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CARTA ENCÍCLICA
AD CATHOLICI SACERDOTII
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE EL SACERDOCIO CATÓLICO

 

INTRODUCCIÓN

l. Desde que, por ocultos designios de la divina Providencia, nos vimos elevados a este supremo grado del sacerdocio católico, nunca hemos dejado de dirigir nuestros más solícitos y afectuosos cuidados, entre los innumerables hijos que nos ha dado Dios, a aquellos que, engrandecidos con la dignidad sacerdotal, tienen la misión de ser la sal de la tierra y la luz del mundo[1], y de un modo todavía más especial, hacia aquellos queridísimos jóvenes que, a la sombra del santuario, se educan y se preparan para aquella misión tan nobilísima.

2. Ya en los primeros meses de nuestro pontificado, antes aún de dirigir solemnemente nuestra palabra a todo el orbe católico[2], nos apresuramos, con las letras apostólicas Officiorum omnium, del 1 de agosto de 1922, dirigidas a nuestro amado hijo el cardenal prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades de Estudios[3], a trazar las normas directivas en las cuales debe inspirarse la formación sacerdotal de los jóvenes levitas.

Y siempre que la solicitud pastoral nos mueve a considerar más en particular los intereses y las necesidades de la Iglesia, nuestra atención se fija, antes que en ninguna otra cosa, en los sacerdotes y en los clérigos, que constituyen siempre el objeto principal de nuestros cuidados.

3. Prueba elocuente de este nuestro especial interés por el sacerdocio son los muchos seminarios que, o hemos erigido donde todavía no los había, o proveído, no sin grande dispendio, de nuevos locales amplios o decorosos, o puesto en mejores condiciones de personal y medios con que puedan más dignamente alcanzar su elevado intento.

4. También, si con ocasión de nuestro jubileo sacerdotal accedimos a que fuese festejado aquel fausto aniversario, y con paterna complacencia secundamos las manifestaciones de filial afecto que nos venían de todas las partes del mundo, fue porque, más que un obsequio a nuestra persona, considerábamos aquella celebración como una merecida exaltación de la dignidad y oficio sacerdotal.

5. Igualmente, la reforma de los estudios en las Facultades eclesiásticas, por Nos decretada en la Constitución apostólica Deus scientiarum Dominus, del 24 de mayo de 1931, la emprendimos con el principal intento de acrecentar y levantar cada vez más la cultura y saber de los sacerdotes[4].

6. Pero este argumento es de tanta y tan universal importancia, que nos parece oportuno tratar de él más de propósito en esta nuestra carta, a fin de que no solamente los que ya poseen el don inestimable de la fe, sino también cuantos con recta y pura intención van en busca de la verdad, reconozcan la sublimidad del sacerdocio católico y su misión providencial en el mundo, y sobre todo la reconozcan y aprecien los que son llamados a ella: argumento particularmente oportuno al fin de este año, que en Lourdes, a los cándidos destellos de la Inmaculada y entre los fervores del no interrumpido triduo eucarístico, ha visto al sacerdocio católico de toda lengua y de todo rito rodeado de luz divina en el espléndido ocaso del Jubileo de la Redención, extendido de Roma a todo el orbe católico, de aquella Redención de la cual nuestros amados y venerados sacerdotes son los ministros, nunca tan activos en hacer el bien como en este Año Santo extraordinario, en el cual, como dijimos en la Constitución apostólica Quod nuper, del 6 de enero de 1933[5], se ha celebrado también el XIX centenario de la institución del sacerdocio.

7. Con esto, al mismo tiempo que esta nuestra Carta Encíclica se enlaza armónicamente con las precedentes, por medio de las cuales tratamos de proyectar la luz de la doctrina católica sobre los más graves problemas de que se ve agitada la vida moderna, es nuestra intención dar a aquellas solemnes enseñanzas nuestras un complemento oportuno.

El sacerdote es, en efecto, por vocación y mandato divino, el principal apóstol e infatigable promovedor de la educación cristiana de la juventud[6]; el sacerdote bendice en nombre de Dios el matrimonio cristiano y defiende su santidad e indisolubilidad contra los atentados y extravíos que sugieren la codicia y la sensualidad[7]; el sacerdote contribuye del modo más eficaz a la solución, o, por lo menos, a la mitigación de los conflictos sociales[8], predicando la fraternidad cristiana, recordando a todos los mutuos deberes de justicia y caridad evangélica, pacificando los ánimos exasperados por el malestar moral y económico, señalando a los ricos y a los pobres los únicos bienes verdaderos a que todos pueden y deben aspirar; el sacerdote es, finalmente, el más eficaz pregonero de aquella cruzada de expiación y de penitencia a la cual invitamos a todos los buenos para reparar las blasfemias, deshonestidades y crímenes que deshonran a la humanidad en la época presente[9], tan necesitada de la misericordia y perdón de Dios como pocas en la historia.

Aun los enemigos de la Iglesia conocen bien la importancia vital del sacerdocio; y por esto, contra él precisamente, como lamentamos ya refiriéndonos a nuestro amado México[10], asestan ante todo sus golpes para quitarle de en medio y llegar así, desembarazado el camino, a la destrucción siempre anhelada y nunca conseguida de la Iglesia misma.

I. EL SACERDOCIO CATÓLICO Y SUS PODERES

El sacerdocio en las diversas religiones

8. El género humano ha experimentado siempre la necesidad de tener sacerdotes, es decir, hombres que por la misión oficial que se les daba, fuesen medianeros entre Dios y los hombres, y consagrados de lleno a esta mediación, hiciesen de ella la ocupación de toda su vida, como diputados para ofrecer a Dios oraciones y sacrificios públicos en nombre de la sociedad; que también, y en cuanto tal, está obligada a dar a Dios culto público y social, a reconocerlo como su Señor Supremo y primer principio; a dirigirse hacia El, como a fin último, a darle gracias, y procurar hacérselo propicio. De hecho, en todos los pueblos cuyos usos y costumbres nos son conocidos, como no se hayan visto obligados por la violencia a oponerse a las más sagradas leyes de la naturaleza humana, hallamos sacerdotes, aunque muchas veces al servicio de falsas divinidades; dondequiera que se profesa una religión, dondequiera que se levantan altares, allí hay también un sacerdocio, rodeado de especiales muestras de honor y de veneración.

En el Antiguo Testamento

9. Pero a la espléndida luz de la revelación divina el sacerdote aparece revestido de una dignidad mayor sin comparación, de la cual es lejano presagio la misteriosa y venerable figura de Melquisedec[11], sacerdote y rey, que San Pablo evoca refiriéndola a la persona y al sacerdocio del mismo Jesucristo[12].

10. El sacerdote, según la magnífica definición que de él da el mismo Pablo, es, sí, un hombre tomado de entre los hombres, pero constituido en bien de los hombres cerca de las cosas de Dios[13], su misión no tiene por objeto las cosas humanas y transitorias, por altas e importantes que parezcan, sino las cosas divinas y eternas; cosas que por ignorancia pueden ser objeto de desprecio y de burla, y hasta pueden a veces ser combatidas con malicia y furor diabólico, como una triste experiencia lo ha demostrado muchas veces y lo sigue demostrando, pero que ocupan siempre el primer lugar en las aspiraciones individuales y sociales de la humanidad, de esta humanidad que irresistiblemente siente en sí cómo ha sido creada para Dios y que no puede descansar sino en El.

11. En las sagradas escrituras del Antiguo Testamento, al sacerdocio, instituido por disposición divino-positiva promulgada por Moisés bajo la inspiración de Dios, le fueron minuciosamente señalados los deberes, las ocupaciones, los ritos particulares. Parece como si Dios, en su solicitud, quisiera imprimir en la mente, primitiva aún, del pueblo hebreo una gran idea central que en la historia del pueblo escogido irradiase su luz sobre todos los acontecimientos, leyes, dignidades, oficios; la idea del sacrificio y el sacerdocio, para que por la fe en el Mesías venidero[14] fueran fuente de esperanza, de gloria, de fuerza, de liberación espiritual. El templo de Salomón, admirable por su riqueza y esplendor, y todavía más admirable en sus ordenanzas y en sus ritos, levantado al único Dios verdadero, como tabernáculo de la Majestad divina en la tierra, era a la vez un poema sublime cantado en honor de aquel sacrificio y de aquel sacerdocio que, aun no siendo sino sombra y símbolo, encerraban tan gran misterio que obligó al vencedor Alejandro Magno a inclinarse reverente ante la hierática figura del Sumo Sacerdote[15], y Dios mismo hizo sentir su ira al impío rey Baltasar por haber profanado en sus banquetes los vasos sagrados del templo[16].

Y, sin embargo, la majestad y gloria de aquel sacerdocio antiguo no procedía sino de ser una prefiguración del sacerdocio cristiano, del sacerdocio del Testamento Nuevo y eterno, confirmado con la sangre del Redentor del mundo, de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

En el Nuevo Testamento

12. El Apóstol de las Gentes comprendía en frase lapidaria cuanto se puede decir de la grandeza, dignidad y oficios del sacerdocio cristiano, por estas palabras: «Así nos considere el hombre cual ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios»[17].

El sacerdote es ministro de Jesucristo; por lo tanto, instrumento en las manos del Redentor divino para continuar su obra redentora en toda su universalidad mundial y eficacia divina para la construcción de esa obra admirable que transformó el mundo; más aún, el sacerdote, como suele decirse con mucha razón, es verdaderamente otro Cristo, porque continúa en cierto modo al mismo Jesucristo: «Así como el Padre me envió a Mí, así os envío Yo a vosotros»[18], prosiguiendo también como El en dar, conforme al canto angélico, «gloria a Dios en lo más alto de los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»[19].

13. En primer lugar, como enseña el concilio de Trento[20], Jesucristo en la última Cena instituyó el sacrificio y el sacerdocio de la Nueva Alianza: Jesucristo, Dios y Señor nuestro, aunque se había de ofrecer una sola vez a Dios Padre muriendo en el ara de la cruz para obrar en ella la eterna redención, pero como no se había de acabar su sacerdocio con la muerte[21], a fin de dejar a su amada Esposa la Iglesia un sacrificio visible, como a hombres correspondía, el cual fuese representación del sangriento, que sólo una vez había de ofrecer en la cruz, y que perpetuase su memoria hasta el fin de los siglos y nos aplicase sus frutos en la remisión de los pecados que cada día cometemos; en la última Cena, aquella noche en que iba a ser entregado[22], declarándose estar constituido sacerdote eterno según el orden de Melquisedec[23], ofreció a Dios Padre su cuerpo y sangre bajo las especies de pan y vino, lo dio bajo las mismas especies a los apóstoles, a quienes ordenó sacerdotes del Nuevo Testamento para que lo recibiesen, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio mandó que lo ofreciesen, diciéndoles: «Haced esto en memoria mía»[24].

Poder sacerdotal sobre el cuerpo de Cristo

14. Y desde entonces, los apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio comenzaron a elevar al cielo la ofrenda pura profetizada por Malaquías[25], por la cual el nombre de Dios es grande entre las gentes; y que, ofrecida ya en todas las partes de la tierra, y a toda hora del día y de la noche, seguirá ofreciéndose sin cesar hasta el fin del mundo.

Verdadera acción sacrificial es ésta, y no puramente simbólica, que tiene eficacia real para la reconciliación de los pecadores en la Majestad divina: Porque, aplacado el Señor con la oblación de este sacrificio, concede su gracia y el don de la penitencia y perdona aun los grandes pecados y crímenes.

La razón de esto la indica el mismo concilio Tridentino con aquellas palabras: «Porque es una sola e idéntica la víctima y quien la ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, el mismo que a Sí propio se ofreció entonces en la Cruz, variando sólo el modo de ofrecerse»[26].

