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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
AL CONGRESO MARIANO NACIONAL
ARGENTINO*

Domingo 12 de octubre de 1947

 

Venerables Hermanos y amados hijos,
congresistas marianos de Luján:

Era el día 15 de octubre del año 1934. Vibraban todavía en el aire los gritos de júbilo y los cantos entusiastas de las imponentes solemnidades de la víspera, latían fuerte aún los corazones acelerados por el fervor y agolpábanse en Nuestra retina las recientísimas imágenes de aquel trigésimo segundo Congreso Eucarístico Internacional, que el día antes habíamos clausurado, cuando, dejando atrás la encantadora metrópoli, escenario de tantas maravillas, Nos adentrábamos muy de mañanita hacia el interior del país, espaciando la mirada por las puertas de esa pampa vuestra que por lo majestuosa, lo solemne y dilatada puede evocar la grandeza imponente del mar.

¿A dónde íbamos? A cumplir con un amable deber. La magna, Asamblea había sido un triunfo sin precedentes y este éxito —que como todos los casos de tan compleja organización podía, depender de un detalle cualquiera de los que escapan al hombre— se le debía, después de Dios, a la Patrona oficial del Congreso, a la Pura y Limpia Concepción del Río Luján; ante su imagen se había orado sin interrupción para que la Patria —como alguien dijo— «cuya bandera tiene los colores de su manto, fuera digna de su tradición«; y Ella misma, dos fechas antes había tenido la condescendencia de presidir el «Día de la Patria », que Nos presenciamos, admirando de qué modo los dos grandes amores de toda alma noble —Dios y Patria— pueden fundirse armoniosamente en el único culto verdadero. ¡Íbamos a pagar a María Santísima su visita y a darle las gracias!

Y mientras ante Nuestros ojos se desarrollaba silenciosa la calma del paisaje, recordábamos primero todo lo que sobre vuestra Patrona nos refiere la piadosa tradición, y luego la historia de aquel Santuario cuyas dos torres, como dos gritos de triunfo que suben al cielo, Nos saludaban ya desde el horizonte. Fue Ella la que quiso quedarse allí, pero el alma nacional argentina había sabido comprender que allí tenía su centro natural.

Y al entrar en aquellas espaciosas naves, al ver las banderas que Belgrano ganó en Salta o la espada que San Martín blandió en el Perú, al leer los mármoles que recuerdan la solemne coronación de 1887 —la primera en América— o el reconocimiento de su Patrocinio sobre las tierras Del Plata de 1930, al subir a aquel camarín, tan rico como devoto, entonces, sólo entonces Nos pareció que habíamos llegado al fondo del alma grande del pueblo argentino. Porque el pueblo argentino, como todos los pueblos cristianos, sabe — y vuestro Congreso actual os lo ha repetido—, que el culto a la Madre de Dios, por Ella misma profetizado cuando anunció : «Beatam me dicent omnes generationes» (Lc 1, 48), es un elemento fundamental en la vida cristiana.

Efectivamente, ¿quién de los que por este mundo pasamos cargados con el peso de tantas debilidades y expuestos a tantos peligros, no tendrá necesidad de ayuda? Pues oíd al Doctor Eximio, que os dice : «Tenernos a la Virgen abogada universal para todo, porque es más poderosa en cualquier necesidad que los demás Santos en las particulares»[1].

Honrémosla, pues, reconociendo el brillo sin par de su hermosura, los primores de su bondad y lo irresistible de su poder; por la excelsitud de sus virtudes y por la dignidad incomparable de su misión, reverenciémosla proclamando su grandeza, manifestándole nuestro respeto y pidiéndole su intercesión; finalmente, imitémosla sin cejar en tan noble empeño, porque para citar las palabras de un grande Pontífice mariano, del inmortal León XIII, «Dios bueno y providente nos presentó en María el modelo más acabado de toda virtud... ; y nosotros, atraídos por la misma afinidad de la común naturaleza, nos esforzamos más confiadamente en imitarla» [2].

El pobre mundo, como si quisiera retroceder veinte siglos hasta las aberraciones de la decadente sociedad pagana, pone sobre sus altares los ídolos vanos de la lujuria, de la soberbia, de la codicia y, como consecuencia natural, del odio contra todo el que pueda disputarle su ración mezquina de placer, su miserable parcela de dominio, o una gota que pueda apagar aquella que no es sed de agua, sino de metal. Vosotros, en cambio, queréis en este momento renovar vuestro vasallaje a la que es símbolo de toda pureza —«Mater castissima»— encarnación de la, más completa humildad —«Ecce ancilla Domini»—, y personificación del más total desprendimiento; a Aquélla que, como nadie, es «Mater pulchrae dilectionis», ejemplar perfecto de caridad y amor.

Prometed a María que os dedicaréis con todas vuestras fuerzas a conservar y favorecer la dignidad y santidad del matrimonio cristiano; la instrucción religiosa de la juventud en las escuelas; y la aplicación de las enseñanzas de la Iglesia en la ordenación de las condiciones económicas y en la solución de la cuestión social: el ser fieles a la Iglesia en estos puntos fundamentales de la civilización cristiana será hoy una prueba palmaria del verdadero y genuino amor a María y a su Divino Hijo. Prometedle también, de acuerdo con el espíritu del Congreso, profundizar cada día más en su devoción, que si es la que debe ser, no podrá menos de conduciros a la aplicación integral de los principios y de las normas de vida cristiana, sin incurrir en el error de los que quieren visiblemente pavonearse dándoselas de cristianos y al mismo tiempo sostener aquellas doctrinas que con el Cristianismo son incompatibles.

¡Amadísimos congresistas del primer Congreso Mariano nacional argentino! Que el Dios de bondad y de misericordia acepte vuestros propósitos y que esta nueva serie de Asambleas Marianas, que ahora inauguráis, sea tan fecunda en frutos espirituales como la serie gemela de vuestras reuniones eucarísticas; que María Santísima según continuamente la rezáis, proteja «vuestra villa de Luján y vuestro pueblo argentino en sus diversas provincias, conceda igual protección a los hermanos del Uruguay y del Paraguay, mantenga a todos en la fe católica, a pesar de las maquinaciones de los incrédulos, os dé sacerdotes celosos de vuestra salvación, autoridades honradas y cristianas, e inspire a todos fe, abnegación y caridad»[3]; que la que habéis invocado: «¡Oh, Santa María! / ¡Oh nuncio de paz ! / de Dios eres Madre / al mundo salvad», obtenga finalmente para el mundo una paz próxima, estable y justa y que en este momento solemne, que tanto consuelo ha procurado a Nuestro atormentado corazón de Padre, las bendiciones mejores de lo alto desciendan sobre todos vosotros, sobre Nuestro dignísimo Cardenal Legado, sobre todos Nuestros celosos Hermanos en el Episcopado, con su clero y fieles y con todos los países que ellos representan, sobre las autoridades, que con su cooperación y presencia han querido contribuir al mayor esplendor de estas solemnidades y sobre todo el amadísimo pueblo argentino, tan presente siempre en Nuestro recuerdo y en Nuestro paternal afecto.


* AAS 39 (1947) 627-630.

[1] Suárez, In III, dise. XXIII, sect. III, n. 5, ed. Paris, tom. 19, 1569, p. 336 b.

[2] Enc. Magnae Dei Matris, 8 Sept. 1992, Leon. XIII Acta, ed. Rom. vol. XII, p. 232.

[3] Cfr. Oración a Ntra Sra. de Luján.

 

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