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DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LOS PARTICIPANTES EN EL I CONGRESO INTERNACIONAL
DE HISTOPATOLOGÍA DEL SISTEMA NERVIOSO

Los límites morales de los métodos médicos

Domingo 14 de septiembre de 1952

 

1. Este I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso ha conseguido dominar una materia verdaderamente vastísima. Con una exposición y una demostración profundas, era preciso colocar en una perspectiva exacta las causas y los primeros comienzos de las enfermedades del sistema nervioso propiamente dicho y de las enfermedades que se suelen llamar psíquicas. Se ha presentado también una relación y se ha organizado un intercambio de puntos de vista a propósito de los conocimientos y descubrimientos recientes sobre las lesiones del cerebro y de otros órganos; lesiones que son origen y causa de enfermedades nerviosas como las psicopatías. De hecho, se trataba de descubrimientos adquiridos en parte por medios enteramente nuevos y por nuevos métodos. El número y origen de los participantes, y en particular de los ponentes, muestra que los sabios de los países y las naciones más diversas han intercambiado sus experiencias para su enriquecimiento mutuo y para servir al interés de la ciencia, el interés del individuo enfermo, el interés de la comunidad.

2. No esperéis de Nos que tratemos de las cuestiones médicas que os ocupan. Ese es dominio vuestro. Durante estos días habéis adquirido una visión de conjunto de vuestro vasto campo de investigaciones y trabajos. Nos quisiéramos ahora —para responder al deseo que nos habéis expresado— atraer vuestra atención sobre los límites de ese campo; no los limites de las posibilidades médicas, de los conocimientos médicos teóricos y prácticos, sino los límites de los derechos y de los deberes morales. Quisiéramos también hacernos intérprete de la conciencia moral del investigador, del sabio y del profesional, de la conciencia morad del hombre y del cristiano que, además, siguen en esta materia el mismo camino.

3, En vuestras ponencias y vuestras discusiones habéis entrevisto muchos caminos nuevos; pero resta una cantidad de cuestiones que no se han resuelto todavía. El espíritu de investigación, su audacia decidida, incitan a emprender los caminos recientemente descubiertos, hacerlos avanzar, crear otros itinerarios, renovar los métodos. El médico serio y competente verá con frecuencia con una especie de intuición espontánea la licitud moral de la acción que se propone y obrará según su conciencia. Pero se presentan también posibilidades de acción en que no exista esta seguridad, o tal vez él ve o cree ver con certeza lo contrario; o bien duda y oscila entre el «sí;» y el «no». El «hombre» dentro del «médico», en lo que tiene de más serio y de más profundo, no se contenta con examinar desde el punto de vista médico lo que puede intentar y conseguir; quiere también ver claro en la cuestión de las posibilidades y de las obligaciones morales. Quisiéramos, en algunos rasgos, exponer los «principios esenciales» que permiten responder a esta cuestión. La aplicación a los casos particulares la haréis por vosotros mismos en cuanto médicos, porque con frecuencia solamente el médico penetra a fondo en los datos médicos, tanto en sí como en sus efectos, y porque sin un conocimiento exacto de los hechos médicos es imposible determinar qué principio moral se aplica a los tratamientos de que se trate. El médico mira, pues, el aspecto médico del caso; el moralista, las normas morales. Ordinariamente, explicándose y completándose mutuamente estos datos, será posible un juicio seguro sobre la licitud moral de cada caso en su situación absolutamente concreta.

4. Paca justificar en moral nuevos procedimientos, nuevas tentativas y métodos de investigación y de tratamiento médicos, se invocan, sobre todo, tres principios:

1) el interés de la ciencia médica;
2) el interés individual del paciente que ha de tratarse;
3) el interés de la comunidad, el bonum commune.

Y planteamos la cuestión: estos tres intereses —mirados cada uno por sí, o por lo menos los tres juntos—, ¿tienen valor absoluto para motivar y justificar el tratamiento médico, o no valen sino en el interior de fronteras determinadas? En este último caso, ¿cuáles son estas fronteras? Vamos a intentar dar a todo una breve respuesta.

