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SOLEMNE RITO DE LA CORONACIÓN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI

Plaza de San Pedro
Domingo 30 de junio de 1963

 

El espectáculo que en esta memorable hora se ofrece ante nuestros ojos es tan solemne, tan magnífico y tan expresivo, que no puede por menos que impresionar a nuestra alma, y pide silencio mejor que palabras: una tácita meditación en vez de un discurso.

Pero es nuestro deber hablar como si en realidad el clementísimo Señor deseara públicamente mostrar su misericordia y su bondad hacia nosotros, por lo que elevamos nuestro agradecimiento junto con el respeto y la fe de las personas y de los pueblos.

Ante todo, aunque temblorosos, Nos adoramos las misteriosas disposiciones de Dios, que quiso imponer sobre nuestras humildes fuerzas el peso inmenso, pero incomparablemente valioso, de la Iglesia católica, que es lo más grande y santo que hay en la tierra. En efecto: fue fundada por Cristo y redimida por su sangre; es una esposa inmaculada y confiada; es la Madre de todos los pueblos que han dado su nombre a Cristo y se adhieren a Él con fe; es, finalmente, la luz y la esperanza de todas las criaturas.

La carga impuesta sobre Nos es, por tanto, muy pesada, y sucumbiríamos a ella si no estuviéramos convencidos, por una parte, de que Dios, para manifestar más claramente su poder y su gloria, escoge para sus grandes empresas débiles instrumentos humanos, y de otra, de que la Divina Providencia otorga más abundantes bienes cuando las necesidades son más graves."

Seguidamente, Su Santidad comenzó a hablar en otros idiomas.

Italiano:

Invocamos también la ayuda de San Pedro, el apóstol a quien, aunque indignamente, Nos sucedemos. Si bien él vaciló en una ocasión, él, que obtuvo la solidez de la piedra, según la oración de Jesús, de quien recibió las llaves del supremo poder, no dejará de cubrirnos con el manto de su protección.

Y os miramos, eminentísimos miembros del Sacro Colegio; a vosotros, venerables hermanos en el episcopado; a vosotros, queridos hijos, sacerdotes, religiosos y religiosas; a vosotros, hombres y mujeres, fieles criaturas de Dios, miembros del Cuerpo Místico de Cristo: Genus electum, regale sacerdotium gens sancta, populus adquisitionis. Miremos a la Iglesia, a esta Iglesia romana que preside en la caridad a toda la Iglesia de Dios en la Tierra, una, santa, católica y apostólica.

Y ante toda la Iglesia, Nos, temblorosos, pero confiados, aceptamos las llaves del Reino de los Cielos, pesadas, pero poderosas llaves, saludables y misteriosas, que Cristo confió al pescador de Galilea, hecho Príncipe de los Apóstoles, y que ahora se nos han transmitido a nosotros.

Este rito habla con voz elocuente de la autoridad conferida a Pedro y, consiguientemente, a los que le sucedemos. Sabemos que esta autoridad que tenemos y veneramos nos convierte en maestro y pastor con absoluto poder sobre la Iglesia romana y sobre la Iglesia universal. Urbi et orbi irradia ahora nuestro divino mandato. Pero justamente porque hemos sido elevados a la cumbre de la Iglesia militante, nos sentimos al mismo tiempo colocados en el más bajo puesto como siervo de los siervos de Dios. La autoridad y la responsabilidad aparecen así maravillosamente conectadas; la dignidad, con la humildad; el derecho, con el deber; el poder, con el amor.

No olvidemos la admonición de Cristo, de quien somos ahora Vicario: “Que el más grande entre vosotros sea el más pequeño y que el jefe se convierta en siervo”. Consiguientemente tenemos conciencia en este momento de asumir una sagrada, solemne y grave misión: la de continuar y extender sobre la Tierra la misión de Cristo.

Asumimos esta misión a la luz de la historia de la Iglesia, cuya vital cohesión se deriva de Nuestro Señor Jesucristo, que la fundó y conformó y que de una manera viva y misteriosa la protege con amor a través de los siglos.

