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DISCURSO DEL SANTO PADRE
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLAR
ES

Sala Clementina
Viernes 26 de septiembre de 2014

 

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos vosotros, que formáis la asamblea general de la Obra de María y queréis vivirla plenamente integrados en el «hoy» de la Iglesia. De modo especial, saludo a Maria Voce, que ha sido confirmada presidenta por otro sexenio. Al agradecerle las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre, le expreso a ella y a sus más estrechos colaboradores mi deseo cordial de un trabajo proficuo al servicio del Movimiento, que durante estos años ha ido creciendo y se ha enriquecido con nuevas obras y actividades, incluso en la Curia romana.

A cincuenta años del concilio Vaticano II, la Iglesia está llamada a recorrer una nueva etapa de la evangelización, testimoniando el amor de Dios por cada persona humana, comenzando por los más pobres y excluidos, y a hacer crecer con la esperanza, la fraternidad y la alegría el camino de la humanidad hacia la unidad. La Obra de María —conocida por todos con el nombre de Movimiento de los Focolares— nació en el seno de la Iglesia católica de una semillita que a lo largo de los años ha dado vida a un árbol, que ahora extiende sus ramas en todas las expresiones de la familia cristiana y también entre los miembros de diversas religiones y entre muchos que cultivan la justicia y la solidaridad juntamente con la búsqueda de la verdad. Esta Obra brotó de un don del Espíritu Santo —no cabe duda—, el carisma de unidad que el Padre quiere dar a la Iglesia y al mundo para contribuir a realizar con fuerza y profecía la oración de Jesús: «Para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

Nuestro pensamiento se dirige con gran afecto y gratitud a Clara Lubich, extraordinaria testigo de este don, que en su fecunda existencia llevó el perfume de Jesús a tantas realidades humanas y a tantas partes del mundo. Fiel al carisma del que nació y se alimenta, el Movimiento de los Focolares se encuentra hoy ante la misma tarea que le espera a toda la Iglesia: ofrecer con responsabilidad y creatividad su contribución peculiar a esta nueva etapa de la evangelización. La creatividad es importante, no se puede ir adelante sin ella. Es importante. Y en este contexto, quiero deciros tres palabras a vosotros que pertenecéis al Movimiento de los Focolares y a quienes, de diferentes modos, comparten su espíritu y sus ideales: contemplar, salir, hacer escuela.

Ante todo, contemplar. Hoy, más que nunca, tenemos necesidad de contemplar a Dios y las maravillas de su amor, de vivir en Él, que en Jesús vino a poner su tienda entre nosotros (cf. Jn 1, 14). Contemplar significa, además, vivir en compañía de los hermanos y las hermanas, partir con ellos el Pan de la comunión y de la fraternidad, entrar juntos por la misma puerta (cf. Jn 10, 9) que nos introduce en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), porque «la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 281). Es narcisismo.

Inspirada por Dios, en respuesta a los signos de los tiempos, Clara Lubich escribió: «He aquí el gran atractivo del tiempo moderno: sumirse en la más alta contemplación y permanecer mezclado con todos, hombre entre hombre» (Escritos espirituales 1, 27). Para realizar esto, es necesario ampliar la propia interioridad a la medida de Jesús y del don de su Espíritu, hacer de la contemplación la condición indispensable de una presencia solidaria y de una acción eficaz, verdaderamente libre y pura. Os animo a permanecer fieles a este ideal de contemplación, a perseverar en la búsqueda de la unión con Dios y en el amor recíproco con los hermanos y las hermanas, recurriendo a la riqueza de la Palabra de Dios y de la Tradición de la Iglesia, a este anhelo de comunión y de unidad que el Espíritu Santo ha suscitado en nuestro tiempo. Y ofreced a todos este tesoro.

La segunda palabra, muy importante porque expresa el movimiento de evangelización, es salir. Salir como Jesús salió del seno del Padre para anunciar la palabra del amor a todos, hasta entregarse totalmente a sí mismo en el madero de la cruz. Debemos aprender de Él, de Jesús, esta «dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá» (Evangelii gaudium, 21), para comunicar generosamente a todos el amor de Dios con respeto, y como nos enseña el Evangelio: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8). Este es el sentido de la gratuidad: porque la Redención se realizó gratuitamente. El perdón de los pecados no se puede «pagar». Lo «pagó» Cristo una vez, por todos. Debemos actuar la gratuidad de la Redención con los hermanos y las hermanas. Dar con gratuidad, gratuitamente, lo que hemos recibido. Y la gratuidad va de la mano de la creatividad: las dos van juntas.

Para hacer esto, es preciso convertirse en expertos en ese arte que se llama «diálogo» y que no se aprende fácilmente. No podemos contentarnos con medidas incompletas, no podemos diferir, sino más bien, con la ayuda de Dios, tender hacia lo alto y ensanchar la mirada. Y para hacerlo, debemos salir con valentía «hacia él, fuera del campamento, cargados con su oprobio» (Hb 13, 13). Él nos espera en las pruebas y en los gemidos de nuestros hermanos, en las plagas de la sociedad y en los interrogantes de la cultura de nuestro tiempo. Se nos parte el corazón al ver delante de una iglesia a una humanidad con tantas heridas, heridas morales, heridas existenciales, heridas de guerra, que sentimos todos los días, ver cómo los cristianos comienzan a perderse en «bizantinismos» filosóficos, teológicos, espirituales, pero en cambio sirve una espiritualidad del salir. Salir con esta espiritualidad: no quedarse dentro, cerrado con cuatro vueltas de llave. Esto no está bien. Esto es «bizantinismo». Hoy no tenemos derecho a la reflexión bizantina. Debemos salir. Porque —lo dije muchas veces— la Iglesia parece un hospital de campaña. Y cuando se va a un hospital de campaña, el primer trabajo es curar las heridas, no hacer el análisis del colesterol…, esto se hará después… ¿Está claro?

Y, en fin, la tercera palabra: hacer escuela. San Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, invitó a toda la Iglesia a convertirse en «la casa y la escuela de la comunión» (cf. n. 43), y vosotros habéis tomado en serio esta consigna. Es preciso formar, como exige el Evangelio, a hombres y mujeres nuevos, y para ello es necesaria una escuela de humanidad a medida de la humanidad de Jesús. En efecto, Él es el hombre nuevo al que los jóvenes pueden mirar en todos los tiempos, del que pueden enamorarse, cuyo camino pueden seguir para afrontar los desafíos que tenemos delante. Sin un trabajo adecuado de formación de las nuevas generaciones es ilusorio pensar en la realización de un proyecto serio y duradero al servicio de una nueva humanidad.

Clara Lubich había acuñado en su tiempo una expresión que sigue siendo de gran actualidad: hoy —decía— hace falta formar «hombres-mundo», hombres y mujeres con el alma, el corazón y la mente de Jesús, y por eso capaces de reconocer e interpretar las necesidades, las preocupaciones y las esperanzas que anidan en el corazón de cada hombre.

Queridas hermanas y queridos hermanos, os deseo que vuestra asamblea dé abundantes frutos; y os agradezco vuestro compromiso generoso. Que María, nuestra Madre, os ayude a caminar siempre con confianza, con valentía, con perseverancia, con creatividad, gratuitamente y en comunión con toda la Iglesia por senderos de luz y de vida trazados por el Espíritu Santo. Os bendigo, y por favor, os pido que recéis por mí, porque tengo necesidad. Gracias.

 


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