I. EL INTERÉS DE LA CIENCIA COMO JUSTIFICACIÓN
DE LA INVESTIGACIÓN Y DEL EMPELO DE NUEVOS MÉTODOS

5. El conocimiento científico tiene su valor propio en el dominio de la ciencia médica —no menos que en otros dominios científicos, como, por ejemplo, en física, química, cosmología, psicología—, valor que, ciertamente. no hay que minimizar y que se impone con absoluta independencia de la utilidad y de la utilización de los conocimientos adquiridos. Así, el conocimiento como tal y la plenitud del conocimiento de toda verdad no hacen surgir ninguna objeción moral. En virtud del mismo principio, la investigación y la adquisición de la verdad para llegar a un conocimiento y a una comprensión nuevos, más vastos y más profundos de esta misma verdad, están de suyo de acuerdo con el orden mural.

6. Pero esto no significa que todo método, y ni siquiera que un método determinado de investigación científica y técnica, ofrezca todas las garantías morales, o más aún, que todo método resulte lícito por el hecho mismo de que acreciente y profundice nuestros conocimientos. A veces ocurre que un método no puede ser practicado sin lesionar el derecho de otro o sin violar una regla moral de valor absoluto. En este caso, aunque se intente y se persiga con razón el aumento de los conocimientos, este método no es moralmente admisible. ¿Por qué? Porque la ciencia no es el valor más alto al que todos los otros órdenes de valores —o un mismo orden de valor, todos los valores particulares— están sometidos. Así, pues, la ciencia misma, igual que su investigación y su adquisición, deben insertarse en el orden de los valores. Aquí se alzan fronteras bien definidas, que ni siquiera la ciencia médica puede transgredir sin violar las reglas morales superiores. Las relaciones de confianza entre médico y paciente, el derecho personal del paciente a la vida física y espiritual, a su integridad psíquica o moral, he aquí, entre muchos otros, los valores que dominan al interés científico. Esta comprobación resultará más evidente por lo que sigue.

7 Aunque deba reconocerse en el «interés de la ciencia» un valor auténtico, que la ley moral no prohíbe al hombre adquirir, aumentar, profundizar, no se puede, sin embargo, conceder la afirmación siguiente: «Con tal de que se suponga evidentemente que la intervención del médico está determinada por un interés científico y con tal de que observe las reglas profesionales, no hay límites a los métodos de crecimiento y de profundidad de le ciencia médica». Ni siquiera con esta condición puede concederse simplemente este principio.

II. EL INTERÉS DEL PACIENTE
COMO JUSTIFICACIÓN DE NUEVOS MÉTODOS MÉDICOS
DE INVESTIGACIÓN Y TRATAMIENTO

8. Las consideraciones de base pueden aquí formularse de la manera siguiente: «El tratamiento médico del enfermo exige tal medida determinada. Por este mismo hecho, su licitud mural queda probada». O bien: «Tal método nuevo, hasta aquí descuidado o poco utilizado, dará resultados posibles, probables o ciertos. Por ello mismo, todas las consideraciones éticas sobre la licitud de este método quedan superadas y deben ser consideradas como sin objeto alguno».

¿Cómo no ver que lo verdadero y lo falso se mezclan aquí? El «interés del paciente» proporciona en numerosos casos la justificación moral de la conducta del médico. La cuestión se refiere, también aquí, al valor absoluto de este principio; ¿prueba por sí mismo y hace, en consecuencia, que la intervención prevista por el médico esté conforme con la ley moral?

9.En primer lugar debe darse por supuesto que el médico, como persona privada, no puede tomar ninguna medida ni intentar ninguna intervención sin el consentimiento del paciente. El médico no tiene sobre el paciente sino el poder y los derechos que éste le dé, sea explícita, sea implícita y tácitamente. El paciente, por su parte, no puede conferir más derechos que los que él mismo posee. El punto decisivo en este debate es la licitud moral del derecho que el paciente tiene de disponer de sí mismo. Aquí se alza la frontera moral de la acción del médico, que obra con el consentimiento de su paciente.

10. En lo que concierne al paciente, él no es dueño absoluto de sí mismo, de su cuerpo, de su espíritu. No puede, por lo tanto, disponer libremente de sí mismo, como a él le plazca. El mismo motivo por el que obre no es por sí sólo ni suficiente ni determinante. El paciente está ligado a la teleología inmanente fijada por la Naturaleza. El posee el derecho de «uso» limitado por la finalidad natural de las facultades y de las fuerzas de su naturaleza humana. Porque es usufructuario y no propietario, no tiene un poder ilimitado para cumplir actos de destrucción o de mutilación de carácter :anatómico o funcional.

