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VIAJE A LA REPÚBLICA DOMINICANA,
MÉXICO Y BAHAMAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Ciudad de México, Catedral
Viernes 26 de enero de 1979

 

Queridos hermanos en el Episcopado y amadísimos hijos:

Hace apenas unas horas que pisé por vez primera, con honda conmoción, esta bendita tierra. Y ahora tengo la dicha de este encuentro con vosotros, con la Iglesia y el pueblo mexicanos, en este que quiere ser el día de México.

Es un encuentro que se inició con mi llegada a esta hermosa ciudad; se extendió mientras atravesaba las calles y plazas, se ha intensificado al ingresar en esta Catedral. Pero es aquí, en la celebración del Sacrificio eucarístico, donde halla su culminación.

Pongamos este encuentro bajo la protección de la Madre de Dios, la Virgen de Guadalupe, a la que el pueblo mexicano ama con la más arraigada devoción.

A vosotros, obispos de esta Iglesia; a vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, miembros de los institutos seculares, laicos de los movimientos católicos y de apostolado; a vosotros niños, jóvenes, adultos, ancianos; a vosotros todos, mexicanos, que tenéis un pasado espléndido de amor a Cristo, aun en medio de las pruebas; a vosotros que lleváis en lo hondo del corazón la devoción a la Virgen de Guadalupe, el Papa quiere hablaros hoy de algo que es, y debe ser más, una esencia vuestra, cristiana y mariana: la fidelidad a la Iglesia.

De entre tantos títulos atribuidos a la Virgen, a lo largo de los siglos, por el amor filial de los cristianos, hay uno de profundísimo significado: Virgo fidelis, Virgen fiel. ¿Qué significa esta fidelidad de María?¿Cuáles son las dimensiones de esa fidelidad?

La primera dimensión se llama búsqueda. María fue fiel ante todo cuando, con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo. “ Quomodo fiet?: ¿Cómo sucederá esto? ”, preguntaba Ella al Ángel de la Anunciación. Ya en el Antiguo Testamento el sentido de esta búsqueda se traduce en una expresión de rara belleza y extraordinario contenido espiritual: “buscar el rostro del Señor”. No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda; si no se encontrara en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta.

La segunda dimensión de la fidelidad se llama acogida, aceptación. El quomodo fiet se transforma, en los labios de María, en un fiat. Que se haga, estoy pronta, acepto: éste es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará captarlo todo. Es entonces cuando el hombre acepta el misterio, le da un lugar en su corazón así como “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19; cf. ib. 3, 15). Es el momento en el que el hombre se abandona al misterio, no con la resignación de alguien que capitula frente a un enigma, a un absurdo, sino más bien con la disponibilidad de quien se abre para ser habitado por algo –¡por Alguien!– más grande que el propio corazón. Esa aceptación se cumple en definitiva por la fe que es la adhesión de todo el ser al misterio que se revela.

Coherencia, es la tercera dimensión de la fidelidad. Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: esta es la coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más intimo de la fidelidad.

Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El  fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público.

De todas las enseñanzas que la Virgen da a sus hijos de México, quizás la más bella e importante es esta lección de fidelidad. Esa fidelidad que el Papa se complace en descubrir y que espera del pueblo mexicano.

De mi Patria se suele decir: “Polonia semper fidelis”. Yo quiero poder decir también: ¡Mexicum semper fidele, siempre fiel!

De hecho la historia religiosa de esta nación es una historia de fidelidad; fidelidad a las semillas de fe sembradas por los primeros misioneros; fidelidad a una religiosidad sencilla pero arraigada, sincera hasta el sacrificio; fidelidad a la devoción mariana; fidelidad ejemplar al Papa. Yo no tenía necesidad de venir hasta México para conocer esta fidelidad al Vicario de Jesucristo, pues desde hace mucho lo sabía; pero agradezco al Señor poder experimentarla en el fervor de vuestra acogida.

