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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN LA CEREMONIA DE FIRMA DE LA ENCÍCLICA
PACEM IN TERRIS

Martes Santo, 9 de abril de 1963

 

Ya está a punto la carta encíclica Pacem in terris para tomar los amplios caminos del mundo, y nuestro espíritu —como es fácil suponer— está todo él embargado de profunda emoción. Ante todo por el mismo tema del documento —la paz—, que responde al primordial anhelo de la familia humana y, además, por la fecha que hemos querido asignarle, el Jueves Santo, la Cena del Señor.

¡Cuán suavemente resuenan las expresiones de Jesús a sus discípulos , antes de su Pasión y Muerte pro mundi vita por la redención y salvación de todos los hombres!

En el encabezamiento mismo de la encíclica brilla la luz de la divina revelación que da la substancia viva de todo el pensamiento. Pero las líneas doctrinales brotan también de las exigencias íntimas de la naturaleza humana y caen, las más de las veces, dentro de la esfera del derecho natural. Esto explica una innovación peculiar de este documento, dirigido no sólo al episcopado de la Iglesia universal, al clero y a los fieles de todo el mundo, sino también “a todos los hombres de buena voluntad”. La paz universal es un bien que interesa indistintamente a todos los humanos; a todos, por tanto, hemos querido abrir nuestro espíritu.

La encíclica se desarrolla en cinco partes diferentes: Relaciones del hombre con el hombre; de los hombres con los Poderes públicos; de las comunidades políticas entre sí; de los seres humanos y de cada una de las comunidades políticas con la comunidad mundial, y, finalmente, la quinta parte contiene normas pastorales que saltan a primera vista.

Con todo esto no sólo hemos pretendido ilustrar los cimientos del edificio de la paz, esto es, el respeto del orden establecido por Dios y la tutela de la dignidad de la persona humana, sino que hemos indicado, además, los diversos planos sobre los que ha de alzarse el edificio e incluso las mismas piedras necesarias para su construcción, sin excluir a nadie de la invitación para aportar su contribución personal. Pero, sobre todo, nos dirigimos a los hijos de la Iglesia, haciéndonos eco vibrante del mandamiento de Cristo: “Id y enseñad”, y les decimos con ímpetu apostólico: “Llevad la paz, difundid los beneficios”.

Abrigamos la esperanza de que los hombres querrán dispensar una grata acogida y abrir el corazón al mensaje de la encíclica Pacem in terris. Nos, mientras tanto, seguiremos su trayectoria con nuestra plegaria y con el afecto vivísimo que abraza a todas las gentes.

 



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