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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
DURANTE SU VISITA A LA ACADEMIA PONTIFICIA ECLESIÁSTICA
*

Domingo 17 de enero de 1965

 

Dos pensamientos preocupan hoy Nuestro espíritu, capaces ambos de por sí para dar pábulo a conversaciones distintas e interminables. Se convierte uno de ellos en pregunta: ¿qué ha significado la Academia eclesiástica en Nuestra humilde vida personal? Nace este pensamiento de la emoción que Nos experimentamos al volver a esta casa de la que Nos tuvimos la ventura de ser alumno y huésped desde fines de 1921 hasta fines de 1926, cinco años harto preciosos para Nuestros estudios, por las primeras experiencias de Nuestro ministerio sacerdotal romano, por los contactos con personas y oficios de la Santa Sede a cuyo servicio había de ser consagrada Nuestra actividad. Quien, como Nos, ha alcanzado ya la edad de los recuerdos, sentiríase tentado de dejarse llevar por el hilo seductor de las memorias autobiográficas que dentro de estas paredes vuelven a surgir, dando la ilusión de la permanencia y de la continuidad de un ayer, suavemente transfigurado, tal vez menos gozado en aquel tiempo, única impresión sobreviviente hoy, de aquella lejanas y queridas experiencias inexorablemente perdidas. Pero Nos nos defendemos de ese encanto, poniendo la pobre historia de Nuestros días pasados en las manos misericordiosas de Dios, temblando ante tantas responsabilidades acumuladas y apresurándonos a pagar con tardío agradecimiento los inmensos beneficios recibidos y mal utilizados.

Si abrimos apenas una rendija en los recuerdos que en este momento asaltan Nuestro espíritu, lo hacemos para honrar los nombres amados y benditos de tantas personas dignísimas con quienes aquí Nos encontramos y que Nos dispensaron amplia benevolencia. Muchos de los presentes volverán a ver con Nos al venerado y piadoso Mons. Giovanni Zonghi, durante años Presidente de esta Academia; a la persona solícita y primorosa de Mons. Lorenzo Ciccone, sagaz ecónomo en aquel entonces; les parecerá, como a Nos, volver a escuchar el paso enfermo y cadencioso de Mons. Mariano Rampollo del Tíndaro, alumno Decano en aquella época, figura singular y llena de méritos, por sus virtudes, por su ingenio, por su saber, por su finura de espíritu velada de áspera humildad; figuras que sobreviven en el recuerdo para ejemplo y prestigio de este Instituto, ya difuntos, y con éstos muchos otros, Maestros y Alumnos, a los cuales va Nuestra añoranza, Nuestro agradecido sufragio.

Este tributo de memoria en algo responde a Nuestra pregunta: ¿qué ha significado para Nos esta Academia? Ha sido una casa providencialmente hospitalaria, en la que Nuestra salud entonces delicada halló protección y esa modesta pero valiosa recuperación que Nos ha permitido llegar a esta respetable edad Nuestra y realizar algo en el curso de Nuestra vida. Ha sido una familia de cordiales amistades, que Nos han brindado mucho amparo y mucho estímulo para la comprensión de Nuestro sacerdocio y para la fidelidad de Nuestro servicio. Ha sido un hogar de conversaciones juveniles, nada críticas ni ambiciosas ni mordaces, sobre las personas y sobre los sucesos de aquellos días lejanos, utilísimas por el contrario para adiestrar la vigilancia, el juicio, el amor por las cosas del tiempo, una iniciación a la observación de la vida vivida, a la clasificación refleja y consciente de los hechos y de sus protagonistas, al deseo y al propósito de empeñar las fuerzas en el militante servicio del reino de Dios. Ha sido un cenáculo de ideas, de discusiones, de lecturas sobre todo, de meditaciones, en las que Nos pareció que se ahondaba más Nuestra vocación, que se completaba Nuestra modesta cultura, que en una vigilia densa de pensamientos y de aspiraciones se maduraba la conciencia luminosa y progresiva, que nunca Nos abandonó, de lo que la Iglesia es en sí, de lo que ella es para el mundo y para cada uno de nosotros. Debiera decir además: ha sido una escuela; pero a este respecto deberíamos decir a Nuestro cargo cosas no del todo gloriosas; porque también a Nos, Nos toca, como a muchos en los años maduros, llorar aquel tiempo feliz en el que el estudio hubiera podido ser más ordenado, más intenso, más concluyente, lo cual no fue para Nos del todo así, aun cuando los buenos Maestros de entonces tuvieran siempre para Nos encomios y diplomas. Volviendo a pensar en aquellos estudios, Nos quisiéramos que hubieran sido más recogidos y más severos; pero dejemos de aludir a una atenuante que honra al Instituto y Nos vuelve indulgentes para con Nos mismo: Nos absorbieron ya en aquellos años obras de ministerio y de apostolado que Nos llevaron mucho tiempo y Nos compensaron con muchas experiencias, satisfacciones, amistades, que hoy no pueden sino hacernos felices. Desde este punto de vista, la Academia fue para Nos una palestra de acción pastoral, y de buen grado le reivindicaremos siempre este titulo cuando ello no sea en desmedro de su fin principal, el escolástico.