11. Pero en virtud del principio de totalidad, de su derecho de utilizar los servicios del organismo como un todo puede disponer de partes individuales para destruirlas o mutilarlas cuando y en la pedida en que sea necesario para el bien del ser en su conjunto, para asegurar su existencia o para evitar y, naturalmente, para reparar los daños graves y duraderos, que no podrían ser de otra forma descartados ni reparados.

12. El paciente no tiene, por tanto, derecho a comprometer su integridad física y psíquica en experiencias o investigaciones médicas cuando estas intervenciones entrañen en sí, o como consecuencia de ellas, destrucciones, mutilaciones, heridas o peligros serios.

13. Además, en la práctica de su derecho a disponer de sí mismo, de sus facultades y de sus órganos, el individuo debe observar la jerarquía de los órdenes de valores, y en el interior de un mismo orden de valores, la jerarquía de los bienes particulares, en tanto en cuanto las reglas de la moral lo exijan. Así, por ejemplo, el hombre ni puede emprender sobre sí, o permitir actos médicos —físicos o somáticos— que, sin duda, suprimen pesadas taras o enfermedades físicas o psíquicas, pero suponen al mismo tiempo una abolición permanente o una disminución considerable y duradera de la libertad; es decir, de la personalidad humana en su función típica y característica. Así se degrada al hombre al nivel de un ser puramente sensitivo, de reflejos adquiridos o de un autómata viviente. Semejante transposición de los valores no lo soporta la ley moral; y también aquí ella fija los límites y las fronteras del «interés médico del paciente».

14. He aquí otro ejemplo: para librarse de represiones, inhibiciones, complejos psicológicos, el hombre no es libre de despertar en sí, con fines terapéuticos, todos y cada uno de estos apetitos de la esfera sexual que se agitan o se han agitado en su ser y mueven sus aguas impuras en su inconsciente o su subconsciente. No puede hacer de ellos el objeto de sus representaciones o de sus deseos plenamente conscientes, con todas las conmociones y las repercusiones que entraña tal conducta. Para el hombre y el cristiano existe una ley de integridad y de pureza personal, de estima personal de sí mismo, que prohíbe sumergirse tan totalmente en el mundo de las representaciones y de las tendencias sexuales. El «interés médico y psicoterapéutico del paciente» encuentra aquí un límite moral. No se ha probado, y es inexacto, que el método pansexual de ciertas escuelas de psicoanálisis sea una parte integrante indispensable de toda psicoterapia seria y digna de este nombre; que el hecho de haber en el pasado olvidado este método haya causado graves perjuicios psíquicos, errores en la doctrina y en las aplicaciones en la educación, en la psicoterapia y no menos en la pastoral; que sea urgente colmar esta laguna e iniciar a todos aquellos que se ocupan de las cuestiones psíquicas en las ideas directrices y aun, si es preciso, en el manejo práctico de esta técnica de la sexualidad.

15. Hablamos así porque estas afirmaciones se presentan con demasiada frecuencia con una seguridad apodíctica. Valdría más en el dominio de la vida intuitiva conceder más atención a los tratamientos indirectos y a la acción del psiquismo consciente sobre el conjunto de la actividad imaginativa y afectiva. Esta técnica evita las desviaciones señaladas. Ella tiende a esclarecer, curar y dirigir; así ejerce una influencia sobre la dinámica de la sexualidad, sobre la que tanto se insiste, y que debe encontrarse, e incluso realmente se encuentra, en el inconsciente o el subconsciente.

16. Hasta el presente hemos hablado directamente del paciente, no del médico, y hemos explicado en qué punto el derecho personal del paciente a disponer de sí mismo, de su espíritu, de su cuerpo, de sus facultades, órganos y funciones encuentra un límite moral. Pero al mismo tiempo hemos respondido a la cuestión dónde se encuentra para el médico la frontera moral en la investigación y la utilización de métodos y procedimientos nuevos en «el interés del paciente». La frontera es la misma que para el paciente, es la que está fijada por el juicio de la sana razón, la que está trazada por las exigencias de la ley moral natural, que se deduce de la teleología natural inscrita en los seres y de la escala de valores expresada por la naturaleza de las cosas. La frontera es la misma para el médico y para el paciente, porque, ya lo hemos dicho, el médico, como persona privada, dispone únicamente de los derechos concedidos por el paciente , porque el paciente no puede dar más de lo que él mismo posee.