Asumimos a la luz de la historia de la Iglesia nuestra misión, de esta historia presente de la que ya conocemos y cada vez nos llevará a conocer mejor la estructura, los acontecimientos, las riquezas, las necesidades, y de la que oímos, como si fueran voces que nos hablan, su vitalidad, sus graves sufrimientos, la común preocupación y la floreciente espiritualidad.

Reanudaremos con la mayor reverencia la obra de nuestros predecesores, defenderemos a la Santa Iglesia de los errores doctrinales y de costumbres que dentro y fuera de sus fronteras están amenazando su integridad y ensombreciendo su belleza. Procuraremos preservar e incrementar la virtud pastoral de la Iglesia, que se presenta, libre y pura, en su propia actitud como Madre y Maestra, amante de sus hijos, respetuosa y paciente, pero invitando cordialmente a unirse a ella a todos aquellos que no están todavía en su seno.

Reanudaremos, como ya hemos anunciado, el Concilio Ecuménico, y pedimos a Dios que este magno acontecimiento confirme la fe en la Iglesia, vitalice sus energías morales, la fortalezca y la adapte mejor a las exigencias de nuestro tiempo. Y así se ofrezca a los hermanos cristianos separados de su perfecta unidad, de una manera que haga posible su reintegración en el Cuerpo Místico de la única Iglesia católica en la verdad y la caridad, fácil y jubilosamente.

Francés:

Venerables hermanos y queridos hijos que estáis presentes aquí o que escucháis nuestra voz, permitid al nuevo Papa que recurra ahora a una lengua más extendida y comprendida para declarar humilde pero firmemente en esta aurora de su pontificado cuáles son los sentimientos que le animan y qué actitud cree adoptar respecto a los comunidades católicas, a las Iglesias separadas y al mundo moderno.

La Iglesia considera como una riqueza incomparable la variedad de lenguas y ritos por medio de los cuales se expresa su diálogo con el cielo. Las comunidades orientales portadoras de antiguas y nobles tradiciones aparecen ante nuestros ojos como dignas de todo honor, estima y confianza. Nos las exhortamos amorosamente a que perseveren en lo que les da noble título de gloria: la fidelidad más absoluta a sus orígenes y la vinculación sin desmayo al sucesor de Pedro, centro propulsor del apostolado del Cuerpo Místico de Cristo.

Nos dirigimos también a aquellos que, sin pertenecer a la Iglesia católica, están unidos a nosotros, por el lazo poderoso de la fe y el amor al Señor y marcados por el sello del único bautismo. Con respeto doble de inmenso deseo, el mismo que desde hace mucho tiempo anima a muchos de ellos, ambicionamos el día que ha de llegar en que, después de largos siglos de funesta separación, se realice perfectamente la oración de Cristo en la víspera de su muerte: Ut sint unum (Que todos sean uno). De esta forma recibimos la herencia de nuestro inolvidable predecesor Juan XXIII, que con la inspiración del Espíritu Santo hizo nacer en este aspecto inmensas esperanzas, que Nos consideramos un deber y un honor no malograr.

Como él, no nos hacemos ilusiones en cuanto a los graves problemas que han de ser resueltos y sobre la gravedad de los obstáculos que habremos de vencer. Pero confiando en el lema del gran apóstol, cuyo nombre hemos escogido —la verdad y la caridad—, deseamos, utilizando sólo estas armas de la verdad y de la caridad, proseguir el diálogo iniciado y, en la medida de nuestras fuerzas, continuar la empresa impulsada ya.