Fue por eso un "Alma Mater", providente, sagaz, generosa, esta Academia para Nos; y celebramos poderle rendir con esta oportunidad Nuestro afectuoso y reconocido testimonio.

El otro pensamiento que ocupa Nuestro espíritu plantea esta otra pregunta: ¿qué ha sido la Academia para la Iglesia, para la Santa Sede? También esta pregunta es obvia, como todos ven, y obtiene respuesta, para el pasado, en la historia gloriosa del Instituto, para el presente, en la función que le ha sido confiada y que halla su apología en cuantos lo conocen y conocen las necesidades de la Sede Apostólica y de la Iglesia. Pensamos que los Superiores de la Academia, por una parte, en el orden científico, histórico, pedagógico, canónico, etc., los ex Alumnos por otra parte, en el orden de la experiencia, y los Alumnos, en tercer término, en el orden para ellos característico de la intuición y de las primeras reflexiones sobre el trabajo apostólico que les espera, pensamos que todos tienen óptimas razones para ilustrar el cometido específico de la Academia eclesiástica, su misión, tanto en el concierto de las múltiples escuelas superiores de carácter eclesiástico, sea en el contexto de los varios organismos en que se hace manifiesta y se articula la acción moderadora de la Santa Sede en la Iglesia, considerada especialmente en el ejercicio de sus potestades y de su servicio en las diversas Naciones, tanto en las relaciones con la Jerarquía local, así como en aquellas propiamente diplomáticas con las Autoridades gubernamentales.

Es más, pensamos que la investigación de las razones que dan a la Academia su razón de ser y que la afirmación de las finalidades altísimas y tan actuales a las que la Academia se encamina, constituyen el objeto continuo de las reflexiones, de las instrucciones, de las exhortaciones propias de este lugar de estudio y de formación; constituyen como la atmósfera que aquí se respira; no necesitan por lo tanto que Nos hablemos más de ellas aun cuando, como decíamos, el tema se prestaría fecundamente a varias y largas consideraciones.

En recuerdo de este acto de Nuestra presencia en esta querida e ilustre Academia, Nos limitaremos a reconocer abiertamente su principal función que es principalmente la de preparar Sacerdotes idóneos para el servicio de la Santa Sede, tanto en las Congregaciones romanas y en especial en Nuestra Secretaría de Estado, así como en las Representaciones Pontificias diseminadas por los diversos Estados del mundo; y a augurar que esta preparación sea la que hoy se requiere tanto en el aspecto profesional cuanto –y especialmente– en el aspecto moral y sacerdotal.

A los queridos y venerados Alumnos de la Academia, a vosotros, jóvenes sacerdotes, llamados a este singular empleo de vuestro ingenio y de vuestro ministerio, Nos queremos recomendaros particularmente que tengáis un concepto claro de la misión que os espera; que pongáis atención especial en lo que en ella hay de esencial, el reino de Dios, el servicio de la Iglesia; que os inmunicéis desde ahora y con firmeza contra cuanto pueda haber en ella de apariencia y de estilo exterior; que os forméis propósitos claros y fuertes, personales y profundos, auténticamente cristianos, que llevéis a la práctica pensamientos y virtudes, para ser capaces de llevar a cabo con verdad y nobleza cualquier actividad que la más severa disciplina eclesiástica Nos os demandaremos, que hagáis de ella un ministerio, un deber de caridad, un testimonio vivido y sufrido, de amor a Cristo nuestro Señor.

Esto es lo que principalmente espera la Iglesia de vosotros, buenos Alumnos; lo que se espera de este Instituto, Escuela como ninguna, de Ministros del Evangelio, fuertes y sabios; taller de grandes almas sacerdotales, para el servicio de la santa Iglesia, una, católica, apostólica y romana.


*ORe (Buenos Aires), año XV n°646, p.5.

 



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