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XV ANIVERSARIO DE LA CORONACIÓN DEL SUMO PONTÍFICE

HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI

Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Jueves 29 de junio de 1978

 

Venerables hermanos e hijos amadísimos:

Las imágenes de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo ocupan hoy como nunca nuestro espíritu durante la celebración de este rito. No sólo porque nos las trae de nuevo, como de costumbre, el compás del año litúrgico, sino también por el significado particular que reviste para nosotros este XV aniversario de nuestra elección al Sumo Pontificado, cuando, cumplidos ya ochenta años, el curso natural de nuestra vida camina hacia el ocaso.

Pedro y Pablo: las "grandes y justas columnas" (San Clemente Romano, 1, 5, 2) de la Iglesia romana y de la Iglesia universal.

Los textos de la liturgia de la Palabra, que acabamos de escuchar, nos los presentan bajo un aspecto que suscita en nosotros profunda impresión: ahí tenéis a Pedro que renueva a lo largo de los siglos la gran confesión de Cesarea de Filipo; he ahí a Pablo que desde la cautividad romana deja a Timoteo el testamento más noble de su misión.

Queremos echar una mirada de conjunto a lo que ha sido el período durante el cual hemos tenido confiada por el Señor su Iglesia; y, considerándonos el último e indigno sucesor de Pedro, nos sentimos en este umbral supremo consolado y animado por la conciencia de haber repetido incansablemente ante la Iglesia y el mundo: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) ; y como Pablo, creemos que podemos decir: "He combatido el buen combate, he terminado mí carrera, he guardado la fe" (2 Tim 4, 7).

1. Tutela de la fe

Nuestro ministerio es el mismo de Pedro, al que Cristo confió el mandato de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22. 32) : es la misión de servir a la verdad de la fe y ofrecer esta verdad a cuantos la buscan, según una expresión estupenda de San Pedro Crisólogo: Beatus Petrus, qui in propria sede et vivit et praesidet, praestat quarentibus fidei veritatem (Ep. ad Eutichem, ínter Ep. S. Leonis Magni, XXV. 2; PL 54, 743-4).

En efecto, la fe es "más preciosa que el oro" (1 Pe 1. 7), dice San Pedro; no basta recibirla, sino que hay que conservarla incluso en medio de las dificultades ("per ignem, probatur", ib.).

Los Apóstoles fueron predicadores de la fe, incluso en la persecución, sellando su testimonio con la muerte, a imitación de su Maestro y Señor quien, según la hermosa fórmula de San Pablo, "hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilato" (1 Tim 6, 13).

Ahora bien, la fe no es resultado de la especulación humana (cf. 2 Pe 1, 16), sino el "depósito" recibido de los Apóstoles, quienes a su vez lo recibieron de Cristo al que ellos han "visto, contemplado y escuchado" (1 Jn 1, 1-3). Esta es la fe de la Iglesia, la fe apostólica.

La enseñanza recibida de Cristo se mantiene intacta en la Iglesia gracias a la presencia en ella del Espíritu Santo y a la misión especial confiada a Pedro, por quien Cristo oró: "Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe" (Lc 22, 32), y por la misión también del Colegio de los Apóstoles en comunión con él: "El que a vosotros oye, a mí me oye" (Lc 10, 16).

La función de Pedro se perpetúa en sus sucesores; tanto es así que los obispos del Concilio de Calcedonia pudieron decir, después de haber escuchado la Carta que les envió el Papa León: "Pedro ha hablado por boca de León" (cf. H. Grisar, Roma alla fine del tempo antico, I, 359).

El núcleo de esta fe es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre; Cristo, a quien Pedro confesó con estas palabras: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).

He ahí, hermanos e hijos, el propósito incansable, vigilante, agobiador que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca "la santa verdad" (A. Manzoni).