Por donde se ve clarísimamente la inefable grandeza del sacerdote católico que tiene potestad sobre el cuerpo mismo de Jesucristo, poniéndolo presente en nuestros altares y ofreciéndolo por manos del mismo Jesucristo como víctima infinitamente agradable a la divina Majestad. Admirables cosas son éstas —exclama con razón San Juan Crisóstomo—, admirables y que nos llenan de estupor[27].

Sobre el Cuerpo místico

15. Además de este poder que ejerce sobre el cuerpo real de Cristo, el sacerdote ha recibido otros poderes sublimes y excelsos sobre su Cuerpo místico. No tenemos necesidad, venerables hermanos, de extendernos en la exposición de esa hermosa doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo, tan predilecta de San Pablo; de esa hermosa doctrina, que nos presenta la persona del Verbo hecho carne como unida con todos sus hermanos, a los cuales llega el influjo sobrenatural derivado de El, formando un solo cuerpo cuya cabeza es El y ellos sus miembros. Ahora bien: el sacerdote está constituido dispensador de los misterios de Dios[28] en favor de estos miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, siendo, como es, ministro ordinario de casi todos los sacramentos, que son los canales por donde corre en beneficio de la humanidad la gracia del Redentor. El cristiano, casi a cada paso importante de su mortal carrera, encuentra a su lado al sacerdote en actitud de comunicarle o acrecentarle con la potestad recibida de Dios esta gracia, que es la vida sobrenatural del alma. Apenas nace a la vida temporal, el sacerdote lo purifica y renueva en la fuente del agua lustral, infundiéndole una vida más noble y preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia; para darle fuerzas con que pelear valerosamente en las luchas espirituales, un sacerdote revestido de especial dignidad lo hace soldado de Cristo en el sacramento de la confirmación; apenas es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, el sacerdote se lo da, como alimento vivo y vivificante bajado del cielo; caído, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconforta por medio del sacramento de la penitencia; si Dios lo llama a formar una familia y a colaborar con El en la transmisión de la vida humana en el mundo, para aumentar primero el número de los fieles sobre la tierra y después el de los elegidos en el cielo, allí está el sacerdote para bendecir sus bodas y su casto amor; y cuando el cristiano, llegado a los umbrales de la eternidad, necesita fuerza y ánimos antes de presentarse en el tribunal del divino Juez, el sacerdote se inclina sobre los miembros doloridos del enfermo, y de nuevo le perdona y le fortalece con el sagrado crisma de la extremaunción; por fin, después de haber acompañado así al cristiano durante su peregrinación por la tierra hasta las puertas del cielo, el sacerdote acompaña su cuerpo a la sepultura con los ritos y oraciones de la esperanza inmortal, y sigue al alma hasta más allá de las puertas de la eternidad, para ayudarla con cristianos sufragios, por si necesitara aún de purificación y refrigerio. Así, desde la cuna hasta el sepulcro, más aún, hasta el cielo, el sacerdote está al lado de los fieles, como guía, aliento, ministro de salvación, distribuidor de gracias y bendiciones.

Poder de perdonar

16. Pero entre todos estos poderes que tiene el sacerdote sobre el Cuerpo místico de Cristo para provecho de los fieles, hay uno acerca del cual no podemos contentarnos con la mera indicación que acabamos de hacer; aquel poder que no concedió Dios ni a los ángeles ni a los arcángeles, como dice San Juan Crisóstomo[29]; a saber: el poder de perdonar los pecados: «Los pecados de aquellos a quienes los perdonareis, les quedan perdonados; y los de aquellos a quienes los retuviereis, quedan retenidos»[30]. Poder asombroso, tan propio de Dios, que la misma soberbia humana no podía comprender que fuese posible comunicarse al hombre: «¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?»[31]; tanto, que el vérsela ejercitar a un simple mortal es cosa verdaderamente para preguntarse, no por escándalo farisaico, sino por reverente estupor ante tan gran dignidad: «¿Quién es éste que aun los pecados perdona?»[32]. Pero precisamente el Hombre-Dios, que tenía y tiene potestad sobre la tierra de perdonar los pecados[33], ha querido transmitirla a sus sacerdotes para remediar con liberalidad y misericordia divina la necesidad de purificación moral inherente a la conciencia humana.

¡Qué consuelo para el hombre culpable, traspasado de remordimiento y arrepentido, oír la palabra del sacerdote que en nombre de Dios le dice: Yo te absuelvo de tus pecados! Y el oírla de la boca de quien a su vez tendrá necesidad de pedirla para sí a otro sacerdote no sólo no rebaja el don misericordioso, sino que lo hace aparecer más grande, descubriéndose así mejor a través de la frágil criatura la mano de Dios, por cuya virtud se obra el portento. De aquí es que —valiéndonos de las palabras de un ilustre escritor que aun de materias sagradas trata con competencia rara vez vista en un seglar—, «cuando el sacerdote, temblorosa el alma a la vista de su indignidad y de lo sublime de su ministerio, ha puesto sobre nuestra cabeza sus manos consagradas, cuando, confundido de verse hecho dispensador de la Sangre del Testamento, asombrado cada vez de que las palabras de sus labios infundan la vida, ha absuelto a un pecador siendo pecador él mismo; nos levantamos de sus pies bien seguros de no haber cometido una vileza... Hemos estado a los pies de un hombre, fiero que hacía las veces de Cristo... y hemos estado para volver de la condición de esclavos a la de hijos de Dios»[34].

El sacramento del Orden sella con forma indeleble

17. Y tan excelsos poderes conferidos al sacerdote por un sacramento especialmente instituido para esto, no son en él transitorios y pasajeros, sino estables y perpetuos, unidos como están a un carácter indeleble, impreso en su alma, por el cual ha sido constituido sacerdote para siempre[35] a semejanza de Aquel de cuyo eterno sacerdocio queda hecho partícipe. Carácter que el sacerdote, aun en medio de los más deplorables desórdenes en que puede caer por la humana fragilidad, no podrá jamás borrar de su alma. Pero juntamente con este carácter y con estos poderes, el sacerdote, por medio del sacramento del Orden, recibe nueva y especial gracia con derecho a especiales auxilios, con los cuales, si fielmente coopera mediante su acción libre y personal a la acción infinitamente poderosa de la misma gracia, podrá dignamente cumplir todos los arduos deberes del sublime estado a que ha sido llamado, y llevar, sin ser oprimido por ellas, las tremendas responsabilidades inherentes al ministerio sacerdotal, que hicieron temblar aun a los más vigorosos atletas del sacerdocio cristiano, como un San Juan Crisóstomo, un San Ambrosio, un San Gregorio Magno, un San Carlos y tantos otros.

Poder de predicar la Palabra divina

18. Pero el sacerdote católico es, además, ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios[36] con la palabra, con aquel ministerio de la palabra[37] que es un derecho inalienable y a la vez un deber imprescindible, a él impuesto por el mismo Cristo Nuestro Señor: «Id, pues, y amaestrad todas las gentes... enseñándoles a guardar cuantas cosas os he mandado»[38]. La Iglesia de Cristo, depositaria y guarda infalible de la divina revelación, derrama por medio de sus sacerdotes los tesoros de la verdad celestial, predicando a Aquel que es «luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo»[39], esparciendo con divina profusión aquella semilla, pequeña y despreciable a la mirada profana del mundo, pero que, como el grano de mostaza del Evangelio[40], tiene en sí la virtud de echar raíces sólidas y profundas en las almas sinceras y sedientas de verdad, y hacerlas como árboles, firmes y robustos, que resistan a los más recios vendavales.

19. En medio de las aberraciones del pensamiento humano, ebrio por una falsa libertad exenta de toda ley y freno; en medio de la espantosa corrupción, fruto de la malicia humana, se yergue cual faro luminoso la Iglesia, que condena toda desviación —a la diestra o a la siniestra— de la verdad, que indica a todos y a cada uno el camino que deben seguir. Y ¡ay si aun este faro, no digamos se extinguiese, lo cual es imposible por las promesas infalibles sobre que está cimentado, pero si se le impidiera difundir profusamente sus benéficos rayos! Bien vemos con nuestros propios ojos a dónde ha conducido al mundo el haber rechazado, en su soberbia, la revelación divina y el haber seguido, aunque sea bajo el especioso nombre de ciencia, falsas teorías filosóficas y morales. Y si, puestos en la pendiente del error y del vicio, no hemos llegado todavía a más hondo abismo, se debe a los rayos de la verdad cristiana que, a pesar de todo, no dejan de seguir difundidos por el mundo. Ahora bien: la Iglesia ejercita su ministerio de la palabra por medio de los sacerdotes, distribuidos convenientemente por los diversos grados de la jerarquía sagrada, a quienes envía por todas partes como pregoneros infatigables de la buena nueva, única que puede conservar, o implantar, o hacer resurgir la verdadera civilización.

La palabra del sacerdote penetra en las almas y les infunde luz y aliento; la palabra del sacerdote, aun en medio del torbellino de las pasiones, se levanta serena y anuncia impávida la verdad e inculca el bien: aquella verdad que esclarece y resuelve los más graves problemas de la vida humana; aquel bien que ninguna desgracia, ni aun la misma muerte, puede arrebatarnos, antes bien, la muerte nos lo asegura para siempre.

20. Si se consideran además, una por una, las verdades mismas que el sacerdote debe inculcar con más frecuencia, para cumplir fielmente los deberes de su sagrado ministerio, y se pondera la fuerza que en sí encierran, fácilmente se echará de ver cuán grande y cuán benéfico ha de ser el influjo del sacerdote para la elevación moral, pacificación y tranquilidad de los pueblos. Por ejemplo, cuando recuerda a grandes y a pequeños la fugacidad de la vida presente, lo caduco de los bienes terrenos, el valor de los bienes espirituales para el alma inmortal, la severidad de los juicios divinos, la santidad incorruptible de Dios, que con su mirada escudriña los corazones y pagará a cada uno conforme a sus obras[41]. Nada más a propósito que estas y otras semejantes enseñanzas para templar el ansia febril de los goces y desenfrenada codicia de bienes temporales, que, al degradar hoy a tantas almas, empujan a las diversas clases de la sociedad a combatirse como enemigos, en vez de ayudarse unas a otras en mutua colaboración. Igualmente, entre tantos egoísmos encontrados, incendios de odios y sombríos designios de venganza, nada más oportuno y eficaz que proclamar muy alto el mandamiento nuevo[42] de Jesucristo, el precepto de la caridad, que comprende a todos, no conoce barreras ni confines de naciones o pueblos, no exceptúa ni siquiera a los enemigos.

21. Una gloriosa experiencia, que lleva ya veinte siglos, demuestra la grande y saludable eficacia de la palabra sacerdotal, que, siendo eco fiel y repercusión de aquella palabra de Dios que es viva y eficaz y más penetrante que cualquier espada de dos filos, llega también hasta los pliegues del alma y del espíritu[43], suscita heroísmos de todo género, en todas las clases y en todos los países, y hace brotar de los corazones generosos las más desinteresadas acciones.

Todos los beneficios que la civilización cristiana ha traído al mundo se deben, al menos en su raíz, a la palabra y a la labor del sacerdocio católico. Un pasado como éste bastaría, sólo él, cual prenda segura del porvenir, si no tuviéramos más segura palabra[44] en las promesas infalibles de Jesucristo.

22. También la obra de las misiones, que de modo tan luminoso manifiesta el poder de expansión de que por la divina virtud está dotada la Iglesia, la promueven y la realizan principalmente los sacerdotes, que, abanderados de la ley y de la caridad, a costa de innumerables sacrificios, extienden y dilatan las fronteras del reino de Dios en la tierra.