17. Lo que aquí decimos debe extenderse al «representante legal» de aquel que es incapaz de disponer de sí mismo y de sus negocias: los niños antes del uso de la razón y, después, los débiles de espíritu, los alienados. Estos representantes legales, establecidos por una decisión privada o por la autoridad pública, no tienen sobre el cuerpo y la vida de sus subordinados otro derecho que ellos mismos, si fueran capaces de ello, y con la misma extensión. No pueden, pues, dar al médico permiso para disponer de ellos fuera de estos límites.

III. EL INTERÉS DE LA COMUNIDAD COMO JUSTIFICACIÓN
DE NUEVOS MÉTODOS MÉDICOS DE INVESTIGACIÓN Y TRATAMIENTO

18. Se invoca un tercer interés para justificar moralmente el derecho de la medicina a nuevas tentativas e intervenciones, a métodos y procedimientos nuevos: el interés de la comunidad, de la sociedad humana, el bonum commune, el bien común, como dicen el filósofo y el sociólogo.

Está fuera de duda que tal bien común existe; tampoco se puede discutir que él exige y justifica investigaciones ulteriores. Los dos intereses ya mencionados, el de la ciencia y el del paciente, están estrechamente unidos al interés general.

19. No obstante, por tercera vez se plantea la cuestión: el «interés médico de la comunidad», ¿no está en su contenido y en su extensión limitado por ninguna barrera moral? ¿Hay «plenos poderes» para cada experiencia médica seria sobre el hombre vivo? ¿Levanta las barreras que valen todavía para el interés de la ciencia o del individuo? O con otra fórmula: la autoridad pública —a quien precisamente incumbe el cuidado del bien común—, ¿puede dar al médico el poder de intentar ensayos sobre el individuo en interés de la ciencia y de la comunidad para inventar y experimentar métodos y procedimientos nuevos, cuando estos ensayos sobrepasan el derecho de los individuos a disponer de sí mismos? ¿Puede realmente la autoridad pública, en interés de la comunidad, limitar e incluso suprimir el derecho del individuo sobre su cuerpo y su vida, su integridad corporal y psíquica?

Para prevenir una objeción: se supone siempre que se trata de investigaciones serias, de esfuerzos honestos para promover la medicina teórica y práctica, no de cualquier maniobra que sirva de pretexto científico para cubrir otros fines y realizarlos impunemente.

20. En lo que concierne a las cuestiones planteadas, muchos han estimado y estiman todavía hoy que es preciso responder afirmativamente. Para justificar su concepción invocan el hecho de que el individuo está subordinado a la comunidad, que el bien del individuo debe ceder el paso al bien común y serle sacrificado. Añaden que el sacrificio de un individuo a los fines de la investigación y de la exploración científica aprovecha finalmente al individuo.

21. Los grandes procesos de la posguerra han puesto a la luz del día una cantidad espantosa de documentos que atestiguan el sacrificio del individuo al «interés médico de la comunidad». Se encuentran en las actas testimonios y relaciones que muestran cómo con el asentimiento y a veces por orden formal de la autoridad pública ciertos centros de investigaciones exigían sistemáticamente que se les suministrara hombres de los campos de concentración para sus experiencias médicas y cómo se les entregaba a estos centros; tantos hombres, tantas mujeres, tantos para tal experiencia, tantos para tal otra. Existen relaciones sobre el desarrollo y el resultado de las experiencias, sobre los síntomas objetivos y subjetivos observados en los interesados en el curso de las diferentes fases de la experimentación. No se pueden leer estas notas sin que se apodere de uno una profunda compasión hacia estas víctimas, muchas de las cuales llegaron hasta la muerte, y sin que se apodere de uno el espanto ante semejante aberración del espíritu y del corazón humanos. Pero Nos podemos todavía añadir: los responsables de estos hechos atroces no han hecho nada más que responder por la afirmativa a las cuestiones que Nos hemos propuesto y sacar las consecuencias prácticas de esta afirmación.

¿El interés del individuo está hasta este punto subordinado al interés médico común o se transgreden aquí, tal vez de buena fe, las exigencias más elementales del derecho natural, transgresión que no puede permitir ninguna investigación médica?

