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ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN XXIII
EN LA BENDICIÓN DE LA PRIMERA PIEDRA
DEL «COLEGIO JUAN XXIII» DEL INSTITUTO DE MISIONES EXTRANJERAS

Lunes 18 de marzo de1963

 

Venerables hermanos y queridos hijos:

El motivo que aquí nos ha reunido, con íntimo gozo espiritual, despliega ante la mirada emocionada la luz de un nuevo e inesperado horizonte de apostolado misionero, causa siempre, en todo tiempo, de santa alegría para quien vive el anhelo perenne de Cristo y de su reino: “Marchad y enseñad a todos los pueblos. Predicad el Evangelio a todas las criaturas” (cfr. Mt 28,19; Mc 16,15).

La bendición de la primera piedra de los cimientos del nuevo colegio que el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán va a iniciar en Sotto il Monte —la humilde tierra natal de donde procede el siervo de los siervos del Señor que os habla— más que cualquier referencia a los lugares y personas tan queridas para Nos, alegra a cuantos siguen, con vivo ardor misionero, cualquier incremento que se anuncie en este punto de la preocupación por todas las iglesias.

Corona prometedora de solicitudes apostólicas

Nos es vivamente grato saludar a la representación de las instituciones directoras de la actividad misionera. Pero deseamos congratularnos aquí, especialmente, con el señor cardenal prefecto de propaganda y con el venerable obispo de Bérgamo, la diócesis de nuestro primer sacerdocio.

Este rito de la bendición de la primera piedra se ha repetido ya en otras ocasiones en estas salas vaticanas, o ha tenido diversas expresiones, subrayado siempre por una amable correspondencia a nuestras paternales indicaciones. Nos place recordar nuestra visita al Colegio de la Nación Filipina, al venerable Colegio Beda y al Estudiantado Internacional de los Trapenses; la bendición reciente de la primera piedra del Seminario Lombardo y la del Seminario de la Virgen Santísima de Guadalupe para el clero que se está formando en Verona para las diócesis de la América Latina.

Deseamos estar espiritualmente presentes en todas partes, multiplicando las muestras de nuestra sensibilidad en este punto de la preparación de los futuros sacerdotes y misioneros.

Especialmente memorable fue la bendición de la primera piedra del segundo Colegio Urbano de Propaganda Fide. Gracias a Dios, por la multiplicación benéfica Y prometedora de las vocaciones, el actual majestuoso edificio del Janículo se va a reservar solamente los alumnos de los cursos de teología. Y con el tiempo tampoco será suficiente.

Motivos de ferviente agradecimiento al Señor

Venerables hermanos y queridos hijos: Todo es, Pues, una suma de esperanza; bravos hijos que se lanzan al apostolado perenne de la Santa Iglesia con un entusiasmo generoso, que arranca alientos y admiración.

A este respecto permítasenos repetir una vez más el motivo incesante de gratitud que brota de nuestra alma para con el Señor. “Es el Señor” (Jn 21,7). Si alguna actividad realiza la humildad y la indigencia de nuestra persona, es bastante para enrojecernos, confundirnos y confiar.

Los primeros cuarenta años de nuestra vida los gastamos, primero, para la preparación al sacerdocio, y luego, cooperando en el apostolado pastoral de nuestra tierra natal. A los cuarenta años —precisamente edad óptima para cualquier actividad humana— la misteriosa llamada a Propaganda Fide, que dio una dirección inesperada y definitiva a nuestra vida, fue el comienzo de aquel empeño misionero, que desde 1921 ya no se detuvo nunca, a pesar de la creciente variación de las tareas que se nos encomendaron.

Ya comprenderéis, pues, el gozo de nuestro corazón al conocer la noticia de la erección de un colegio misionero en Sotto il Monte, junto a la casa donde nacimos, junto a la querida y modesta iglesia de Santa María, la iglesia de nuestro bautismo, de la primera comunión y de la primera misa y de todas las hermosas y queridas devociones aprendidas en la niñez y en la edad tranquila y madura, que nos llevaron a las alturas del ministerio sagrado de las almas.

Auténticas glorias de un gran Instituto

El fresco brote de esta última hora comienza su realización con el rito de hoy. De nuestras manos apostólicas la piedra bendita pasa a las del carísimo obispo de Bérgamo. De este modo, remontándonos a hace más de un siglo, nos unimos al gesto del 1 de diciembre de 1850, en que todos los obispos de la provincia lombarda bautizaron el Instituto de Misiones Extranjeras de los santos Ambrosio y Carlos. ¡Qué espectáculo: aquella reunión pontifical de personas sagradas! En el centro un bergamasco, Carlos Bartolomé Romilli,, arzobispo metropolitano de Milán, y como magnifica corona en torno a él —evocamos a título de honor los nombres— los venerables obispos Jerónimo Verzeri, de Brescia, bergamasco también; Cayetano de Lodi, otro bergamasco; Juan Corti, de Mantua; Carlos Romanó, de Corno: Antonio Novasconi, de Cremona; Carlos Gritti Morlacchi, ordinario de Bérgamo; José Sanguettola, de Crema; Angel Ramazzotti, de Pavía.