Poder de orar

23. Finalmente, el sacerdote, continuando también en este punto la misión de Cristo, el cual pasaba la noche entera orando a Dios[45] y siempre está vivo para interceder por nosotros[46], como mediador público y oficial entre la humanidad y Dios, tiene el encargo y mandato de ofrecer a El, en nombre de la Iglesia, no sólo el sacrificio propiamente dicho, sino también el sacrificio de alabanza[47] por medio de la oración pública y oficial; con los salmos, preces y cánticos, tomados en gran parte de los libros inspirados, paga él a Dios diversas veces al día este debido tributo de adoración, y cumple este tan necesario oficio de interceder por la humanidad, hoy más que nunca afligida y más que nunca necesitada de Dios. ¿Quién puede decir los castigos que la oración sacerdotal aparta de la humanidad prevaricadora y los grandes beneficios que le procura y obtiene?

Si aun la oración privada tiene a su favor promesas de Dios tan magníficas y solemnes como las que Jesucristo le tiene hechas[48], ¿cuánto más poderosa será la oración hecha de oficio en nombre de la Iglesia, amada Esposa del Redentor? El cristiano, por su parte, si bien con harta frecuencia se olvida de Dios en la prosperidad, en el fondo de su alma siempre siente que la oración lo puede todo, y como por santo instinto, en cualquier accidente, en todos los peligros públicos y privados, acude con gran confianza a la oración del sacerdote. A ella piden remedios los desgraciados de toda especie; a ella se recurre para implorar el socorro divino en todas las vicisitudes de este mundanal destierro. Verdaderamente, el sacerdote está interpuesto entre Dios y el humano linaje: los beneficios que de allá nos vienen, él los trae, mientras lleva nuestras oraciones allá, apaciguando al Señor irritado[49].

24. ¿Qué más? Los mismos enemigos de la Iglesia, como indicábamos al principio, demuestran, a su manera, que conocen toda la dignidad e importancia del sacerdocio católico cuando dirigen contra él los primeros y más fuertes golpes, porque saben muy bien cuán íntima es la unión que hay entre la Iglesia y sus sacerdotes. Unos mismos son hoy los más encarnizados enemigos de Dios y los del sacerdocio católico: honroso título que hace a éste más digno de respeto y veneración.

II. SANTIDAD Y VIRTUDES SACERDOTALES

Dignidad sacerdotal

25. Altísima es, pues, venerables hermanos, la dignidad del sacerdote, sin que puedan empañar sus resplandores las flaquezas, aunque muy de sentir y llorar, de algunos indignos; como tales flaquezas no deben bastar para que se condenen al olvido los méritos de tantos otros sacerdotes, insignes por virtud y por saber, por celo y aun por el martirio. Tanto más cuanto que la indignidad del sujeto en manera alguna invalida sus actos ministeriales: la indignidad del ministro no toca a la validez de los sacramentos, que reciben su eficacia de la Sangre sacratísima de Cristo, independientemente de la santidad del sacerdote; pues aquellos instrumentos de eterna salvación [los sacramentos] causan su efecto, como se dice en lenguaje teológico, ex opere operato.

Santidad proporcionada

26. Con todo, es manifiesto que tal dignidad ya de por sí exige, en quien de ella está investido, elevación de ánimo, pureza de corazón, santidad de vida correspondiente a la alteza y santidad del ministerio sacerdotal. Por él, como hemos dicho, el sacerdote queda constituido medianero entre Dios y el hombre, en representación y por mandato del que es único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Hombre[50].

Esto le pone en la obligación de acercarse, en perfección, cuanto es posible a quien representa, y de hacerse cada vez más acepto a Dios por la santidad de su vida y de sus acciones; ya que, sobre el buen olor del incienso y sobre el esplendor de templos y altares, lo que más aprecia Dios y lo que le es más agradable es la virtud. «Los mediadores entre Dios y el pueblo —dice Santo Tomás— deben tener limpia conciencia ante Dios y limpia fama ante los hombres»[51].

Y si, muy al contrario, en vez de eso, quien maneja y administra las cosas santas lleva vida censurable, las profana y comete sacrilegio: «Los que no son santos no deben manejar las cosas santas»[52].

Mayor santidad que en el AT

27. Por esta causa, ya en el Antiguo Testamento mandaba Dios a sus sacerdotes y levitas: «Que sean santos, porque santo soy Yo, el Señor, que los santifica»[53]. Y el sapientísimo Salomón, en el cántico de la dedicación del templo, esto precisamente es lo que pide al Señor para los hijos de Aarón: «Revístanse de santidad tus sacerdotes y regocíjense tus santos»[54]. Pues, venerables hermanos, si tanta justicia, santidad y fervor —diremos con San Roberto Belarmino— se exigía a aquellos sacerdotes, que inmolaban ovejas y bueyes, y alababan a Dios por beneficios temporales, ¿qué no se ha de pedir a los que sacrifican el Cordero divino y ofrecen acciones de gracias por bienes sempiternos?[55]. Grande es la dignidad de los Prelados —exclama San Lorenzo Justiniano—, pero mayor es su carga; colocados en alto puesto, han de estar igualmente encumbrados en la virtud a los ojos de Aquel que todo lo ve; si no, la preeminencia, en vez de mérito, les acarreará su condenación[56].

Santidad para celebrar la eucaristía

28. En verdad, todas las razones por Nos aducidas antes para hacer ver la dignidad del sacerdocio católico tienen su lugar aquí como otros tantos argumentos que demuestran la obligación que sobre él pesa de elevarse a muy grande santidad; porque, conforme enseña el Doctor Angélico, para ejercer convenientemente las funciones sacerdotales no basta una bondad cualquiera; se necesita más que ordinaria; para que los que reciben las órdenes sagradas, como quedan elevados sobre el pueblo en dignidad, lo estén también por la santidad[57]. Realmente, el sacrificio eucarístico, en el que se inmola la Víctima inmaculada que quita los pecados del mundo, muy particularmente requiere en el sacerdote vida santa y sin mancilla, con que se haga lo menos indigno posible ante el Señor, a quien cada día ofrece aquella Víctima adorable, no otra que el Verbo mismo de Dios hecho hombre por amor nuestro. Advertid lo que hacéis, imitad lo que traéis entre manos[58], dice la Iglesia por boca del obispo a los diáconos, cuando van a ser ordenados sacerdotes.

Santidad para administrar los sacramentos y la Palabra divina

Además, el sacerdote es el dispensador de la gracia divina, cuyos conductos son los sacramentos. Sería, pues, bien disonante estar el dispensador privado de esa preciosísima gracia, y aun que sólo le mostrara poco aprecio y se descuidara en conservarla. A él toca también enseñar las verdades de la fe; y la doctrina religiosa nunca se enseña tan autorizada y eficazmente como cuando la maestra es la virtud. Porque dice el adagio que «las palabras conmueven, pero los ejemplos arrastran».

Ha de pregonar la ley evangélica; y no hay argumento más al alcance de todos y más persuasivo, para hacer que sea abrazada con la gracia de Dios que verla puesta en práctica por quien encarece su observancia. Da la razón San Gregorio Magno: «Penetra mejor en los corazones de los oyentes la voz del predicador cuando se recomienda por su buena vida; porque con su ejemplo ayuda a practicar lo que con las palabras aconseja»[59]. Esto es lo que de nuestro divino Redentor dice la Escritura: que empezó a hacer y a enseñar[60]; y si las turbas le aclamaban, no era tanto porque jamás ha hablado otro como este hombre[61] cuanto porque todo lo hizo bien[62]. Al revés, los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: «En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, os dijeren, guardadlas y hacedlas todas; pero no hagáis conforme a sus obras»[63]. El predicador que no trate de confirmar con su ejemplo la verdad que predica destruirá con una mano lo que edifica con la otra. Muy al contrario, los trabajos de los pregoneros del Evangelio que antes de todo atienden seriamente a su propia santificación, Dios los bendice largamente. Esos son los que ven brotar en abundancia de su apostolado flores y frutos, y los que en el día de la siega volverán y vendrán con gran regocija, trayendo las gavillas de su mies[64].

No descuidar la propia santificación

29. Sería gravísimo y peligrosísimo yerro si el sacerdote, dejándose llevar de falso celo, descuidase la santificación propia por engolfarse todo en las ocupaciones exteriores, por buenas que sean, del ministerio sacerdotal. Procediendo así, no sólo pondría en peligro su propia salvación eterna, como el gran Apóstol de las Gentes temía de sí mismo: «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado»[65], pero se expondría también a perder, si no la gracia divina, al menos, sí, aquella unción del Espíritu Santo que da tan admirable fuerza y eficacia al apostolado exterior.

Vocación a una especial santidad

30. Aparte de eso, si a todos los cristianos está dicho: «Sed perfectos como lo es vuestro Padre celestial»[66], ¡con cuánta mayor razón deben considerar como dirigidas a sí estas palabras del divino Maestro los sacerdotes llamados con especial vocación a seguirle más de cerca! Por esta razón inculca la Iglesia severamente a todos los clérigos esta su obligación gravísima, insertándola en su código legislativo: «Los clérigos deben llevar interior y exteriormente vida más santa que los seglares y sobresalir entre ellos, para ejemplo, en virtud y buenas obras»[67]. Y puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo[68]; ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo»[69]; ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo.

Oración

31. Pero si todas las virtudes cristianas deben florecer en el alma del  sacerdote, hay, sin embargo, algunas que muy particularmente están bien en él y más le adornan. La primera es la piedad, según aquello del Apóstol a su discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad»[70]. Ciertamente, siendo tan íntimo, tan delicado y frecuente el trato del sacerdote con Dios, no hay duda que debe ir acompañado y como penetrado por la esencia de la devoción. Si la piedad es útil para todo[71], lo es principalmente para el ejercicio del ministerio sacerdotal. Sin ella, los ejercicios más santos, los ritos más augustos del sagrado ministerio, se desarrollarán mecánicamente y por rutina; faltará en ellos el espíritu, la unción, la vida; pero la piedad de que tratamos, venerables hermanos, no es una piedad falsa, ligera y superficial, grata al paladar, pero de ningún alimento; que suavemente conmueve, pero no santifica. Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la tentación.

Esta piedad debe mirar filialmente en primer lugar a nuestro Padre que está en los cielos, mas ha de extenderse también a la Madre de Dios; y habrá de ser tanto más tierna en el sacerdote que en los simples fieles cuanto más verdadera y profunda es la semejanza entre las relaciones del sacerdote con Cristo y las de María con su divino Hijo.

Celibato

32. Íntimamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza, es aquella otra preciosísima perla del sacerdote católico, la castidad, de cuya perfecta guarda en toda su integridad tienen los clérigos de la Iglesia latina, constituidos en Ordenes mayores, obligación tan grave que su quebrantamiento sería además sacrilegio[72]. Y si los de las Iglesias orientales no están sujetos a esta ley en todo su rigor, no obstante aun entre ellos es muy considerado el celibato eclesiástico; y en ciertos casos, especialmente en los más altos grados de la jerarquía, es un requisito necesario y obligatorio.

33. Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu[73], bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se despoje de su cuerpo. Ya los antiguos romanos habían vislumbrado esta conveniencia. El orador más insigne que tuvieron cita una de sus leyes, cuya expresión era: «A los dioses, diríjanse con castidad»; y hace sobre ella este comentario: «Manda la ley que acudamos a los dioses con castidad, se entiende del alma, en la que está todo, mas no excluye la castidad del cuerpo; lo que quiere decir es que, aventajándose tanto el alma al cuerpo, y observándose el ir con castidad de cuerpo, mucho más se ha de observar el llevar la del alma»[74]. En el Antiguo Testamento mandó Moisés a Aarón y a sus hijos, en nombre de Dios, que no salieran del Tabernáculo y, por lo tanto, que guardasen continencia durante los siete días que duraba su consagración[75].

