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VISITA DEL SUMO PONTÍFICE PABLO VI
A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

DISCURSO A LOS REPRESENTANTES DE LOS ESTADOS*

4 de octubre de 1965  

 

1. En el momento de tomar la palabra ante este auditorio único en el mundo, queremos expresar ante todo nuestra profunda gratitud a U Thant, vuestro secretario general, que ha tenido a bien invitarnos a visitar las Naciones Unidas con ocasión del vigésimo aniversario de esta organización mundial para la paz y la colaboración entre los pueblos e toda la tierra.

Damos las gracias igualmente al presidente de la Asamblea, señor Amintore Fanfani, quien, desde el día en que asumió el cargo, ha tenido para nosotros palabras tan amables.

Damos las gracias a todos los presentes por su afable acogida. A cada uno de vosotros presentamos nuestro saludo cordial y deferente.

Vuestra amistad nos ha invitado y nos admite a esta reunión; nos presentamos ante vosotros en calidad de amigo.

Además de nuestro homenaje personal, os traemos el del Segundo Concilio Ecuménico del Vaticano, reunido actualmente en Roma, y del cual son representantes eminentes los cardenales que nos acompañan.

En su nombre, como en el nuestro os deseamos a todos honor y salud.

Esta reunión, como bien comprendéis todos, reviste doble carácter: está investida a la vez de sencillez y de grandeza. De sencillez, pues quien os habla es un hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido —si os place, consideradnos desde ese punto de vista— de una soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él, que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor.

2. Esa es la primera declaración que queremos hacer. Como veis, es tan simple que puede parecer insignificante para esta Asamblea, habituada a tratar asuntos extremadamente importantes y graves. Y sin embargo, nosotros os lo decimos y todos vosotros lo sentís: este momento está lleno de una singular grandeza: es grande para nosotros, es grande para vosotros.

Para nosotros ante todo, ¡oh! sabéis bien quién somos. Y cualquiera que sea vuestra opinión sobre el Pontífice de Roma, conocéis nuestra misión: traemos un mensaje para toda la humanidad. Y lo hacemos no sólo en nuestro nombre personal y en nombre de la gran familia católica, sino también en nombre de los hermanos cristianos que comparten los sentimientos que nosotros expresamos aquí, y especialmente en nombre de quienes han tenido a bien encargarnos explícitamente de representarlos. Y así como el mensajero que al término de un largo viaje entrega la carta que le ha sido confiada así tenemos nosotros conciencia de vivir el instante privilegiado —por breve que sea— en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón desde hace casi veinte siglos. Sí, os acordáis. Hace mucho tiempo que llevamos con nosotros una larga historia; celebramos aquí el epílogo de un laborioso peregrinaje en busca de un coloquio con el mundo entero, desde el día en que nos fue encomendado: «Id, propagad la buena Nueva a todas las naciones! (Mt 28, 19)) . Ahora bien, vosotros representáis a todas las naciones.

Permitidnos deciros que tenemos para todos vosotros un mensaje. Sí, un feliz mensaje que transmitir a cada uno de vosotros.

3. Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como "experto en humanidad" que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial.

Al decir esto tenemos conciencia de hacer nuestra tanto la voz de los muertos como la de los vivos; de los muertos, caídos en las terribles guerras del pasado soñando en la concordia y la paz del mundo; de los vivos que han sobrevivido a ellas que condenan de antemano en sus corazones a quienes intentan renovarlas; de otros vivos, además: las generaciones jóvenes de nuestros días que avanzan confiadas, esperando con justo derecho una humanidad mejor.

Hacemos nuestra también la voz de los pobres, de los desheredados, de los desventurados, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, a la libertad, al bienestar y al progreso.

Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros.

4. Bien lo sabemos, vosotros tenéis plena conciencia de esto, escuchad entonces la prosecución de nuestro mensaje. Este se convierte en mensaje de auspicio para el futuro: El edificio que habéis construido no deberá jamás derrumbarse, sino que debe perfeccionarse y adecuarse a las exigencias de la historia del mundo. Vosotros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo sucesivo es imposible retroceder, hay que avanzar.