22. Sería preciso cerrar los ojos a la realidad para creer que en la hora actual no se encuentran ya personas en el mundo de la medicina que sostengan y defiendan las ideas que están en el origen de los hechos que hemos citado. Basta seguir durante algún tiempo las relaciones sobre los ensayos y las experiencias médicas para convencerse de lo contraria. Se pregunta uno involuntariamente qué es lo que ha autorizado a tal médico a atreverse a tal intervención y quién podría autorizarle jamás a ella. Con una objetividad tranquila, la experiencia está descrita en su desarrollo y en sus defectos, se nota lo que se verifica y lo que no se verifica. De la cuestión de la licitud moral, ni una palabra. Esta cuestión existe, sin embargo, y no se la suprime por el hecho de pasarla en silencio.

23. Aunque en los casos mencionados la justificación moral de la intervención se deduzca del mandato de la autoridad pública y, por lo tanto, de la subordinación del individuo a la comunidad, del bien individual al bien social, ella reposa sobre una explicación errónea de este principio.

24. Es preciso notar que el hombre, en su ser personal, no está subordinado, en fin de cuentas, a la utilidad de la sociedad, sino, por el contrario, la comunidad es para el hombre. La comunidad es el gran medio querido por la naturaleza y por Dios para regular los cambios en que se completan las necesidades recíprocas para ayudar a cada una a desarrollar completamente su personalidad según sus aptitudes individuales y sociales. La comunidad, considerada como un todo, no es una unidad física que subsista en sí misma, en la que los miembros individuales no fueran sino partes integrantes de ella. El organismo físico de los seres vivos, de las plantas, de los animales o del hombre posee, en cuanto que es un todo, una unidad que subsiste en sí; cada uno de los miembros, por ejemplo la mano, el pie, el corazón, el ojo, es una parte integrante destinada con todo su ser a insertarse en el conjunto del organismo. Fuera del organismo no hay, por su propia naturaleza, ningún sentido, ninguna finalidad; están enteramente absorbidos por la totalidad del organismo, al que se ven ligados.

25. De manera completamente distinta ocurre en la comunidad moral y en todo organismo de carácter puramente moral. El todo no tiene aquí una unidad que subsista en sí misma, sino una simple unidad de finalidad y de acción. En la comunidad, los individuos no son sino colaboradores e instrumentos para la realización del fin de la comunidad.

26. ¿Qué se sigue de aquí para el organismo físico? El dueño y el usufructuario de este organismo que posee una unidad subsistente puede disponer directa e inmediatamente de las partes integrantes, los miembros y los órganos, en el cuadro de su finalidad natural; puede intervenir igualmente con la frecuencia y en la medida en que el bien del conjunto lo exija para paralizar, destruir, mutilar, separar los miembros. Pero, por el contrario, cuando el todo no posee sino una unidad de finalidad y de acción, su jefe, es decir, en el caso presente la autoridad civil, tiene, sin duda, una autoridad directa y el derecho a plantear exigencias a la actividad de las partes, pero en ningún caso puede disponer directamente de su ser físico. Así, todo atentado directo a su existencia constituye un abuso de competencia de la autoridad.

27. Ahora bien: las intervenciones médicas, de las que aquí se trata, afectan inmediata y directamente al ser físico, sea en su conjunto, sea en los órganos particulares del organismo humano. Pero, en virtud del principio antes citado, el poder público no tiene en este dominio ningún derecho; no puede, pues, comunicarlo a los investigadores y a los médicos. Sin embargo, es del Estado de quien el médico debe recibir la autorización cuando interviene en el organismo del individuo para el «interés de la comunidad». Porque no obra entonces como hombre privado, sino como mandatario del poder público. No obstante, éste no puede transmitir el derecho que él mismo no posee, excepto el caso, ya mencionado antes, de que se comporte como suplente, como representante legal en lugar de un menor, en tanto en cuanto éste no esté en estado de decidir por sí mismo, de un débil de espíritu o de un alienado.

28. Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida.

29. No podemos dejar de aclarar, una vez más, la cuestión tratada en esta tercera parte a la luz del principio al que generalmente se apela en casos similares; queremos decir el principio de totalidad. Este afirma que la parte existe para el todo y que, por consiguiente, el bien de la parte queda subordinado al bien del conjunto; que el todo es determinante para la parte y puede disponer de ella en su interés. El principio se deriva de la esencia de la nociones y de las cosas y debe, por tanto, tener un valor absoluto.