34. Pero al sacerdocio cristiano, tan superior al antiguo, convenía mucha mayor pureza. La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya más antigua, se encuentra en un canon del concilio de Elvira[76] a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica. El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias[77]; el reconocerle a El como flor de Madre virgen[78] y criado desde la niñez en la familia virginal de José y María; el ver su predilección por las almas puras, como los dos Juanes, el Bautista y el Evangelista; el oír, finalmente, cómo el gran Apóstol de las Gentes, tan fiel intérprete de la ley evangélica y del pensamiento de Cristo, ensalza en su predicación el valor inestimable de la virginidad, especialmente para más de continuo entregarse al servicio de Dios: «El no casado se cuida de las cosas del Señor y de cómo ha de agradar a Dios»[79]; todo esto era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra[80], y hacerles voluntariamente obligatoria su guarda, que muy pronto fue obligatoria, por severísima ley eclesiástica, en toda la Iglesia latina. Pues, a fines del siglo IV, el concilio segundo de Cartago exhorta a que guardemos nosotros también aquello que enseñaron los apóstoles, y que guardaron ya nuestros antecesores[81].

35. Y no faltan textos, aun de Padres orientales insignes, que encomian la excelencia del celibato eclesiástico manifestando que también en ese punto, allí donde la disciplina era más severa, era uno y conforme el sentir de ambas Iglesias, latina y oriental. San Epifanio atestigua a fines del mismo siglo IV que el celibato se extendía ya hasta los subdiáconos: «Al que aún vive en matrimonio, aunque sea en primeras nupcias y trata de tener hijos, la Iglesia no le admite a las órdenes de diácono, presbítero, obispo o subdiácono; admite solamente a quien, o ha renunciado a la vida conyugal con su única esposa, o ya —viudo— la ha perdido; lo cual se practica principalmente donde se guardan fielmente los sagrados cánones»[82]. Pero quien está elocuente en esta materia es el diácono de Edesa y doctor de la Iglesia universal, San Efrén Sirio, con razón llamado cítara del Espíritu Santo[83]. Dirigiéndose en uno de sus poemas al obispo Abrahán, amigo suyo, le dice: «Bien te cuadra el nombre, Abrahán, porque también tú has sido hecho padre de muchos; pero no teniendo esposa como Abrahán tenía a Sara, tu rebaño ocupa el lugar de la esposa. Cría a tus hijos en la fe tuya; sean prole tuya en el espíritu, la descendencia prometida que alcance la herencia del paraíso. ¡Oh fruto hermoso de la castidad en el cual tiene el sacerdocio sus complacencias...!; rebosó el vaso, fuiste ungido; la imposición de manos te hizo el elegido; la Iglesia te escogió para sí, y te ama»[84]. Y en otra parte: «No basta al sacerdote y a lo que pide su nombre al ofrecer el cuerpo vivo (de Cristo) tener pura el alma, limpia la lengua, lavadas las manos y adornado todo el cuerpo, sino que debe ser en todo tiempo completamente puro, por estar constituido mediador entre Dios y el linaje humano. Alabado sea el que tal pureza ha querido de sus ministros»[85]. Y San Juan Crisóstomo afirma que quien ejercita el ministerio sacerdotal debe ser tan puro como si estuviera en el cielo entre las angélicas potestades[86].

36. Bien que ya la alteza misma, o por emplear la expresión de San Epifanio, la honra y dignidad increíble[87], del sacerdocio cristiano, aquí por Nos brevemente declarada, prueba la suma conveniencia del celibato y de la ley que se lo impone a los ministros del altar. Quien desempeña un ministerio en cierto modo superior al de aquellos espíritus purísimos que asisten ante el Señor[88], ¿no ha de estar con mucha razón obligado a vivir, cuanto es posible, como un puro espíritu? Quien debe todo emplearse en las cosas tocantes a Dios[89], ¿no es justo que esté totalmente desasido de las cosas terrestres y tenga toda su conversación en los cielos?[90]. Quien sin cesar ha de atender solícito a la eterna salvación de las almas, continuando con ellas la obra del Redentor, ¿no es justo que esté desembarazado de los cuidados de la familia, que absorberían gran parte de su actividad?

3?. Espectáculo es, por cierto, para conmover y excitar admiración, aun repitiéndose con tanta frecuencia en la Iglesia católica, el de los jóvenes levitas que antes de recibir el sagrado Orden del subdiaconado, es decir, antes de consagrarse de lleno al servicio y culto de Dios, por su libre voluntad, renuncian a los goces y satisfacciones que honestamente pudieran proporcionarse en otro género de vida. Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal[91].

38. No es nuestro ánimo que cuanto venimos diciendo en alabanza del celibato eclesiástico se entienda como si pretendiésemos de algún modo vituperar, y poco menos que condenar, otra disciplina diferente, legítimamente admitida en la Iglesia oriental; lo decimos tan sólo para enaltecer en el Señor esta virtud, que tenemos por una de las más altas puras glorias del sacerdocio católico y que nos parece responder mejor a los deseos del Corazón Santísimo de Jesús y a sus designios sobre el alma sacerdotal.

Pobreza

39. No menos que por la pureza debe distinguirse el sacerdote católico por el desinterés. En medio de un mundo corrompido, en que todo se vende y todo se compra, ha de mantenerse limpio de cualquier género de egoísmo, mirando con santo desdén toda vil codicia de ganancia terrena, buscando almas, no riquezas; la gloria de Dios, no la propia. No es el hombre asalariado que trabaja por una recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí, a conciencia, las obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira en su carrera, en sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza con negocios del siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio[92], pero es el ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra. No le está prohibido recibir lo conveniente para su propia sustentación, conforme a aquello del Apóstol: «Los que sirven al altar participan de las ofrendas... y el Señor dejó ordenado que los que predican el Evangelio vivan del Evangelio»[93]; pero llamado al patrimonio del Señor, como lo expresa su mismo apelativo de clérigo, es decir, a la herencia del Señor, no espera otra merced que la prometida por Jesucristo a sus apóstoles: «Grande es vuestra recompensa en el reino de los cielos»[94]. ¡Ay del sacerdote que, olvidado de tan divinas promesas, comenzara a mostrarse codicioso de sórdida ganancia[95] y se confundiese con la turba de los mundanos, que arrancaron al Apóstol, y con él a la Iglesia, aquel lamento: Todos buscan sus intereses y no los de Jesucristo![96]. Este tal, fuera de ir contra su vocación, se acarrearía el desprecio de sus mismos fieles, porque verían en él una lastimosa contradicción entre su conducta y la doctrina evangélica, tan claramente enseñada por Cristo, y que el sacerdote debe predicar: «No tratéis de amontonar tesoros para vosotros en la tierra, donde el orín y la polilla los consumen y donde los ladrones los desentierran y roban; sino atesoraos tesoros en el cielo»[97]. Cuando se reflexiona que un apóstol de Cristo, uno de los Doce, como con dolor observan los evangelistas, Judas, fue arrastrado al abismo de la maldad precisamente por el espíritu de codicia de los bienes de la tierra, se comprende bien que ese mismo espíritu haya podido acarrear a la Iglesia tantos males en el curso de los siglos. La codicia, llamada por el Espíritu Santo raíz de todos los males[98], puede llevar al hombre a todos los crímenes; y cuando a tanto no llegue, un sacerdote tocado de este vicio, prácticamente, a sabiendas o sin advertirlo, hace causa común con los enemigos de Dios y de la Iglesia y coopera a la realización de sus inicuos planes.

40. Al contrario, el desinterés sincero gana para el sacerdote las voluntades de todos, tanto más cuanto que con este despego de los bienes de la tierra, cuando procede de la fuerza íntima de la fe, va siempre unida una tierna compasión para con toda suerte de desgraciados, la cual hace del sacerdote un verdadero padre de los pobres, en los que, acordándose de las conmovedoras palabras de su Señor: «Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis»[99], con singular afecto reconoce, reverencia y ama al mismo Jesucristo.

Celo apostólico

41. Libre así el sacerdote católico de los dos principales lazos que podrían tenerle demasiado sujeto a la tierra, los de una familia propia y los del interés propio, estará mejor dispuesto para ser inflamado en el fuego celestial que brota de lo íntimo del Corazón de Jesucristo, y no aspira sino a comunicarse a corazones apostólicos, para abrasar toda la tierra[100], esto es, con el fuego del celo. Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe, como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura[101], devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con extensión y perfección siempre crecientes.

42. ¿Cómo podrá un sacerdote meditar el Evangelio, oír aquel lamento del buen Pastor: «Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales también debo yo recoger»[102], y ver «los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse»[103], sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, pero desgraciadamente aun en los que llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor[104], que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió al corazón del Hijo de Dios?[105]. Nos referimos al sacerdote que sabe que en sus labios tiene la palabra de vida, y en sus manos instrumentos divinos de regeneración y salvación. Pero, loado sea Dios, que precisamente esta llama del celo apostólico es uno de los rayos más luminosos que brillan en la frente del sacerdote católico; y Nos, lleno el corazón de paternal consuelo, contemplamos y vemos a nuestros hermanos y a nuestros queridos hijos, los obispos y los sacerdotes, como tropa escogida, siempre pronta a la voz del Supremo Jefe de la Iglesia para correr a todos los frentes del campo inmenso donde se libran las pacíficas pero duras batallas entre la verdad y el error, la luz y las tinieblas, el reino de Dios y el reino de Satanás.

43. Pero de esta misma condición del sacerdocio católico, de ser milicia ágil y valerosa, procede la necesidad del espíritu de disciplina, y, por decirlo con palabra más profundamente cristiana, la necesidad de la obediencia: de aquella obediencia que traba hermosamente entre sí todos los grados de la jerarquía eclesiástica, de suerte que, como dice el obispo en la admonición a los ordenandos, la «santa Iglesia aparece rodeada, adornada y gobernada con variedad verdaderamente admirable, al ser consagrados en ella unos Pontífices, otros sacerdotes de grado inferior..., formándose de muchos miembros y diversos en dignidad un solo cuerpo, el de Cristo»[106]. Esta obediencia prometieron los sacerdotes a su obispo en el momento de separarse de él, luego de recibir la sagrada unción; esta obediencia, a su vez, juraron los obispos en el día de su consagración episcopal a la suprema cabeza visible de la Iglesia, al sucesor de San Pedro, al Vicario de Jesucristo.

Tenga, pues, la obediencia constantemente y cada vez más unidos, entre sí y con la cabeza, a los diversos miembros de la sagrada jerarquía, haciendo así a la Iglesia militante de verdad terrible a los enemigos de Dios como ejército en orden de batalla[107]. La obediencia modere el celo quizá demasiado ardiente de los unos y estimule la tibieza o la cobardía de los otros; señale a cada uno su puesto y lugar, y ése ocupe cada uno sin resistencias, que no servirían sino para entorpecer la obra magnífica que la Iglesia desarrolla en el mundo. Vea cada uno en las órdenes de los superiores jerárquicos las órdenes del verdadero y único Jefe, a quien todos obedecemos, Jesucristo Nuestro Señor, el cual se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de cruz[108].