En esta hora solemne querría invitaros a consolidar esa fidelidad, a robustecerla. Querría invitaros a traducirla en inteligente y fuerte fidelidad a la Iglesia hoy. ¿Y cuáles serán las dimensiones de esta fidelidad sino las mismas de la fidelidad de María?

El Papa que os visita espera de vosotros un generoso y noble esfuerzo por conocer siempre mejor a la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha querido ser por encima de todo un Concilio sobre la Iglesia. Tomad en vuestras manos los documentos conciliares, especialmente la Lumen gentium, estudiadlos con amorosa atención, en espíritu de oración, para ver lo que el Espíritu ha querido decir sobre la Iglesia. Así podréis daros cuenta de que no hay –como algunos pretenden– una “nueva Iglesia” diversa u opuesta a la “vieja Iglesia”, sino que el Concilio ha querido revelar con más claridad la única Iglesia de Jesucristo, con aspectos nuevos, pero siempre la misma en su esencia.

El Papa espera de vosotros, además, una leal aceptación de la Iglesia. No serían fieles en este sentido quienes quedasen apegados a aspectos accidentales de la Iglesia, válidos en el pasado, pero ya superados. Ni serían tampoco fieles quienes, en nombre de un profetismo poco esclarecido, se lanzaran a la aventurera y utópica construcción de una Iglesia así llamada del futuro, desencarnada de la presente. Debemos ser fieles a la Iglesia que nacida una vez por todas del designio de Dios, de la cruz, del sepulcro abierto del Resucitado y de la gracia de Pentecostés, nace de nuevo cada día, no del pueblo o de otras categorías racionales, sino de las mismas fuentes de las cuales nació en su origen. Ella nace hoy para construir con todas las gentes un pueblo deseoso de crecer en la fe, en la esperanza, en el amor fraterno.

El Papa espera asimismo de vosotros la plena coherencia de vuestra vida con vuestra pertenencia a la Iglesia. Esa coherencia significa tener conciencia de la propia identidad de católicos y manifestarla, con total respeto, pero sin vacilaciones ni temores. La Iglesia tiene hoy necesidad de cristianos dispuestos a dar claro testimonio de su condición y que asuman su parte en la misión de la Iglesia en el mundo, siendo fermento de religiosidad, de justicia, de promoción de la dignidad del hombre, en todos los ambientes sociales, y tratando de dar al mundo un suplemento de alma, para que sea un mundo más humano y fraterno, desde el que se mira hacia Dios.

El Papa espera a la vez que vuestra coherencia no sea efímera, sino constante y perseverante. Pertenecer a la Iglesia, vivir en la Iglesia, ser Iglesia es hoy algo muy exigente. Tal vez no cueste la persecución clara y directa, pero podrá costar el desprecio, la indiferencia, la marginación. Es entonces fácil y frecuente el peligro del miedo, del cansancio, de la inseguridad. No os dejéis vencer por estas tentaciones. No dejéis desvanecerse por alguno de estos sentimientos el vigor y la energía espiritual de vuestro “ser Iglesia”, esa gracia que hay que pedir y estar prontos a recibirla con una gran pobreza interior, y que hay que comenzar a vivirla cada mañana. Y cada día con mayor fervor e intensidad.

Queridos hermanos e hijos: en esta Eucaristía que sella un encuentro del siervo de los siervos de Dios col el alma y la conciencia del pueblo mexicano, el nuevo Papa quisiera recoger de vuestros labios, de vuestras manos y vuestras vidas un compromiso solemne para brindarlo al Señor. Compromiso de las almas consagradas, de los niños, jóvenes, adultos y ancianos, de personas cultivadas, de gente sencilla, de hombres y mujeres, de todos: el compromiso de la fidelidad a Cristo, a la Iglesia de hoy. Pongamos sobre el altar esta intención y compromiso.

La Virgen fiel, la Madre de Guadalupe, de quien aprendemos a conocer el Designio de Dios, su promesa y alianza, nos ayude con su intercesión a firmar este compromiso y a cumplirlo hasta el final de nuestra vida, hasta el día en que la voz del Señor nos diga: “Ven, siervo bueno y fiel; entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21-23), Así sea.

 



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