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FESTIVIDAD DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR EN EL TEMPLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Viernes 2 de febrero de 1979

 

1. «Lumen ad revelationem gentium: Luz para iluminación de las gentes».

La liturgia de la fiesta de hoy nos recuerda en primer lugar las palabras del Profeta Malaquías: «He aquí que entrará en su templo el Señor a quien buscáis..., he aquí que viene». De hecho estas palabras se hacen realidad en este momento: entra por primera vez en su templo el que es su Señor. Se trata del templo de la Antigua Alianza que constituía la preparación de la Nueva Alianza. Dios cierra esta Nueva Alianza con su pueblo en Aquel que «ha ungido y enviado al mundo», esto es, en su Hijo. El templo de la Antigua Alianza espera al Ungido, al Mesías. Esta espera es, por así decirlo; la razón de su existencia.

Y he aquí que entra. Llevado por las manos de María y José. Entra como un niño de 40 días para cumplir las exigencias de la ley de Moisés. Lo llevan al templo como a tantos otros niños israelitas: el niño de padres pobres. Entra, pues, desapercibido y —casi en contraste con las palabras del Profeta Malaquías— nadie lo espera. «Deus absconditus: Dios escondido» (cf. Is 45, 15). Oculto en su carne humana. nacido en un establo en las cercanías de la ciudad de Belén. Sometido a la ley del rescate, como su Madre a la de la purificación.

Aunque todo parezca indicar que nadie lo espera en este momento, que nadie lo divisa, en realidad no es así. El anciano Simeón va al encuentro de María y José, toma al Niño en sus brazos y pronuncia las palabras que son eco vivo de la profecía de Isaías: «Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de los pueblos: luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 29-32; cf. Is 2, 2-5; 25, 7).

Estas palabras son la síntesis de toda la espera, la síntesis de la Antigua Alianza. El hombre que las dice no habla por sí mismo. Es Profeta: habla desde lo profundo de la revelación y de la fe de Israel. Anuncia el final del Antiguo Testamento y el comienzo del Nuevo.

2. La luz.

Hoy la Iglesia bendice las candelas que dan luz. Estas candelas son al mismo tiempo símbolo de otra luz, de la luz que es precisamente Cristo. Comenzó a serlo desde el instante de su nacimiento. Se reveló como luz a los ojos de Simeón a los 40 días de su nacimiento. Como luz permaneció después 30 años en la vida oculta de Nazaret. Luego comenzó a enseñar, y el período de su enseñanza fue breve. Dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8, 12). Cuando fue crucificado «se extendieron las tinieblas sobre la tierra» (Mt 27, 45 y par.), pero al tercer día estas tinieblas cedieron su lugar a la luz de la resurrección.

¡La luz está con nosotros!

¿Qué ilumina?

Ilumina las tinieblas de las almas humanas, las tinieblas de la existencia. Es perenne e inmenso el esfuerzo del hombre para abrirse camino y llegar a la luz; luz de la conciencia y de la existencia. Cuántos años, a veces, dedica el hombre para aclararse a sí mismo cualquier hecho, para encontrar respuesta a una pregunta determinada. Y cuánto trabajo pesa sobre nosotros mismos, sobre cada uno de nosotros, para poder desvelar, a través de lo que hay en nosotros de "oscuro", tenebroso, a través de nuestro "yo peor", a través del hombre subyugado a la concupiscencia de la carne, a la concupiscencia de los ojos y a la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2, 16), lo que es luminoso: el hombre de sencillez, de humildad, de amor, de sacrificio desinteresado; los nuevos horizontes del pensamiento, del corazón, de la voluntad, del carácter. «Las tinieblas pasan y aparece ya la luz verdadera», escribe San Juan (1Jn 2, 8).

Si preguntarnos qué es lo que ilumina esta luz reconocida por Simeón en el Niño de 40 días, he aquí la respuesta. Es la respuesta de la experiencia interior de tantos hombres que han decidido seguir esta luz. Es la respuesta de vuestra vida, mis queridos hermanos y hermanas, religiosos y religiosas, que participáis en la liturgia de esta festividad, teniendo en vuestras manos las velas encendidas. Es como un pregustar la vigilia pascual cuando la Iglesia, es decir, cada uno de nosotros, llevando en alto la vela encendida cruzará los umbrales del templo cantando «Lumen Christi: Luz de Cristo». Cristo ilumina en profundidad e individualmente el misterio del hombre. Individualmente y profundamente. y a la vez con cuánta delicadeza baja al secreto de las almas y de las conciencias humanas. Es el Maestro de la vida en el sentido más profundo. Es el Maestro de nuestras vocaciones. Sin embrago, El, precisamente El, el único, ha revelado a cada uno de nosotros, y revela continuamente a tantos hombres, la verdad de que «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega de sí mismo» (cf. Lc 17, 33; Gaudium et spes, 24).

Demos gracias hoy por la luz que está en medio de nosotros. Demos gracias por todo lo que se ha hecho luz en nosotros mismos por medio de Cristo: ha dejado de existir «la oscuridad» y lo «desconocido».

3. Por fin, Simeón dice a María. primero mirando a su Hijo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción». Después, mirando a Ella misma: «Y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).

Este día es su fiesta: la fiesta de Jesucristo, a los 40 días de su vida, en el templo de Jerusalén según las prescripciones de la ley de Moisés (cf. Lc 2. 22-24). Y es también la fiesta de Ella: de María. Ella lleva al Niño en sus brazos. También en sus manos El es la luz de nuestras almas, la luz que ilumina las tinieblas de la conciencia y de la existencia humana, del entendimiento y del corazón.

Los pensamientos de muchos corazones se descubren cuando sus manos maternales llevan esta gran luz divina, cuando la acercan al hombre.

¡Ave, Tú que has venido a ser Madre de nuestra luz a costa del gran sacrificio de tu Hijo, a costa del sacrificio materno de tu corazón!

4. Finalmente, séame permitido hoy, al día siguiente de mi regreso de México, darte gracias, oh Virgen de Guadalupe, por esta Luz que es tu Hijo para los hijos e hijas de aquel país y también de toda América Latina. La III Conferencia General del Episcopado de aquel continente, iniciada solemnemente a tus pies, oh María, en el santuario de Guadalupe, está desarrollando sus trabajos en Puebla sobre el tema de la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, desde el 28 de enero, y se esfuerza para mostrar caminos por los que la luz de Cristo deba alcanzar a la generación contemporánea en aquel continente grande y prometedor.

Encomendamos a la oración tales trabajos, mirando hoy a Cristo en brazos de su Madre y escuchando las palabras de Simeón: Lumen ad revelationem gentium.

 



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