En efecto, el divino y Sumo Sacerdote quiso que nos fuese manifiesta de modo singular la obediencia suya absolutísima al Eterno Padre; y por esto abundan los testimonios, tanto proféticos como evangélicos, de esta total y perfecta sujeción del Hijo de Dios a la voluntad del Padre: «Al entrar en el mundo dije: Tú no has querido sacrificio ni ofrenda; mas a mí me has apropiado un cuerpo... Entonces dije: Heme aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del libro, para cumplir, oh Dios, tu voluntad»[109]. Mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado[110]. Y aun en la cruz no quiso entregar su alma en las manos del Padre sin antes haber declarado que estaba ya cumplido todo cuanto las Sagradas Escrituras habían predicho de El, es decir, de toda la misión que el Padre le había confiado, hasta aquel último, tan profundamente misterioso, Sed tengo, que pronunció para que se cumpliese la Escritura[111], queriendo demostrar con esto cómo aun el celo más ardiente ha de estar siempre regido por la obediencia al que para nosotros hace las veces del Padre y nos transmite sus órdenes, esto es, a los legítimos superiores jerárquicos.

Ciencia

44. Quedaría incompleta la imagen del sacerdote católico, que Nos tratamos de poner plenamente iluminada a la vista de todo el mundo, si no destacáramos otro requisito importantísimo que la Iglesia exige de él: la ciencia. El sacerdote católico está constituido maestro de Israel[112], por haber recibido de Cristo el oficio y misión de enseñar la verdad: «Enseñad a todas las gentes»[113]. Está obligado a enseñar la doctrina de la salvación, y de esta enseñanza, a imitación del Apóstol de las Gentes, es deudor a sabios e ignorantes[114]. Y ¿cómo la ha de enseñar si no la sabe? En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley, dice el Espíritu Santo por Malaquías[115]. Mas nadie podría decir, para encarecer la necesidad de la ciencia sacerdotal, palabras más fuertes que las que un día pronunció la misma Sabiduría divina por boca de Oseas: «Por haber tú desechado la ciencia, yo te desecharé a ti para que no ejerzas mi sacerdocio»[116]. El sacerdote debe tener pleno conocimiento de la doctrina de la fe y de la moral católica; debe saber y enseñar a los fieles, y darles la razón de los dogmas, de las leyes y del culto de la Iglesia, cuyo ministro es; debe disipar las tinieblas de la ignorancia, que, a pesar de los progresos de la ciencia profana, envuelven a tantas inteligencias de nuestros días en materia de religión. Nunca ha estado tan en su lugar como ahora el dicho de Tertuliano: «El único deseo de la verdad es, algunas veces, el que no se la condene sin ser conocida»[117]. Es también deber del sacerdote despejar los entendimientos de los errores y prejuicios en ellos amontonados por el odio de los adversarios. Al alma moderna, que con ansia busca la verdad, ha de saber demostrársela con una serena franqueza; a los vacilantes, agitados por la duda, ha de infundir aliento y confianza, guiándolos con imperturbable firmeza al puerto seguro de la fe, que sea abrazada con un pleno conocimiento y con una firme adhesión; a los embates del error, protervo y obstinado, ha de saber hacer resistencia valiente y vigorosa, a la par que serena y bien fundada.

45. Es menester, por lo tanto, venerables hermanos, que el sacerdote, aun engolfado ya en las ocupaciones agobiadoras de su santo ministerio, y con la mira puesta en él, prosiga en el estudio serio y profundo de las materias teológicas, acrecentando de día en día la suficiente provisión de ciencia, hecha en el seminario, con nuevos tesoros de erudición sagrada que lo habiliten más y más para la predicación y para la dirección de las almas[118]. Debe, además, por decoro del ministerio que desempeña, y para granjearse, como es conveniente, la confianza y la estima del pueblo, que tanto sirven para el mayor rendimiento de su labor pastoral, poseer aquel caudal de conocimientos, no precisamente sagrados, que es patrimonio común de las personas cultas de la época; es decir, que debe ser hombre moderno, en el buen sentido de la palabra, como es la Iglesia, que se extiende a todos los tiempos, a todos los países, y a todos ellos se acomoda; que bendice y fomenta todas las iniciativas sanas y no teme los adelantos, ni aun los más atrevidos, de la ciencia, con tal que sea verdadera ciencia. En todos los tiempos ha cultivado con ventaja el clero católico cualesquiera campos del saber humano; y en algunos siglos de tal manera iba a la cabeza del movimiento científico, que clérigo era sinónimo de docto. La Iglesia misma, después de haber conservado y salvado los tesoros de la cultura antigua, que gracias a ella y a sus monasterios no desaparecieron casi por completo, ha hecho ver en sus más insignes Doctores cómo todos los conocimientos humanos pueden contribuir al esclarecimiento y defensa de la fe católica. De lo cual Nos mismo hemos, poco ha, presentado al mundo un ejemplo luminoso, colocando el nimbo de los Santos y la aureola de los Doctores sobre la frente de aquel gran maestro del insuperable maestro Tomás de Aquino, de aquel Alberto Teutónico a quien ya sus contemporáneos honraban con el sobrenombre de Magno y de Doctor universal.

46. Verdad es que en nuestros días no se puede pedir al clero semejante primacía en todos los campos del saber: el patrimonio científico de la humanidad es hoy tan crecido, que no hay hombre capaz de abrazarlo todo, y menos aún de sobresalir en cada uno de sus innumerables ramos. Sin embargo, si por una parte conviene con prudencia animar y ayudar a los miembros del clero que, por afición y con especial aptitud para ello, se sienten movidos a profundizar en el estudio de esta o aquella arte o ciencia, no indigna de su carácter eclesiástico, porque tales estudios, dentro de sus justos límites y bajo la dirección de la Iglesia, redundan en honra de la misma Iglesia y en gloria de su divina Cabeza, Jesucristo, por otra todos los demás clérigos no se deben contentar con lo que tal vez bastaba en otros tiempos, mas han de estar en condiciones de adquirir, mejor dicho, deben de hecho tener una cultura general más extensa y completa, correspondiente al nivel más elevado y a la mayor amplitud que, hablando en general, ha alcanzado la cultura moderna comparada con la de los siglos pasados.

Santidad y ciencia

47. Es verdad que, en algún caso, el Señor, que juega con el universo[119], ha querido en tiempos bien cercanos a los nuestros elevar a la dignidad sacerdotal —y hacer por medio de ellos un bien prodigioso— a hombres desprovistos casi completamente de este caudal de doctrina de que tratamos; ello fue para enseñarnos a todos a estimar en más la santidad que la ciencia y a no poner mayor confianza en los medios humanos que en los divinos; en otras palabras: fue porque el mundo ha menester que se repita de tiempo en tiempo en sus oídos esta salvadora lección práctica: «Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios..., a fin de que ningún mortal se gloríe ante su presencia»[120]. Así, pues, como en el orden natural con los milagros se suspende, de momento, el efecto de las leyes físicas, sin ser abrogadas, así estos hombres, verdaderos milagros vivientes en quienes la alteza de la santidad suplía por todo lo demás, en nada desmienten la verdad y necesidad de cuanto Nos hemos venido recomendando.

48. Esta necesidad de la virtud y del saber, y esta obligación, además, de llevar una vida ejemplar y edificante, y de ser aquel buen olor de Cristo[121] que el sacerdote debe en todas partes difundir en torno suyo entre cuantos se llegan a él, se hace sentir hoy con tanta mayor fuerza y viene a ser tanto más cierta y apremiante cuanto que la Acción Católica, este movimiento tan consolador que tiene la virtud de impulsar las almas hacia los más altos Ideales de perfección, pone a los seglares en contacto más frecuente y en colaboración más íntima con el sacerdote, a quien, naturalmente, no sólo acuden como a director, sino aun le toman también por dechado de vida cristiana y de virtudes apostólicas.

III. LA FORMACIÓN DE LOS CANDIDATOS
AL SACERDOCIO

Seminarios

49. Si tan alta es la dignidad del sacerdocio y tan excelsas las dotes que exige, síguese de aquí, venerables hermanos, la imprescindible necesidad de dar a los candidatos al santuario una formación adecuada. Consciente la Iglesia de esta necesidad, por ninguna otra cosa quizá, en el transcurso de los siglos, ha mostrado tan activa solicitud y maternal desvelo como por la formación de sus sacerdotes. Sabe muy bien que, si las condiciones religiosas y morales de los pueblos dependen en gran parte del sacerdocio, el porvenir mismo del sacerdote depende de la formación recibida, porque también respecto a él es muy verdadero el dicho del Espíritu Santo: «La senda que uno emprendió de joven, esa misma seguirá de viejo»[122]. Por eso la Iglesia, guiada por ese divino Espíritu, ha querido que en todas partes se erigiesen seminarios, donde se instruyan y se eduquen con especial cuidado los candidatos al sacerdocio.

Superiores y maestros

50. El seminario, por lo tanto, es y debe ser como la pupila de vuestros ojos, venerables hermanos, que compartís con Nos el formidable peso del gobierno de la Iglesia; es y debe ser el objeto principal de vuestros cuidados. Ante todo, se debe hacer con mucho miramiento la elección de superiores y maestros, y particularmente de director y padre espiritual, a quien corresponde una parte tan delicada e importante de la formación del alma sacerdotal. Dad a vuestros seminarios los mejores sacerdotes, sin reparar en quitarlos de cargos aparentemente más importantes, pero que, en realidad, no pueden ponerse en parangón con esa obra capital e insustituible; buscadlos en otra parte, si fuere necesario, dondequiera que podáis hallarlos verdaderamente aptos para tan noble fin; sean tales que enseñen con el ejemplo, mucho más que con la palabra, las virtudes sacerdotales; y que juntamente con la doctrina sepan infundir un espíritu sólido, varonil, apostólico; que hagan florecer en el seminario la piedad, la pureza, la disciplina y el estudio, armando a tiempo y con prudencia los ánimos juveniles no sólo contra las tentaciones presentes, sino también contra los peligros mucho más graves a que se verán expuestos más tarde en el mundo, en medio del cual tendrán que vivir para salvar a todos[123].

Estudios filosóficos siguiendo a Sto. Tomás

51. Y a fin de que los futuros sacerdotes puedan poseer la ciencia que nuestros tiempos exigen, como anteriormente hemos declarado, es de suma importancia que, después de una sólida formación en los estudios clásicos, se instruyan y ejerciten bien en la filosofía escolástica según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico[124].

Esta filosofía perenne, como la llamaba nuestro gran predecesor León XIII, no solamente les es necesaria para profundizar en los dogmas, sino que les provee de armas eficaces contra los errores modernos, cualesquiera que sean, disponiendo su inteligencia para distinguir claramente lo verdadero de lo falso; para todos los problemas de cualquier especie o para otros estudios que tengan que hacer les dará una claridad de vista intelectual que sobrepujará a la de muchos otros que carezcan de esta formación filosófica, aunque estén dotados de más vasta erudición.

Seminarios regionales

52. Y si, como sucede, especialmente en algunas regiones, la pequeña extensión de las diócesis, o la dolorosa escasez de alumnos, o la falta de medios y de hombres a propósito no permitiesen que cada diócesis tenga su propio seminario bien ordenado según todas las leyes del Código de Derecho Canónico[125] y las demás prescripciones eclesiásticas, es sumamente conveniente que los obispos de aquella región se ayuden fraternalmente y unan sus fuerzas, concentrándolas en un seminario común, a la altura de su elevado objeto.

Las grandes ventajas de tal concentración compensarán abundantemente los sacrificios hechos para conseguirlas. Aun lo doloroso que es a veces para el corazón paternal del obispo ver apartados temporalmente del pastor a los clérigos, sus futuros colaboradores, en los que quisiera transfundir él mismo su espíritu apostólico, y alejados también del territorio que deberá ser más tarde el campo de sus ministerios, será después recompensado con creces al recibirlos mejor formados y provistos de aquel patrimonio espiritual que difundirán con mayor abundancia y con mayor fruto en beneficio de su diócesis. Por esta razón, Nos no hemos dejado nunca de animar, promover y favorecer tales iniciativas, antes con frecuencia las hemos sugerido y recomendado. Por nuestra parte, además, donde lo hemos creído necesario, Nos mismo hemos erigido, o mejorado, o ampliado varios de esos seminarios regionales, como a todos es notorio, no sin grandes gastos y graves afanes, y con la ayuda de Dios continuaremos en adelante aplicándonos con el mayor celo a fomentar esta obra, que reputamos como una de las más útiles al bien de la Iglesia.