A la pluralidad de los Estados que ya no pueden ignorarse mutuamente, vosotros ofrecéis una fórmula de convivencia extraordinariamente simple y fecunda. «Hela aquí: En primer lugar, reconocéis y distinguís unos y otros. No les dais la existencia a los Estados, pero vosotros calificáis de digna de participar en la Asamblea ordenada de los pueblos a cada una de las naciones; dais un reconocimiento de altísimo valor ético y jurídico a cada comunidad nacional soberana, garantizándole honrosa ciudadanía internacional. Y ya es un gran servicio a la causa de la humanidad éste de bien definir y honrar a los sujetos nacionales de la comunidad mundial y de clasificarlos en una situación de derecho, digna de ser reconocida y respetada por todos y de la cual puede derivarse un ordenado y estable sistema de vida internacional.

Vosotros habéis consagrado el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni siquiera, por el miedo o el engaño.

Así tiene que ser, y permitidnos felicitaros por haber tenido el acierto de dar acceso a esta asamblea a los pueblos jóvenes, a los Estados recién llegados a la independencia y a la libertad nacionales, su presencia aquí es la prueba de la universalidad y de la magnanimidad que inspiran los principios de esta Institución.

Así tiene que ser: Este es nuestro elogio y nuestro voto que, como veis, no los formulamos desde afuera, sino que los sacamos de adentro, fundándolos en vuestra Organización: Trabajar por la fraternidad los unos con los otros.

5. Vuestros estatutos van más lejos aún, con ellos avanza nuestro mensaje. Vosotros existís y trabajáis para unir a las naciones, para asociar a los Estados. Adoptemos la fórmula: para reunir los unos con los otros. Vosotros sois una asociación.

Constituís un puente entre pueblos, sois una red de relaciones entre los Estados. Estaríamos tentados de decir que vuestra característica refleja en cierta medida en el orden temporal lo que nuestra Iglesia Católica quiere ser en el orden espiritual: única y universal. No se puede concebir nada más elevado, en el plano natural, para la construcción ideológica de la humanidad.

6. Vuestra vocación es hacer fraternizar, no a algunos pueblos sino a todos los pueblos. ¿Difícil empresa? Sin duda alguna. Pero ésa es la empresa, tal es vuestra muy noble empresa. ¿Quién no ve la necesidad de llegar así, progresivamente, a establecer una autoridad mundial que esté en condición de actuar eficazmente en el plano jurídico y político?

Aquí repetimos nuestro deseo: continuad avanzando. Diremos aún más: haced de modo que podáis traer a vuestro seno a los que se hubieran separado de vosotros. Estudiad el medio de llamar a vuestro pacto de fraternidad, con honor y con lealtad, a quienes todavía no lo comparten. Haced de modo que quienes están aún fuera deseen y merezcan la confianza común; sed entonces generosos en concedérsela. Y vosotros, que tenéis la fortuna y el honor de pertenecer a esta Asamblea de la comunidad pacífica, escuchadnos: haced de modo que nunca sea menoscabada ni traicionada esa confianza mutua que os une y os permite hacer cosas buenas y grandes.

7. La lógica de ese deseo que pertenece, cabe decir a la estructura de vuestra organización, nos lleva a completarlo con otra fórmula. Hela aquí: Que nadie, en su calidad de miembro de vuestra unión, sea superior a los demás: que no esté uno sobre el otro. Es la fórmula de la igualdad. Sabemos sin duda que hay que considerar otros factores además de la simple pertenencia a vuestro organismo. Pero la igualad también forma parte de su constitución, no porque seáis iguales, sino porque aquí estáis como iguales. Y puede que, para varios de vosotros, sea este un acto de gran virtud. Permitid que os bendigamos, Nos, el representante de una religión que logra la salvación por la humildad de su Divino Fundador. Es imposible ser hermano si no se es humilde. Pues es el orgullo, por inevitable que pueda parecer, el que provoca las tiranteces y las luchas del prestigio, del predominio, del colonialismo, del egoísmo. El orgullo es lo que destruye la fraternidad.