Pero más allá de las fronteras del cristianismo hay otro diálogo en el cual la Iglesia está empeñada hoy: el diálogo con el mundo moderno. En un examen superficial, el hombre de hoy puede aparecer como cada vez más extraño a todo lo que representa orden religioso y espiritual, consciente de los progresos de la ciencia y de la técnica, embriagado por los éxitos espectaculares en unos dominios inexplorados hasta ahora, parece haber divinizado su propio poderío y querer prescindir de Dios. Pero tras este grandioso escenario es fácil descubrir las voces profundas de este mundo moderno, que también está movido por el espíritu y la Gracia. Y pide este mundo moderno no sólo progreso humano y técnico, sino también justicia y una paz que no sea sólo una precaria suspensión de hostilidades entre las naciones o entre las clases sociales, que permitan el entendimiento y la colaboración entre los hombres y los pueblos, en una atmósfera de mutua confianza. En servicio de esta causa, el mundo moderno se muestra capaz de practicar en grado asombroso virtudes de fuerza y valor, espíritu de empresa, entrega y sacrificio. Lo decimos sin ninguna vacilación: Todo esto es nuestro. Y como prueba sólo citamos la inmensa ovación que se ha elevado de todas partes ante la voz de un Papa que invitaba a los hombres a organizar la sociedad en la fraternidad y en la paz. Estas voces profundas del mundo, Nos las escucharemos. Con la ayuda de Dios y el ejemplo de nuestros predecesores, continuaremos ofreciendo incansablemente a la humanidad de hoy el remedio a sus males, la respuesta a sus peticiones. ¿Será escuchada nuestra voz?

Inglés:

Deseamos ahora dirigirnos a nuestros venerables hermanos y amadísimos hijos que utilizan el idioma inglés para llevarles unas palabras de salutación y bendición en su propia lengua. Extendiéndose desde vuestro suelo de las Islas Británicas a todos los continentes y a todos los rincones de la Tierra, vuestra lengua proporciona una notable contribución a la obra de incrementar el entendimiento y la unidad entre las naciones y las razas.

Como nuestros venerables predecesores en el trono de San Pedro, Nos intentamos también dedicarnos a estimular una mayor comprensión mutua la caridad y la paz entre los pueblos, esa paz que nuestro bendito Señor nos dejó y que el mundo sin Él no puede dar. Exhortamos a nuestros hijos y a todos los hombres de habla inglesa con buena voluntad que se esfuercen y que recen para que esta inapreciable bendición sea disfrutada en la tierra, como anunciaron los ángeles cuando Cristo, nuestro Salvador, vino a este mundo.

Dando gloria a Dios en las alturas, impetramos sus más abundantes gracias sobre todos vosotros, sobre vuestras familias, pero especialmente para los niños, los enfermos y los que sufren, y a todos, Nos impartirnos con nuestro paternal corazón una especial bendición apostólica.

Alemán:

Un especial saludo en esta hora de fiesta, y no en último lugar, da el Papa a los muy amados cristianos de habla alemana que están presentes aquí, especialmente a los católicos de Alemania, Austria y Suiza. El tesoro de vuestra lengua nos es muy familiar desde hace años.

Español:

Nuestro pensamiento va también, con particular afecto, al vasto inundo de la hispanidad. A todos aquellos pueblos que comparten una misma tradición católica y poseen un rico patrimonio espiritual en el que cifran sus glorias las tierras de San Isidoro y Santa Teresa, de Santa Rosa de Lima y de la Azucena de Quito, tantas naciones que rezan en la misma lengua y atraen sobre si la mirada complacida de Dios.

Con sus realidades y sus promesas, y en especial con su firme adhesión a la cátedra de Pedro y el fervor mariano que las distingue, hacen vibrar de emoción nuestro corazón de Padre y de Pastor y son motivo de que la Iglesia deposite en ellas, con su predilección, su esperanza.

Portugués:

Enviamos nuestros saludos a todos los dilectos hijos de lengua portuguesa. Saludamos a los de Portugal, tierra de Santa María, donde la Madre de Dios erigiera su altar de Fátima. Saludamos a los del Brasil, tierra de Santa Cruz, país del que conservamos un feliz recuerdo por el viaje que allí hicimos hace un año. A todos, nuestro paternal afecto.

Polaco:

Con nuestros mejores deseos enviamos nuestro saludo y bendición a nuestra amada Polonia, a la Polonia que siempre conserva la fe, donde viví hace años y a la que siempre conservamos cerca de nuestro corazón. Un saludo para Polonia.

Ruso:

Nuestros pensamientos están también con todo el Pueblo ruso, con respecto al cual pedimos a Dios Todopoderoso que le otorgue su bendición.

 



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