Selección de candidatos

53. Todo este magnífico esfuerzo por la educación de los aspirantes a ministros del santuario de poco serviría si no fuese muy cuidada la selección de los mismos candidatos, para los cuales se erigen y sostienen los seminarios. A esta selección deben concurrir todos cuantos están encargados de la formación del clero: superiores, directores espirituales, confesores, cada uno en el modo y dentro de los límites de su cargo. Así como deben con toda diligencia cultivar la vocación divina y fortalecerla, así con no menor celo deben, a tiempo, separar y alejar a los que juzgaren desprovistos de las cualidades necesarias, y que se prevé, por lo tanto, que no han de ser aptos para desempeñar digna y decorosamente el ministerio sacerdotal. Y aunque lo mejor es hacer esta eliminación desde el principio, porque en tales cosas el esperar y dar largas es grave error y causa no menos graves daños, sin embargo, cualquiera que haya sido la causa del retardo, se debe corregir el error, tan pronto como se advirtiere, sin respetos humanos y sin aquella falsa compasión que sería una verdadera crueldad no sólo para con la Iglesia, a quien se daría un ministro inepto o indigno, sino también para con el mismo joven, que, extraviado ese camino, se encontraría expuesto a ser piedra de escándalo para sí y para los demás, con peligro de eterna perdición.

Signos de vocación sacerdotal

54. No será difícil a la mirada vigilante y experimentada del que gobierna el seminario, que observa y estudia con amor, uno por uno, a los jóvenes que le están confiados y sus inclinaciones, no será difícil, repetimos, asegurarse de si uno tiene o no verdadera vocación sacerdotal. La cual, como bien sabéis, venerables hermanos, más que en un sentimiento del corazón, o en una sensible atracción, que a veces puede faltar o dejar de sentirse, se revela en la rectitud de intención del aspirante al sacerdocio, unida a aquel conjunto de dotes físicas, intelectuales y morales que le hacen idóneo para tal estado. Quien aspira al sacerdocio sólo por el noble fin de consagrarse al servicio de Dios y a la salvación de las almas, y juntamente tiene, o al menos procura seriamente conseguir, una sólida piedad, una pureza de vida a toda prueba y una ciencia suficiente en el sentido que ya antes hemos expuesto, este tal da pruebas de haber sido llamado por Dios al estado sacerdotal. Quien, por lo contrario, movido quizá por padres mal aconsejados, quisiere abrazar tal estado con miras de ventajas temporales y terrenas que espera encontrar en el sacerdocio (como sucedía con más frecuencia en tiempos pasados); quien es habitualmente refractario a la obediencia y a la disciplina, poco inclinado a la piedad, poco amante del trabajo y poco celoso del bien de las almas; especialmente quien es inclinado a la sensualidad y aun con larga experiencia no ha dado pruebas de saber dominarla; quien no tiene aptitud para el estudio, de modo que se juzga que no ha de ser capaz de seguir con bastante satisfacción los cursos prescritos; todos éstos no han nacido para sacerdotes, y el dejarlos ir adelante, casi hasta los umbrales mismos del santuario, les hace cada vez más difícil el volver atrás, y quizá les mueva a atravesarlos por respeto humano, sin vocación ni espíritu sacerdotal.

Responsables de la selección

55. Piensen los rectores de los seminarios, piensen los directores espirituales y confesores, la responsabilidad gravísima que echan sobre sí para con Dios, para con la Iglesia y para con los mismos jóvenes, si por su parte no hacen todo cuanto les sea posible para impedir un paso tan errado. Decimos que aun los confesores y directores espirituales podrían ser responsables de un tan grave yerro, no porque puedan ellos hacer nada en el fuero externo, cosa que les veda severamente su mismo delicadísimo cargo, y muchas veces también el inviolable sigilo sacramental, sino porque pueden influir mucho en el ánimo de cada uno de los alumnos, y porque deben dirigir a cada uno con paternal firmeza según lo que su bien espiritual requiera. Ellos, por lo tanto, sobre todo si por alguna razón los superiores no toman la mano o se muestran débiles, deben intimar, sin respetos humanos, a los ineptos o a los indignos la obligación de retirarse cuando están aún a tiempo, ateniéndose en este particular a la sentencia más segura, que en este caso es también la más favorable para el penitente, pues le preserva de un paso que podría serle eternamente fatal.

Y si alguna vez no viesen tan claro que deben imponer obligación, válganse al menos de toda la autoridad que les da su cargo y del afecto paterno que tienen a sus hijos espirituales, para inducir a los que no tienen las disposiciones debidas a que ellos mismos se retiren espontáneamente. Acuérdense los confesores de lo que en materia semejante dice San Alfonso María de Ligorio: «Generalmente hablando... (en estos casos), cuanto mayor rigor use el confesor con el penitente, tanto más le ayudará a salvarse; y al revés, cuanto más benigno se muestre, tanto más cruel será. Santo Tomás de Villanueva llamaba a estos confesores demasiado benignos despiadadamente piadosos, impie pios. Tal caridad es contraria a la caridad»[126].

Responsabilidad principal del obispo

56. Pero la responsabilidad principal será siempre la del obispo, el cual, según la gravísima ley de la Iglesia, no debe conferir las sagradas órdenes a ninguno de cuya aptitud canónica no tenga certeza moral fundada en razones positivas; de lo contrario, no sólo peca gravísimamente, sino que se expone al peligro de tener parte en los pecados ajenos[127]; canon en que se percibe bien claramente el eco del aviso del Apóstol a Timoteo: «A nadie impongas de ligero las manos ni te hagas partícipe de pecados ajenos»[128]. «Imponer ligeramente las manos es (como explica nuestro predecesor San León Magno) conferir la dignidad sacerdotal, sin haberlos probado, a quienes no tienen ni la edad conveniente, ni el mérito de la obediencia, ni han sufrido los debidos exámenes, ni el rigor de la disciplina, y ser partícipe de pecados ajenos es hacerse tal el que ordena cual es el que no merecía ser ordenad»[129], porque, como dice San Juan Crisóstomo, dirigiéndose al obispo, «pagarás también tú la pena de sus pecados, así pasados como futuros, por haberle conferido la dignidad»[130].

57. Palabras severas, venerables hermanos; pero más terrible es aún la responsabilidad que ellas indican, la cual hacía decir al gran obispo de Milán San Carlos Borromeo: «En este punto, aun una pequeña negligencia de mi parte puede ser causa de muy grandes pecados»[131]. Ateneos, por lo tanto, al consejo del antes citado Crisóstomo: «No es después de la primera prueba, ni después de la segunda o tercera, cuando has de imponer las manos, sino cuando lo tengas todo bien considerado y examinado»[132]. Lo cual debe observarse sobre todo en lo que toca a la santidad de la vida de los candidatos al sacerdocio. «No basta —dice el santo obispo y doctor San Alfonso María de Ligorio— que el obispo nada malo sepa del ordenando, sino que debe asegurarse de que es positivamente bueno»[133]. Así que no temáis parecer demasiado severos si, haciendo uso de vuestro derecho y cumpliendo vuestro deber, exigís de antemano tales pruebas positivas y, en caso de duda, diferís para más tarde la ordenación de alguno; porque, como hermosamente enseña San Gregorio Magno: «Se cortan, cierto, en el bosque las maderas que sean aptas para los edificios, pero no se carga el peso del edificio sobre la madera, luego de cortada en el bosque, sino después que al cabo de mucho tiempo esté bien seca y dispuesta para la obra; que si no se toman estas precauciones, bien pronto se quiebra con el peso»[134], o sea, por decirlo con las palabras claras y breves del Angélico Doctor, «las sagradas órdenes presuponen la santidad..., de modo que el peso de las órdenes debe cargar sobre las paredes que la santidad haya bien desecado de la humedad de los vicios»[135].

Normas de la S.C. de Sacramentos

58. Por lo demás, si se guardan diligentemente todas las prescripciones canónicas, si todos se atienen a las prudentes normas que, pocos años ha, hicimos Nos promulgar por la Sagrada Congregación de Sacramentos sobre esta materia[136], se ahorrarán muchas lágrimas a la Iglesia, y al pueblo fiel muchos escándalos.

59. Y puesto que para los religiosos quisimos que se diesen normas análogas[137], a la par que encarecemos a quien corresponde su fiel observancia, advertimos a todos los superiores generales de los Institutos religiosos que tienen jóvenes destinados al sacerdocio, que tomen como dicho a sí todo lo que hasta aquí hemos recomendado para la formación del clero, ya que ellos son los que presentan sus súbditos para que sean ordenados por los obispos, y éstos generalmente se remiten a su juicio.

60. Ni se dejen apartar, tanto los obispos como los superiores religiosos, de esta bien necesaria severidad por temor a que llegare a disminuir el número de sacerdotes de la diócesis o del Instituto. El Angélico Doctor Santo Tomás se propuso ya esta dificultad, a la que responde así con su habitual sabiduría y lucidez: «Dios nunca abandona de tal manera a su Iglesia que no se hallen ministros idóneos en número suficiente para las necesidades de los fieles si se promueve a los que son dignos y se rechaza a los indignos»[138]. Y en todo caso, como bien observa el mismo Santo Doctor, repitiendo casi a la letra las graves palabras del concilio ecuménico IV Lateranense[139]: «Si no se pudieran encontrar tantos ministros como hay ahora, mejor es que haya pocas buenos que muchos malos»[140].

Que es lo mismo que Nos recomendamos en una solemne circunstancia, cuando con ocasión de la peregrinación internacional de los seminaristas durante el año de nuestro jubileo sacerdotal, hablando al imponente grupo de los arzobispos y obispos de Italia, dijimos que vale más un sacerdote bien formado que muchos poco o nada preparados, con los cuales no puede contar la Iglesia, si es que no tiene más bien que llorar[141]. ¡Qué terrible cuenta tendremos que dar, venerables hermanos, al Príncipe de los Pastores[142], al Obispo supremo de las almas[143], si las hemos encomendado a guías ineptos y a directores incapaces!

Oración y trabajo por las vocaciones

61. Pero, aunque se deba tener siempre por verdad inconmovible que no ha de ser el número, sin más, la principal preocupación de quien trabaja en la formación del clero, todos, empero, deben esforzarse por que se multipliquen los vigorosos y diligentes obreros de la viña del Señor; tanto más cuanto que las necesidades morales de la sociedad, en vez de disminuir, van en aumento.

Entre todos los medios que se pueden emplear para conseguir tan noble fin, el más fácil y a la vez el más eficaz y más asequible a todos (y que, por lo tanto, todos deben emplear) es la oración, según el mandato de Jesucristo mismo: «La mies es mucha, mas los obreros pocos: rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies»[144]. ¿Qué oración puede ser más agradable al Corazón Santísimo del Redentor? ¿Cuál otra puede tener esperanza de ser oída más pronto y obtener más fruto que ésta, tan conforme a los ardientes deseos de aquel divino Corazón? Pedid, pues, y se os dará[145], pedid sacerdotes buenos y santos, y el Señor, sin duda, los concederá a su Iglesia, como siempre los ha concedido en el transcurso de los siglos, aun en los tiempos que parecían menos propicios para el florecimiento de las vocaciones sacerdotales; más aún, precisamente en esos tiempos los concedió en mayor número, como se ve con sólo fijarse en la hagiografía católica del siglo XIX, tan rica en hombres gloriosos del clero secular y regular, entre los que brillan como astros de primera magnitud aquellos tres verdaderos gigantes de santidad, ejercitada en tres campos tan diversos, a quienes Nos mismo hemos tenido el consuelo de ceñir la aureola de los Santos: San Juan María Vianney, San José Benito Cottolengo y San Juan Bosco.