Recordemos, como confirmación de este convencimiento y para confortar nuestro espíritu que continuamente se prepara al encuentro con el justo Juez (cf. 2 Tim 4, 8), algunos documentos principales del pontificado que han querido señalar las etapas de este nuestro sufrido ministerio de amor y de servicio a la fe y a la disciplina; entre las Encíclicas y las Exhortaciones pontificias:

Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964; cf. AAS 56, 1964, págs. 609-659), que, en el alba del pontificado, trazaba las -líneas de acción de la Iglesia en sí misma y en su diálogo con el mundo de los hermanos cristianos separados, de los no cristianos, de los no creyentes;

Mysterium fidei sobre la doctrina eucarística (3 de septiembre de 1965; cf. AAS 57, 1965, págs. 753-774);

Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967; cf. AAS, ib., págs. 657-697), sobre la donación total de sí que caracteriza el carisma y el ministerio presbiteral;

— Evangelica testificatio (29 de junio de 1971; cf. AAS, ib., págs. 497-526), sobre el testimonio que, en perfecto seguimiento de Cristo, está llamada a dar hoy ante el mundo la vida religiosa;

— Paterna cum benevolentia (8 de diciembre de 1974; cf. AAS 67, 1975, págs. 5-23), en vísperas del Año Santo, sobre la reconciliación dentro de la Iglesia;

Gaudete in Domino (9 de mayo de 1975; cf. AAS, ib., págs. 289-322), sobre la riqueza desbordante y transformadora de la alegría cristiana;

y finalmente la Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975; cf. AAS 68, 1976, págs. 5-76), que ha querido trazar el panorama exultante y múltiple de la acción evangelizadora de la Iglesia hoy día.

Pero sobre todo, no queremos olvidar aquella nuestra "Profesión de fe" que justamente hace diez años, el 30 de junio de 1968, pronunciamos solemnemente en nombre y cual empeño de toda la Iglesia como "Credo del Pueblo de Dios" (cf. AAS 60, 1968, págs. 436-445). para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma, proclamada por los más importantes Concilios Ecuménicas, en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles y qua requerían un retorno a las fuentes.

Gracias al Señor, muchos peligros se han atenuado; no obstante, frente a las dificultades que todavía hoy debe afrontar la Iglesia tanto en el plano doctrinal como disciplinar, nosotros seguimos apelando enérgicamente a aquella sumaria profesión de fe, que consideramos un acto importante de nuestro magisterio pontificio, porque sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas por los Padres, podemos tener esa fuerza de conquista y esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la verdad divina.

Queremos además, hacer una llamada, angustiada sí, pero también firme, a cuantos se comprometen personalmente a sí mismos y arrastran a los demás con la palabra, con los escritos, con su comportamiento, por las vías de las opiniones personales y después por las de la herejía y del cisma, desorientando las conciencias de los individuos y la comunidad entera, la cual debe ser ante todo koinonía en la adhesión a la verdad de la Palabra de Dios, para verificar y garantizar la koinonía en el único Pan y en el único Cáliz. Los amonestamos paternamente: que se guarden de perturbar ulteriormente a la Iglesia; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga conciencia clara de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, ha confiado a Pedro, Vicarius Petrae, Vicario de la Roca, como lo llama San Buenaventura (Quaest. disp. de perf. evang., q. 4, a. 3; ed. Quaracchi, V, 1891, pág. 195).

II. Defensa de la vida humana

En este empeño generoso y lleno de sufrimientos de magisterio al servicio y en defensa de la verdad, consideramos imprescindible la defensa de la vida humana.

El Concilio Vaticano II ha recordado con palabras muy serias que "Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la altísima misión de proteger la vida" (Gaudium et spes, 51). Y nosotros, que consideramos consigna concreta nuestra la absoluta fidelidad a las enseñanzas del Concilio, hemos hecho programa de nuestro pontificado la defensa de la vida, en todas las formas bajo las cuales puede ser amenazada, turbada e incluso suprimida.