8. Aquí nuestro mensaje llega a su punto culminante. Negativamente primero: Es la palabra que aguardáis de nosotros y que nosotros no podemos pronunciar sin tener conciencia de su gravedad y de su solemnidad: Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás. ¿No es con ese fin sobre todo que nacieron las Naciones Unidas: contra la guerra y para la paz? Escuchad las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, que hace cuatro años proclamaba: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad». No se necesitan largos discursos para proclamar la finalidad suprema de vuestra organización. Basta recordar que la sangre de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables, que masacres inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que os une en un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás guerra! ¡Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad.

Gracias a vosotros, gloria a vosotros, que desde hace veinte años lucháis por la paz y que hasta habéis dado ilustres victorias a esta santa causa. Gracias a vosotros y gloria a vosotros por los conflictos que habéis impedido y por los que habéis solucionado. Los resultados de vuestros esfuerzos en favor de la paz hasta estos muy últimos días merecen aun cuando no sean todavía decisivos, que Nos osemos hacernos intérpretes del mundo entero y que en su nombre os felicitemos y expresemos su gratitud.

9. Vosotros habéis cumplido, señores, y estáis cumpliendo una gran obra: Enseñar a los hombres la paz. Las Naciones Unidas son la gran escuela donde se recibe esta educación, y estamos aquí en el aula magna de esta escuela. Todo el que toma asiento aquí se convierte en alumno y llega a ser maestro en el arte de construir la paz. Y cuando salís de esta sala, el mundo os mira como a los arquitectos, los constructores de la paz.

La paz, como sabéis, no se construye solamente mediante la política y el equilibrio de las fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz.

Vosotros trabajáis en esta gran obra. Pero sólo estáis al comienzo de vuestros trabajos. ¿Llegará alguna vez el mundo a modificar la mentalidad particularista y belicosa que ha formado hasta el presente una parte tan importante de su historia? Es difícil preverlo, pero es fácil afirmar que es necesario ponerse decididamente en camino hacia la nueva historia, la historia pacífica, la que será verdadera y plenamente humana, la misma que Dios ha prometido a los hombres de buena voluntad. «Los caminos están trazados delante de vosotros: El primero es el del desarme».

10. Si queréis ser hermanos dejad caer las armas de vuestras manos: no es posible amar con armas ofensivas en las manos. Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna antes aún de causar víctimas y ruinas engendran malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desafíos, negras resoluciones, exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alteran la psicología de los pueblos. Mientras el hombre siga siendo el ser débil, cambiante y hasta malo, que demuestra ser con frecuencia, las armas defensivas serán, desgraciadamente, necesarias. Pero a vosotros, vuestro coraje y vuestro valor os impulsan a estudiar los medios de garantizar la seguridad de la vida internacional sin recurrir a las armas. He aquí una finalidad digna de vuestros esfuerzos. He aquí lo que los pueblos aguardan de vosotros. He aquí lo que se debe lograr. Y para ello es necesario, que aumente la confianza unánime en esta institución, que aumente su autoridad. Y el fin entonces, cabe esperarlo, se alcanzará. Ganaréis el reconocimiento de los pueblos, aliviados de los pesados gastos en armamentos y liberados de la pesadilla de la guerra siempre inminente.

Sabemos —¿cómo no alegrarnos?— que muchos de vosotros han considerado favorablemente la invitación en pro de la causa de la paz que Nos hicimos en Bombay en diciembre último a todos los Estados: consagrar a la asistencia de los países en desarrollo una parte, por lo menos, de las economías que puedan realizarse mediante la reducción de los armamentos. Renovamos aquí esta invitación, con la confianza que nos inspiran sentimientos humanitarios y generosos.