62. No se han de descuidar, sin embargo, los medios humanos de cultivar la preciosa semilla de la vocación que Dios Nuestro Señor siembra abundantemente en los corazones generosos de tantos jóvenes; por eso Nos alabamos y bendecimos y recomendamos con toda nuestra alma aquellas provechosas instituciones que de mil maneras y con mil santas industrias, sugeridas por el Espíritu Santo, atienden a conservar, fomentar y favorecer las vocaciones sacerdotales. «Por más que discurramos —decía el amable santo de la caridad, San Vicente de Paúl—, siempre hallaremos que no podríamos contribuir a cosa ninguna tan grande como a la formación de buenos sacerdotes»[146]. Nada, en realidad, hay más agradable a Dios, más honorífico a la Iglesia, de más provecho a las almas, que el don precioso de un sacerdote santo. Y consiguientemente, si quien da un vaso de agua a uno de los más pequeños entre los discípulos de Jesucristo no perderá su galardón[147], ¿qué galardón no obtendrá quien pone, por decirlo así, en las manos puras de un joven levita el cáliz sagrado con la purpúrea Sangre del Redentor y concurre con él a elevar al cielo tal prenda de pacificación y de bendición para la humanidad?

Acción Católica y vocaciones

63. Aquí nuestro pensamiento se vuelve agradecido hacia esa Acción Católica, con tan vivo interés por Nos imperada, impulsada y defendida, la cual, como participación de los seglares en el apostolado jerárquico de la Iglesia, no puede desinteresarse de este problema tan vital de las vocaciones sacerdotales. De hecho, con íntimo consuelo nuestro la vemos distinguirse en todas partes (al par que en los otros campos de la actividad cristiana), de un modo especial en éste.

Y en verdad que el más rico premio de sus afanes es, precisamente, la abundancia verdaderamente admirable de vocaciones al estado sacerdotal y religioso que van floreciendo en sus filas juveniles, mostrando con esto que no sólo es campo fecundo para el bien, sino también un jardín bien guardado y cultivado, donde las más hermosas y delicadas flores pueden crecer sin peligro de ajarse. Sepan apreciar todos los afiliados a la Acción Católica el honor que de esto resulta para su asociación, y persuádanse que los seglares católicos de ninguna otra manera entrarán de verdad a la parte de aquella tan alta dignidad del real sacerdocio, que el Príncipe de los Apóstoles atribuye a todo el pueblo cristiano[148], mejor que contribuyendo al aumento de las filas del clero secular y regular.

Familia y vocaciones

64. Pero el jardín primero y más natural donde deben germinar y abrirse como espontáneamente las flores del santuario, será siempre la familia verdadera y profundamente cristiana. La mayor parte de los obispos y sacerdotes santos, cuyas alabanzas pregona la Iglesia[149], han debido el principio de su vocación y santidad a los ejemplos y lecciones de un padre lleno de fe y virtud varonil, de una madre casta y piadosa, de una familia en la que reinaba soberano, junto con la pureza de costumbres, el amor de Dios y del prójimo. Las excepciones a esta regla de la providencia ordinaria son raras y no hacen sino confirmarla.

Cuando en una familia los padres, siguiendo el ejemplo de Tobías y Sara, piden a Dios numerosa descendencia que bendiga el nombre del Señor por los siglos de los siglos[150] y la reciben con acción de gracias como don del cielo y depósito precioso, y se esfuerzan por infundir en sus hijos desde los primeros años el santo temor de Dios, la piedad cristiana, la tierna devoción a Jesús en la eucaristía, y a la Santísima Virgen, el respeto y veneración a los lugares y personas consagrados a Dios; cuando los hijos tienen en sus padres el modelo de una vida honrada, laboriosa y piadosa; cuando los ven amarse santamente en el Señor, recibir con frecuencia los santos sacramentos, y no sólo obedecer a las leyes de la Iglesia sobre ayunos y abstinencias, pero aun conformarse con el espíritu de la mortificación cristiana voluntaria; cuando los ven rezar, aun en el mismo lugar doméstico, agrupando en torno a sí a toda la familia, para que la oración hecha así, en común, suba y sea mejor recibida en el cielo; cuando observan que se compadecen de las miserias ajenas y reparten a los pobres de lo poco o mucho que poseen, será bien difícil que tratando todos de emular los ejemplos de sus padres, alguno de ellos a lo menos no sienta en su interior la voz del divino Maestro que le diga: «Ven, sígueme[151], y haré que seas pescador de hombres»[152]. ¡Dichosos los padres cristianos que, ya que no hagan objeto de sus más fervorosas oraciones estas visitas divinas, estos mandamientos de Dios dirigidos a sus hijos (como sucedía con mayor frecuencia que ahora en tiempos de fe más profunda), siquiera no los teman, sino que vean en ellos una grande honra, una gracia de predilección y elección por parte del Señor para con su familia!

65. Preciso es confesar, por desgracia, que con frecuencia, con demasiada frecuencia, los padres, aun los que se glorían de ser sinceramente cristianos y católicos, especialmente en las clases más altas y más cultas de la sociedad, parece que no aciertan a conformarse con la vocación sacerdotal o religiosa de sus hijos, y no tienen escrúpulo de combatir la divina vocación con toda suerte de argumentos, aun valiéndose de medios capaces de poner en peligro no sólo la vocación a un estado más perfecto, sino aun la conciencia misma y la salvación eterna de aquellas almas que, sin embargo, deberían serles tan queridas.

Este abuso lamentable, lo mismo que el introducido malamente en tiempos pasados de obligar a los hijos a tomar estado eclesiástico, aun sin vocación alguna ni disposición para él[153], no honra, por cierto, a las clases sociales más elevadas, que tan poco representadas están en nuestros días, hablando en general, en las filas del clero; porque, si bien es verdad que la disipación de la vida moderna, las seducciones que, sobre todo en las grandes ciudades, excitan prematuramente las pasiones de los jóvenes, y las escuelas, en muchos países tan poco propicias al desarrollo de semejantes vocaciones, son, en gran parte, causa y dolorosa explicación de la escasez de ellas en las familias pudientes y señoriales, no se puede negar que esto arguye una lastimosa disminución de la fe en ellas mismas.

66. En verdad, si se mirasen las cosas a la luz de la fe, ¿qué dignidad más alta podrían los padres cristianos desear para sus hijos, qué empleo más noble que aquel que, como hemos dicho, es digno de la veneración de los ángeles y de los hombres? Una larga y dolorosa experiencia enseña, además, que una vocación traicionada (no se tenga por demasiado severa esta palabra) viene a ser fuente de lágrimas no sólo para los hijos, sino también para los desaconsejados padres. Y quiera Dios que tales lágrimas no sean tan tardías que se conviertan en lágrimas eternas.

CONCLUSIÓN

Exhortación a los sacerdotes

67. Y ahora queremos dirigir directamente nuestra paternal palabra a todos vosotros, queridos hijos, sacerdotes del Altísimo, de uno y otro clero, esparcidos por todo el orbe católico: llegue a vosotros, gloria y gozo nuestro[154], que lleváis con tan buen ánimo el peso del día y del calor[155], que tan eficazmente nos ayudáis a Nos y a nuestros hermanos en el episcopado en el desempeño de nuestra obligación de apacentar el rebaño de Cristo, llegue nuestra voz de paterno agradecimiento, de aliento fervoroso, y a la par de sentido llamamiento, que aun conociendo y apreciando vuestro laudable celo, os dirigimos en las necesidades de la hora presente. Cuanto más van agravándose estas necesidades, tanto más debe crecer e intensificarse vuestra labor salvadora; puesto que vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo[156].

Llamados a ser santos

68. Mas, para que vuestra acción sea de veras bendecida por Dios y produzca fruto copioso, es necesario que esté fundada en la santidad de la vida. Esta es, como ya declaramos antes, la primera y más importante dote del sacerdote católico; sin ésta, las demás valen poco; con ésta, aun cuando las otras no sean tan eminentes, se pueden hacer maravillas, como se verificó (por citar sólo algunos ejemplos) en San José de Cupertino y, en tiempos más cercanos a nosotros, en aquel humilde cura de Ars, San Juan María Vianney, antes mencionado, a quien Nos pusimos por modelo y nombramos celestial patrono de todos los párrocos. Así, pues, ved —os diremos con el Apóstol de las Gentes—, considerad vuestra vocación[157], que el considerarla no podrá menos de haceros apreciar mejor cada día aquella gracia que os fue dada por la sagrada ordenación y estimularos a caminar de un modo digno del llamamiento con que fuisteis llamados[158].

Ejercicios espirituales y retiros mensuales

69. A esto os ayudará sumamente aquel medio que nuestro predecesor, de s. m., Pío X, en su piadosísima y afectuosísima Exhortación al Clero católico[159] (cuya lectura asidua calurosamente os recomendamos), pone en primer lugar entre las cosas que más ayudan a conservar y aumentar la gracia sacerdotal; medio aquel que Nos también varias veces, y sobre todo en nuestra carta encíclica Mens nostra[160], paternal y solemnemente inculcamos a todos nuestros hijos, pero especialmente a los sacerdotes, a saber: la práctica frecuente de los Ejercicios espirituales. Y así como, al cerrarse nuestro jubileo sacerdotal, no creíamos poder dejar a nuestros hijos recuerdo mejor y más provechoso de aquella fausta solemnidad que invitarlos por medio de la susodicha encíclica a beber con más abundancia el agua viva que salta hasta la vida eterna[161], en esta fuente perenne, puesta por Dios providencialmente en su Iglesia, así ahora, a vosotros, queridos hijos, especialmente amados porque más directamente trabajáis con Nos por el advenimiento del reino de Cristo en la tierra, no creemos poder mostrar mejor nuestro paternal afecto que exhortándoos vivamente a emplear ese mismo medio de santificación de la mejor manera posible, según los principios y las normas expuestas por Nos en la citada encíclica, recogiéndoos al sagrado retiro de los Ejercicios espirituales, no solamente en los tiempos y en la medida estrictamente prescritos por las leyes eclesiásticas[162], pero aun con la mayor frecuencia y el mayor tiempo que os será permitido, no dejando de tomar, después, de cada mes un día para consagrarlo a más fervorosa oración y a mayor recogimiento[163], como han acostumbrado a hacerlo siempre los sacerdotes más celosos.

Reavivar la gracia de Dios

70. En el retiro y en el recogimiento podrá también reavivar la gracia de Dios[164] quien por ventura hubiera venido a la herencia del Señor no por el camino recto de la verdadera vocación, sino por fines terrenales y menos nobles; puesto que, estando ya unido indisolublemente a Dios y a la Iglesia, no le queda sino seguir el consejo de San Bernardo: «Sean buenas en adelante tus actuaciones y tus aspiraciones, y sea santo tu ministerio; y de este modo, si no hubo antes vida santa, por lo menos háyala después»[165]. La gracia de Dios, y especialmente la que es propia del sacramento del Orden, no dejará de ayudarle, si con sinceridad lo desea, a corregir lo que entonces hubo de defectuoso en sus disposiciones personales y a cumplir todas las obligaciones de su estado presente, de cualquier manera que hubiere entrado en él.