30. ¡Respeto al principio de totalidad en sí! No obstante, a fin de pode aplicarlo correctamente, es preciso siempre explicar primero ciertos presupuestos. El presupuesto fundamental es poner en claro la quaestio facti, la cuestión de hecho. Los objetos, a los que se aplica el principio, ¿tienen relación de todo a parte? Un segundo presupuesto: poner en claro la naturaleza, la extensión y la estrechez de estas relaciones ¿Tiene lugar en el plano de la esencia o solamente en el de la acción, o en ambos? ¿Se aplica a la parte bajo un aspecto determinado o bajo todos los aspectos? Y en el campo en que s aplica, ¿absorbe enteramente a la parte o le deja todavía. una finalidad limitada, una independencia limitada? La respuesta a estas cuestiones no puede jamás inferirse del principio de totalidad mismo: esto representaría un circulo vicioso. Debe sacarse de otros hechos y de otros conocimientos. El principio de totalidad, por sí mismo, no afirma nada sino esto: allí donde se verifique la relación de todo a parte y en la medida exacta en que se verifique, la parte está subordinada al todo; éste puede, en su interés propio, disponer de la parte. Por desgracia, con demasiada frecuencia, cuando se invoca el principio de totalidad, se dejan de lado estas consideraciones, no solamente en el dominio del estudio teórico y el campo de aplicación del derecho, de la sociología, de la física, de la biología y de la medicina, sino también en lógica, psicología y metafísica.

31. Nuestro designio era atraer vuestra atención sobre algunos principios de deontología que definieran las fronteras y los límites en la investigación y la experimentación de nuevos métodos médicos aplicados inmediata-mente al hombre vivo.

En el dominio de vuestra ciencia es una ley evidente que la aplicación de nuevos métodos al hombre vivo deben estar precedidos de la investigación sobre el cadáver o el modelo de estudio o de experimentación sobre el animal. A veces, no obstante, este procedimiento resulta imposible, insuficiente o prácticamente irrealizable. Entonces la investigación médica intentará efectuarse sobre su objeto inmediato, el hombre vivo, en interés de la ciencia, en interés del paciente, en interés de la comunidad. Esto no hay que rechazarlo sin más; pera hay que detenerse en los límites trazados por los principios morales que hemos explicado.

32. Sin duda, antes de autorizar en moral el empleo de nuevos métodos no puede exigirse que se excluya todo peligro, todo riesgo. Esto sobrepasa las posibilidades humanas, paralizaría toda investigación científica seria y repercutiría frecuentemente en detrimento del enfermo. La apreciación del peligro debe dejarse en estos casos al juicio del médico experimentado y competente. Hay, sin embargo, y nuestras explicaciones lo han demostrado, un grado de peligro que la moral no puede permitir. Puede ocurrir que en casos dudosos, cuando fracasan los medios ya conocidos, un método nuevo todavía no suficientemente probado ofrezca, junto a elementos muy peligrosos, probabilidades apreciables de éxito. Si el paciente da su asentimiento, la, aplicación del procedimiento en cuestión es licita. Pero esta manera de obrar no puede erigirse en línea de conducta para los casos normales.

33. Se objetará tal vez que las ideas desarrolladas aquí constituyen un obstáculo grave a la investigación y al trabajo científico. Sin embargo, los límites que hemos trazado no son, en definitiva, un obstáculo al progreso. En el campo de la medicina no ocurre de modo distinto que en los otros dominios de la investigación, de las tentativas y de las actividades humanas: las grandes exigencias morales obligan a la marea impetuosa del pensamiento y del querer humanos a deslizarse, como el agua de las montañas, por un lecho determinado; la contienen para acrecentar su eficacia y su utilidad; le sirven de dique para que no desborde y no cause estragos, que no podrían jamás ser recompensados por el bien aparente que persiguen. Aparentemente, las exigencias morales son un freno. De hecho ellas aportan su contribución a lo que el hombre ha producido de mejor y de más bello para la ciencia, para el individuo, para la comunidad

34. Que Dios Todopoderoso, con su benévola Providencia, os conceda a este fin su bendición y su gracia.



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