Su aliento se renueva con la solemnidad del gesto de hoy, ligando a una el pasado, el presente y el futuro en un vínculo áureo de confortadora certeza en la que se nutren las esperanzas futuras (cfr. A. G. Roncalli, Escritos y discursos, III, págs. 484-485).

El Papa en el vértice de la caridad misionera

Nos place hacer público aquí, por lo menos sumariamente, el contenido substancial de la nota que enviamos al Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán, con fecha del 12 de marzo de 1962.

El haber escogido el lugar de nacimiento del Papa para una casa de formación misionera tiene alta y cara significación. No desconocen los beneméritos padres del P. M. E. que por la invitación de 1921 del papa Benedicto XV y por el alentador escrito del venerable cardenal Andrés Carlos Ferrari, arzobispo de Milán, casi moribundo, se le pedía al humilde sacerdote bergamasco que ahora os habla el sagrado tributo de una obediencia que debía disponer gradualmente su vida desde las modestas ocupaciones de la reorganización de la Obra de la Propagación de la Fe a las solicitudes más altas y más sagradas de la conquista apostólica misionera.

Dispusimos entonces que de nuestro fondo personal se tomase y transmitiese una cierta suma a los padres de la Congregación del P. I. M. E. de Milán, para la adquisición de la antigua casa situada en el camino de Brussico, la que fue morada nuestra en los primeros diez años de nuestra vida, los únicos —los años de la infancia— que pasamos ininterrumpidamente en Sotto il Monte.

Triple augurio para las actividades futuras

“Quiera el Señor —augurábamos hace un año— bendecir y aceptar el voto de que allá y en las inmediaciones surja lo más pronto posible, florezca y se desarrolle el estudiantado misionero, para honor de la Italia católica, en beneficio y edificación de nuestras buenas poblaciones, para dilatación del reino de Cristo en el mundo”.

Acompañando el próximo comienzo de los trabajos, nos brota un triple voto del corazón, como aliento y recuerdo de esta memorable jornada:

I. Que la población de Sotto il Monte, más aún que por haber sido la tierra natal de un sucesor de San Pedro, se alegre de que en medio de sus campos y viñedos el Señor se haya dignado proveer a la preparación de los futuros misioneros. Alégrese de guardar en las lomas de sus colinas un faro de luz misionera, de corazones palpitantes en amor a Dios y a las almas, latidos de afán impaciente que baten al unísono con el corazón del Papa.

II. Que la tierra de Lombardía, llena de empresas y de entusiasmos por todas las cosas grandes y bellas, responda a la gracia de esta nueva fundación, a porfía fraternal con todas las ya existentes, multiplicando las más bellas flores de su juventud, con el afán de ascender por el camino del verdadero progreso, humano y cristiano.

El intercambio de amor efectivo y generoso con los nuevos países que piden corazones abiertos y brazos apostólicos es el más alto título de honor para las antiguas comunidades apostólicas, cuya sensibilidad y madurez se mide con seguridad, ante todo por el número de sus vocaciones

misioneras.

III. Para toda la Iglesia, finalmente, que este rito de sentido universal sea estímulo de un nuevo vigor en la caridad misionera, que, con ardor nuevo y con todos los medios con que puede servirse la prudencia humana y cristiana, se dirija al corazón de las gentes.

Lo que dijimos en el discurso de clausura de la primera sesión del Concilio hoy lo repetimos con emocionada admiración: entre los frutos que se esperan de las sesiones ecuménicas se encuentra también el de una “nueva atención por parte de los hijos de las antiguas y gloriosas civilizaciones, a las cuales nada podrá arrancarles la luz cristiana, para que en lo posible —corno ya ha sucedido otras veces en la Historia— secunden brotes fecundos de vigor religioso, de progreso humano” (8 de diciembre de 1962).

“Levántate e ilumínate, Jerusalén”

La primera piedra del nuevo colegio misionero adquiere un valor más preciso e intenso en esta época del Concilio Ecuménico, a la luz de las esperanzas que el gran acontecimiento ha encendido en el mundo. Y aparece también para un futuro próximo como irradiación inextinguible de nuevas energías, que, interpretando el ansia maternal de la Iglesia, difundirán su benéfico influjo, con el que los pueblos conseguirán frutos fecundos de civilización y de paz, exultante y gloriosa.

Venerables hermanos y queridos hijos: A nuestros votos acompañamos una oración ferviente y confiada, fundada en las promesas del Señor a su Iglesia, a la nueva Jerusalén, que extiende sus brazos a todas las naciones del mundo: ¡Oh visión bíblica siempre inspiradora!:

“Surge, ilumínate, Jerusalén... Levanta en tu derredor los ojos y mira: todos éstos están congregados y han venido a ti” (Is 60,14,11).

El Señor, que nos ha preparado este nuevo gozo profundo, sabrá traer la continua fecundidad para su Iglesia. “A Él solamente el honor y la gloria” (1 Tt 1,17).

Esta exultante inspiración bíblica nos lleva a invocar la asistencia divina sobre el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras y sobre todos vosotros, queridos hijos, que traéis ante nuestros ojos el campo vastísimo del trabajo pastoral y misionero, y a confirmar nuestros votos augurales con nuestra bendición apostólica.

 



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