Recogimiento y oración

71. De ese tiempo de recogimiento y de oración ellos y todos saldréis bien pertrechados contra las asechanzas del mundo; llenos de celo santo por la salvación de las almas; completamente inflamados en amor de Dios, como deben estar los sacerdotes, más que nunca en estos tiempos, en los que, junto a tanta corrupción y perversión diabólica, se nota en todas partes del mundo un poderoso despertar religioso en las almas, un soplo del Espíritu Santo que se extiende sobre el mundo para santificarlo y para renovar con su fuerza creadora la faz de la tierra[166]. Llenos de este Espíritu Santo, comunicaréis este amor de Dios, como sagrado incendio, a cuantos se llegaren a vosotros, viniendo a ser con toda verdad portadores de Cristo en medio de esta sociedad tan perturbada, y que sólo de Jesucristo puede esperar salvación, porque El es sólo y siempre el verdadero Salvador del mundo[167].

Exhortación a los seminaristas

72. Antes de terminar, queremos, oh jóvenes que os estáis formando para el sacerdocio, volver hacia vosotros con la más particular ternura nuestro pensamiento y dirigiros nuestra palabra, encomendándoos de lo más íntimo del corazón que os preparéis con todo empeño para la gran misión a que Dios os llama. Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y de los pueblos, que mucho o, por mejor decir, todo lo esperan de vosotros; porque de vosotros esperan aquel conocimiento de Dios y de Jesucristo, activo y vivificante, en el cual consiste la vida eterna[168]. Procurad, por consiguiente, con la piedad, con la pureza, con la humildad, con la obediencia, con el amor a la disciplina y al estudio, llegar a formaros sacerdotes verdaderamente según os quiere Cristo. Persuadíos de que la diligencia que pongáis en esta vuestra sólida formación, por cuidadosa y atenta que sea, nunca será demasiada, dependiendo, como en gran parte depende, de ella toda vuestra futura actividad apostólica. Portaos de manera que la Iglesia, en el día de vuestra ordenación sacerdotal, encuentre en vosotros lo que de vosotros quiere, a saber, que «os recomienden la sabiduría del cielo, las buenas costumbres y la larga práctica de la virtud, para que luego el buen olor de vuestra vida deleite a la Iglesia de Jesucristo, y con la predicación y ejemplo edifiquéis la casa, es decir, la familia de Dios»[169].

Sólo así podréis continuar las gloriosas tradiciones del sacerdocio católico y acelerar la hora tan deseada en la cual la humanidad pueda gozar los frutos de la paz de Cristo en el reino de Cristo.

Misa votiva

73. Para terminar ya esta nuestra carta, nos complacemos en comunicaros a vosotros, venerables hermanos nuestros en el episcopado, y por vuestro medio a todos nuestros queridos hijos de uno y otro clero, que como solemne testimonio de nuestro agradecimiento por la santa cooperación con que ellos, siguiendo vuestra dirección y ejemplo, han hecho tan abundantemente fructuoso para las almas este Año de la Redención; y más todavía para que sea perenne el piadoso recuerdo y la glorificación de aquel sacerdocio del cual el nuestro y el vuestro, venerables hermanos, y el de todos los sacerdotes de Jesucristo, no es sino una participación, hemos creído oportuno, oído el parecer de la Sagrada Congregación de Ritos, preparar una Misa propia votiva de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, que tenemos el gusto y consuelo de publicar junto con esta nuestra carta encíclica, y que se podrá celebrar los jueves, conforme a las prescripciones litúrgicas.

74. No nos queda, venerables hermanos, sino dar a todos la bendición apostólica y paterna, que todos desean y esperan del Padre común; la cual sea bendición de acción de gracias por todos los beneficios concedidos por la Divina Bondad en estos dos Años Santos extraordinarios de la Redención, y que sea también una prenda de felicitaciones para el año nuevo que va a comenzar.

Dado en Roma, junto a San Pedro, a 20 de diciembre de 1935, en el 56.° aniversario de nuestra ordenación sacerdotal, de nuestro pontificado año decimocuarto.

 

PIUS PP.XI


Notas

[1] Mt 5,13-14.

[2] Enc. Ubi arcano (23 dic. 1922).

[3] AAS 14, 449ss.

[4] AAS 23, 241ss.

[5] AAS 25 5-10.

[6] Enc. Divini illius Magistri (31 dic. 1929).

[7] Enc. Casti connubii (31 dic. 1930).

[8] Enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931).

[9] Enc. Caritate Christi (3 mayo 1932).

[10] Enc. Acerba animi (29 sept. 1932).

[11] Cf. Gén 14,18.

[12] Cf. Heb 5,10; 6,20; 7,1-11.15.

[13] Heb 5,1.

[14] Cf. Heb cap. l l.

[15] Cf. Fl. Jos., Antiq. 11,8,5.

[16] Cf. Dan 5.1-30.

[17] 1 Cor 4,1.

[18] Jn 20,21.

[19] Lc 2,14.

[20] Sess.22, c.l.

[21] Heb 7,24.

[22] 1 Cor 11,23ss.

[23] Sal 109,4.

[24] Lc 22,19; 1 Cor 11,24.

[25] Cf. Mal 1,11.

[26] Conc. Trid., sess.22, c.2.

[27] De sacerdotio 3,4: PG 48,642.

[28] Cf. 1 Cor 4,1.

[29] De sacerdotio 3,5.

[30] Jn 20,23.

[31] Mc 2,7.

[32] Lc 7,49.

[33] Lc 5,24.

[34] Manzoni, Osservazioni sulla morale cattolica, c.18.

[35] Cf. Sal 109,4.

[36] Cf. 1 Cor 4,1.

[37] Cf. Act 6,4.

[38] Mt 28,19-20.

[39] Jn 1,9.

[40] Cf. Mt 13,31-32.

[41] Mt 16,27.

[42] Cf. Jn 13,34.

[43] Cf. Heb 4,12.

[44] Cf. 2 Pe 1,19.

[45] Cf. Lc 6,12.

[46] Cf. Heb 7,25.

[47] Cf. Sal 49,14.

[48] Cf. Mt 7,7-11; Mc 11,24; Lc 11,9-13.

[49] S. Juan Crisóst., Homil. 5 in Is.

[50] Cf 1 Tim 2,5.

[51] Suppl. 36,1 ad 2.

[52] Decret, dist.88 can.6.

[53] Lev 21,8.

[54] Sal 131,9.

[55] Explanat. in Psalmos, Ps.131,9.

[56] De instit. et regim. Prael., c.ll.

[57] Suppl. 35,1 ad 3.

[58] Pontif. Rom. de ordinat. presbyt.

[59] Ep. 1,1, ep.25.

[60] Hech 1,1.

[61] Jn 7,46.

[62] Cf. Mc 7,37.

[63] Mt 23,2-3.

[64] Sal 125,6.

[65] 1 Cor 9,27.

[66] Mt 5,48.

[67] CIC (1917) c.124.

[68] Cf. 2 Cor 5,20.

[69] 1 Cor 4,16; 11,1.

[70] 1 Tim 4,8.

[71] Ibíd.

[72] CIC (1917) c.132, § 1.

[73] Jn 4,24. 

[74] Cicerón, De leg. 2 8 y 10.

[75] Cf. Lev 33-35.

[76] Conc. Elvira, c.33 (Mansi 2,11).

[77] Cf. Mt 19,11.

[78] Brev. Rom. Hymn. ad Laudes in festo SS. Nom. Iesu.

[79] 1 Cor 7,32.

[80] Cf. Mt 19,11.

[81] Conc. Cartag.. 11 c.2 (Mansi 3,191).

[82] Advers. haeres. Panar. 59,4: PG 41,1024.

[83] Brev. Rom. d.18 iun.4,6.

[84] Carmina Nisibaena, carm.19 (edit. Bickel, p.112). 

[85] Ibíd. carm.l8.

[86] De sacerdotio 3,4: PG 48,642.

[87] Advers. haeres. Panar. 59,4: PG 41,1024.

[88] Cf. Tob 12,15.

[89] Cf. Lc 2,49; 1 Cor 7,32.

[90] Cf. Flp 3,20.

[91] Cf. CIC (1917) c.971.

[92] Cf. 2 Tim 2,3-4.

[93] 1 Cor 9 13-14.

[94] Mt 5,12.

[95] Tit 1,7.

[96] Flp 2,21.

[97] Mt 6,19-20.

[98] 1 Tim 6,10.

[99] Mt 25,40.

[100] Cf. Lc 12,49.

[101] Cf. Sal 68,10; Jn 2,I7.

[102] Jn 10,16.

[103] Jn 4,35.

[104] Mt 9,36.

[105] Cf. Mt 9,36; 14,14; 15,32; Mc 6,34; 8,2, etc.

[106] Pont. Rom. de ordinat. presbyt.

[107] Cf. Cant. 6,3,9.

[108] Cf. Flp 2,8.

[109] Heb 10,5-7.

[110] Jn 4,34.

[111] Jn 19,28.

[112] Jn 3,10.

[113] Mt 28,19.

[114] Rom 1,14.

[115] Mal 2,7.

[116] Os 4,6.

[117] Apolog. c.l.

[118] Cf. CIC (1917) c.129.

[119] Prov 8,31.

[120] 1 Cor 1,27.29.

[121] 2 Cor 2,15.

[122] Prov 22,6.

[123] Cf. 1 Cor 9,22.

[124] CIC (1917) c.1366, § 2.

[125] CIC (1917) tít.2l, c.1352-1371.

[126] S. Alf. M. de Ligorio, Opere asc. 3 122 (Marietti 1847).

[127] CIC (1917) c.973,3. 

[128] 1 Tim 5,22. 

[129] Ep. 12: PL 54,647. 

[130] Hom. 16 in Tim: PG 62,587. 

[131] Hom. ad ordinandos (1 junio 1577); Homiliae (ed. bibl. Ambros. Mediol. 1747) 4,270. 

[132] Hom. 16 in Tim.: PG 62,587.

[133] Theol. mor. de Sacram. Ordin. n.803. 

[134] Ep. 1,9,106: PL 70,1031.

[135] II-II q.189, a.l ad 3.

[136] Instructio super scrutinio candidatorum instituendo antequam ad Ordines promoveantur (27 dic. 1930): AAS 23 (1931) 120.

[137] Instructio ad supremos Religiosorum, etc. Moderatores de formatione clericali, etc. (1 dic. 1931): AAS 24,74-81.

[138] Suppl. 36,4 ad l.

[139] Conc. Later. IV, ann.1215, c.22.

[140] Suppl. 36,4 ad a.

[141] Cf. L'Osservatore Romano, año 69, n.21022 (año 1929) n.176, 29-30 julio.

[142] Cf. 1 Pe 5,4.

[143] Ibíd., 2,25.

[144] Mt 9,37,38.

[145] Mt 7,7.

[146] Cf. P. Renaudin, Saint Vincent de Paul, c.5.

[147] Mt 10,42.

[148] Cf. 1 Pe 2,9.

[149] Cf. Eclo 44,15.

[150] Cf. Tob 8,9.

[151] Mt 14,21.

[152] Cf. Mt 4,19. 

[153] Cf. CIC (1917) c.971.

[154] 1 Tes 2,20.

[155] Mt 20,12.

[156] Mt 5,13-14.

[157] 1 Cor 1,26.

[158] Ef 4,1.

[159] Haerent animo (4 agosto 1908): ASS 41,555-575.

[160] D. d. (20 dic. 1929): AAS 21,689-706.

[161] Cf. Jn 4,14.

[162] Cf. CIC (1917) c.126.595.1001.1367.

[163] Cf. AAS 21,705.

[164] Cf. 2 Tim 1,6.

[165] Cf. Ep. 27, ad Ardut.: PL 182,131.

[166] Cf. Sal 103,30.

[167] Jn 4,42.

[168] Jn 17,3.

[169] Cf. Pont. Rom. de ordinat. presbyt.



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