbre de que la persona que ha sido galardonada con un premio internacional diga alguna palabras para la prensa. Para Nos el acoger a sus representantes es cosa completamente natural, ya lo sabéis. Apreciamos, en efecto, la labor que desarrolláis y la hemos comentado en recientes encuentros exhortando a vuestros colegas a dedicarse al servicio de la verdad y de la justicia: la verdad surgió de la tierra y la justicia brotó desde el cielo (Salmo 84,12),

Habiendo recibido el primero de marzo la noticia de que se nos había concedido el premio internacional de la Paz de la Fundación Balzan, hemos querido acceder a esta costumbre y aprovechar vuestra cortesía para renovar públicamente nuestra gratitud a los miembros de la Fundación Balzan y al comité que concede los premios. ¡Cómo no experimentar una gozosa emoción al advertir la unanimidad que se ha centrado en nuestro humilde nombre!

No se trata ciertamente de nuestro apellido, sino del que elegimos para la sucesión de San Pedro. Por ello comprenderéis que estamos obligados a evocar aquí, ante todo, los venerables nombres de nuestros predecesores, por lo menos de los cinco que Nos hemos conocido en el curso de nuestra vida.

Desde León XIII a Pío XII hay todo un florecer de enseñanzas, de consejos, de acción pastoral y caritativa, que ha preparado este asentimiento universal, tan felizmente manifestado cuando se ha tratado de concedernos el premio de la Fundación Balzan.

Se ha rendido homenaje a la constante acción de la Iglesia y del Papado en favor de la paz, acción cuyas notas características han hecho aparecer más claramente las circunstancias de los tiempos modernos. Pues sin quitar nada de lo esencial de la libre y completa soberanía del Pontífice Romano, han favorecido en el plano de las disputas internacionales —armadas o simplemente de palabra— la perfecta neutralidad supranacional de la Iglesia y de su jefe visible.

Esta neutralidad no debe entenderse en un sentido meramente pasivo, como si el papel del Papa se limitara a observar los acontecimientos y quedarse callado. Al contrario, es una neutralidad que conserva todo su vigor de testimonio. Ansiosa de propagar los principios de la verdadera paz, la Iglesia no ceja de alentar la adopción de un lenguaje y la introducción de costumbres e instituciones que garanticen la estabilidad. Lo hemos dicho en muchas ocasiones: la acción de la Iglesia no es puramente negativa, no consiste solamente en conjurar a los Gobiernos a que eviten el recurso de la fuerza armada; es una acción que quiere contribuir a formar hombres de paz, hombres que tengan pensamientos, corazón y manos pacíficas.

Los pacíficos proclamados dichosos en el Evangelio no son inactivos: al contrario, son los activos artesanos de la paz, son los que la construyen: “factores pacis” (cfr. Mt 5,9).

En el curso de la liturgia de la misa, en todos los ritos y en todas las lenguas, resuena en muchas ocasiones la palabra de Cristo: ¡Pax vobis! ¡Que la paz sea con vosotros! El celebrante en nombre de la concurrencia dirige a Cristo, presente en el altar, la ardiente súplica muchas veces repetida y entonada con vigor por las capillas musicales: ¡Danos la paz! Así es como el hombre ha de implorar; luego necesita aprender a vivir: en el hogar, en las relaciones sociales y en las relaciones internacionales.

Hay aquí un conjunto de deberes, graves y bien conocidos, que suponen que se es capaz de disciplinar noblemente el uso de los propios derechos y de emplear un lenguaje sereno y respetuoso para con todos, aun cuando haya que rechazar una acusación o defender el patrimonio sagrado de la persona humana, de la familia y de la colectividad.

Es decir, que la paz cristiana está enraizada en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; afirmándose y difundiéndose por el ejercicio generoso y voluntario de la prudencia y justicia, fortaleza y templanza.

Que estos pensamientos pacíficos, estimados señores, se extiendan más y más por el mundo. Será en parte obra vuestra, pues a través de la prensa llegarán principalmente a la inteligencia y al corazón de los hombres. Podréis de esta forma conseguiros el precioso testimonio de haber contribuido a realizar el deseo del Cielo en el nacimiento del Redentor: Paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 1,14).

Este es nuestro deseo para todas las naciones que aquí representáis. Que conozcan siempre los beneficios de la concordia y de la prosperidad y sean colmados de bendiciones celestiales, que de todo corazón invocamos para cada una de ellas en estos momentos.

 



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