Recordemos también aquí los puntos más significativos que atestiguan este nuestro propósito.

a) Hemos subrayado ante todo el deber de fomentar la promoción técnico-material de los pueblos en vías de desarrollo, con la Encíclica Populorum progressio (26 de marzo de 1967; cf. AAS 59, 1967, págs. 257-299).

b) Pero la defensa de la vida debe comenzar desde las fuentes mismas de la existencia humana. Ha sido ésta una enseñanza importante y clara del Concilio, el cual, en la Constitución Gaudium et spes, advertía que "la vida, una vez concebida, debe ser protegida con el máximo cuidado; el aborto, lo mismo que el infanticidio, son crímenes abominables" (Gaudium et spes, 51). No hicimos otra cosa más que recoger esta consigna, cuando hace diez años publicamos la Encíclica Humanae vitae (25 de julio de 1968; cf. AAS 60, 1968, págs. 481-503): inspirado en la intocable doctrina bíblica y evangélica que convalida las normas de la ley natural y los dictámenes insuprimibles de la conciencia sobre el respeto , de la vida, cuya transmisión ha sido confiada a la paternidad y a la maternidad responsables. Aquel documento resulta hoy de nueva y más urgente actualidad por las heridas que públicas legislaciones han causado a la santidad indisoluble del vínculo matrimonial y a la intangibilidad de la vida humana desde el seno materno.

c) De aquí las reiteradas afirmaciones de la doctrina de la Iglesia católica sobre la dolorosa realidad y sobre los perniciosos efectos del divorcio y del aborto, contenidas en nuestro magisterio ordinario y en documentos particulares de la Congregación competente. Hemos hecho tales afirmaciones, movido únicamente por la suprema responsabilidad de maestro y pastor universal, y por el bien del género humano.

d) Nos ha inducido a ello además el amor a la juventud que, confiada en un porvenir más sereno, avanza gozosamente abierta a la propia autorrealización, pero no pocas veces desilusionada y desalentada por la falta de una adecuada respuesta por parte de la sociedad de los adultos. La juventud es la primera en sufrir los desórdenes de la familia y de la vida moral. Ella constituye el patrimonio más rico que hay que defender y valorar. Por eso miramos a los jóvenes: son ellos el mañana de la comunidad civil, el mañana de la Iglesia.

¡Venerables hermanos e hijos amadísimos!

Os hemos abierto el corazón, con un panorama si bien rápido de los puntos salientes de nuestro Magisterio pontificio en orden a la vida humana, a fin de que salga de nuestros corazones un grito profundo que llegue al Redentor; ante los peligros que hemos delineado y frente a dolorosas defecciones de carácter eclesial o social, nos sentimos impulsado, al igual que Pedro, a acudir a El como a una única salvación y a gritar: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Sólo El es la verdad, sólo El es nuestra fuerza, sólo El es nuestra salvación. Confortados por El proseguiremos juntos nuestro camino.

Hoy, además, en este aniversario, os pedimos también que le deis gracias con nosotros, por la ayuda omnipotente con la que nos ha fortalecido hasta ahora; tanto es así que podemos decir, como Pedro: "Ahora me doy cuenta de que realmente el Señor ha enviado a su ángel" (Act 12, 11). Sí, el Señor nos ha asistido: por ello le damos gracias y lo alabamos; os pedimos que también vosotros lo alabéis con nosotros y por nosotros, con la intercesión de los Patronos de esta Roma nobilis y de toda la Iglesia fundada sobre ellos.

¡Oh Santos Pedro y Pablo, que habéis difundido por el mundo el nombre de Cristo y habéis dado al Señor el testimonio supremo del amor y de la sangre!

Proteged ahora y siempre a esta Iglesia, por la que habéis vivido y sufrido.

Conservadla en la verdad y en la paz.

Aumentad en todos sus hijos la fidelidad inequívoca a la Palabra de Dios, la santidad de vida eucarística y sacramental, la unidad serena en la fe, la concordia en la caridad recíproca, la obediencia constructiva a los Pastores.

Que ella, la Santa Iglesia, siga siendo en el mundo el signo vivo, gozoso y operante del designio redentor de Dios y de su alianza con los hombres.

Así os lo pide la Iglesia misma mediante la voz trepidante de este humilde Vicario de Cristo que os ha mirado a vosotros, Santos Pedro y Pablo, como a modelos e inspiradores.

Custodiad a la Iglesia con vuestra intercesión, ahora y siempre, hasta el encuentro definitivo y beatificante con el Señor que viene.

¡Amén, amén!

 

 



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