11. Hablar de humanidad y de generosidad, significa hacerse eco de otro principio constitutivo de las Naciones Unidas, su cima positiva. No sólo para conjurar los conflictos entre los Estados se trabaja aquí: es para poner a los Estados en condiciones de trabajar los unos para los otros. No podéis contentaros con facilitar la coexistencia entre los países, vais un paso mucho más adelante, digno de nuestro elogio y de nuestro apoyo: organizáis la colaboración fraternal de los pueblos. Aquí se establece un sistema de solidaridad, gracias al cual altas finalidades, en el orden de la civilización, reciben el apoyo unánime y ordenado de toda la familia de los pueblos, por el bien de todos y de cada uno. Es la mayor belleza de las Naciones Unidos, su aspecto humano más auténtico; es el ideal con que sueña la humanidad en su peregrinación a través del tiempo; es la esperanza más grande del mundo. Osaremos decir: es el reflejo del designio del Señor —designio trascendente y pleno de amor— para el progreso de la sociedad humana en la tierra, reflejo en que vemos el mensaje evangélico convertirse de celestial en terrestre. Aquí, en efecto, nos parece escuchar el eco de la voz de nuestros predecesores y, en particular, de la del Papa Juan XXIII cuyo mensaje «Pacem in Terris» halló entre vosotros una resonancia tan honrosa y significativa.

12. Lo que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa. Sentimos que sois los intérpretes de lo que la sabiduría humana tiene de más elevado, diríamos casi su carácter sagrado. Porque se trata, ante todo, de la vida del hombre y la vida humana es sagrada. Nadie puede osar atentar contra ella. Es en vuestra Asamblea donde el respeto de la vida, aun en lo que se refiere al gran problema de la natalidad, debe hallar su más alta expresión y su defensa más razonable. Vuestra tarea es hacer de modo que abunde el pan en la mesa de la humanidad y no auspiciar un control artificial de los nacimientos, que seria irracional, con miras a disminuir el número de convidados al banquete de la vida.

13. Mas no basta alimentar a los que tienen hambre: es necesario además, asegurar a todo hombre una vida conforme a su dignidad. Y es lo que vosotros os empeñáis en hacer. ¿No es el cumplimiento, a nuestros ojos gracias a vosotros, del anuncio profético que se aplica tan bien a vuestra institución: «Y volverán sus espadas el rejas de arado, y sus lanzas en haces» (Is 2, 4) . ¿No empleáis acaso las prodigiosas energías de la tierra y los magníficos inventos de la ciencia, no ya como instrumentos de muerte, sino como instrumentos de vida para la nueva era de la humanidad?

Sabemos con qué intensidad y con qué eficacia crecientes las Naciones Unidas y los organismos mundiales que de ella dependen trabajan para ayudar a los gobiernos que lo necesitan a acelerar su progreso económico y social.

Sabemos con qué ardor os ocupáis en vencer el analfabetismo y difundir la cultura en el mundo; en dar a los hombres una asistencia sanitaria apropiada y moderna; en poner al servicio de la humanidad los maravillosos recursos de la ciencia, la técnica, la organización. Todo esto es magnífico y merece el elogio y el apoyo de todos, incluso el nuestro.

También queríamos dar el ejemplo, aun cuando la pequeñez de nuestros medios impida apreciar su alcance práctico y cuantitativo. Queremos dar a nuestras instituciones de caridad un nuevo desarrollo para luchar contra el hambre del mundo y la satisfacción de sus necesidades principales. Así, y no en otra forma, se construye la paz.

14. Una palabra aún, señores, una última palabra. Este edificio que levantáis no descansa sobre bases puramente materiales y terrestres, porque sería entonces un edificio construido sobre arena. Descansa ante todo en nuestras conciencias. Sí, ha llegado el momento de la «conversión», de la transformación personal, de la renovación interior. Debemos habituarnos a pensar en el hambre en una forma nueva. En una forma nueva también la vida en común de los hombres; en una forma nueva, finalmente, los caminos de la historia y los destinos del mundo, según la palabra de San Pablo: «Y vestir el nuevo hambre, que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad» (Ef 4,25). 

Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca como hay, en una época que se caracteriza por tal progreso humano, ha sido tan necesario a la conciencia moral del hombre. Porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán, por lo contrario, resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas.

15. En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar —así lo creemos firmemente, como sabéis— más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago? (Hch 17, 23) . ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que el Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres

Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros.


*ORe (Buenos Aires), año XV, n°679, p.1, 2.

 



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