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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA FESTIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Lunes 11 de febrero de 1980

 

Venerados hermanos e hijos queridísimos:

1. Con viva emoción y con alegría profunda dirijo esta tarde mi cordial saludo, ante todo, al cardenal Vicario y a los demás purpurados presentes; a los venerados hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes del clero secular y regular, y especialmente a cuantos concelebran conmigo esta Eucaristía, que nos ve reunidos en torno al altar de Cristo para recordar las maravillas de gracia realizadas en Aquella a la que invocamos confiadamente como Abogada poderosa y Madre dulcísima.

Mi saludo se dirige, después, a las religiosas presentes también en esta circunstancia en número considerable; y además a las personas que forman parte, por diversos títulos, de las Asociaciones Marianas, así como a todos los que han sido atraídos a esta celebración por la devoción que sienten hacia la Virgen Santísima.

Una palabra especial de saludo deseo reservar a los enfermos, que son los invitados de honor de este encuentro: a precio de no leves sacrificios, han querido estar presentes esta tarde para testimoniar personalmente el amor que les une a la Madre celeste, a cuyo santuario de Lourdes muchos de ellos ya han ido ciertamente en peregrinación: bienvenidos entre nosotros, juntamente con todos los que se dedican generosamente a prestarles asistencia.

Mi saludo, pues, se extiende a todos los que se han reunido en esta patriarcal basílica de San Pedro, que recibe hoy una visita tan excepcional. A todos deseo expresar mi agradecimiento. Hijos queridísimos, me siento deudor vuestro. Efectivamente, gracias a vosotros, hoy se traslada a esta basílica esa realidad especial que se llama Lourdes. Realidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. Realidad del sufrimiento santificado y santificante: Realidad de la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de su Iglesia en la tierra: una presencia particularmente viva en esa porción elegida de la Iglesia, que está constituida por los enfermos y por los que sufren.

2. ¿Por qué precisamente los enfermos van en peregrinación a Lourdes? ¿Por qué —nos preguntamos— ese lugar se ha convertido para ellos como en un "Caná de Galilea", al que se sienten invitados de modo especial? ¿Qué les atrae a Lourdes con tanta fuerza?

La respuesta es preciso buscarla en la Palabra de Dios, que nos ofrece la liturgia en la Santa Misa que estamos celebrando. En Caná había una fiesta de bodas, fiesta de alegría porque era fiesta de amor. Podemos imaginar fácilmente el "clima" que reinaba en la sala del banquete. Sin embargo, también esa alegría, como cualquier otra realidad humana, era una alegría insidiada. Los esposos no lo sabían, pero su fiesta estaba a punto de convertirse en un pequeño drama, con motivo de que iba faltando el vino. Y eso, pensándolo bien, no era más que el signo de tantos otros riesgos a los que estaría expuesto sucesivamente su amor, que comenzaba.

Aquellos esposos tuvieron la suerte de que "estaba allí la Madre de Jesús" y consiguientemente "fue invitado también Jesús a la boda" (cf. Jn 2, 1-2); y, a petición de su Madre, Jesús cambió milagrosamente el agua en vino: el banquete pudo continuar alegremente, el esposo recibió la felicitación del maestresala (cf. vs. 9-10), maravillado por la calidad del último vino servido.

He aquí, queridísimos hermanos y hermanas, que el banquete de Caná nos habla de otro banquete: el de la vida, al que todos deseamos sentarnos para gustar un poco de alegría. El corazón humano ha sido hecho para la alegría y no debemos maravillarnos si todos tienden a esa meta. Por desgracia, la realidad, en cambio, somete a muchas personas a la experiencia, frecuentemente martirizadora, del dolor: enfermedades, lutos, desgracias, taras hereditarias, soledad, torturas físicas, angustias morales, un abanico de "casos humanos" concretos, cada uno de los cuales tiene un nombre, un rostro, una historia.

Estas personas, si están animadas por la fe, se dirigen a Lourdes. ¿Por qué? Porque saben que allí, como en Caná, "está la Madre de Jesús": y donde está Ella, no puede faltar su Hijo. Esta es la certeza que mueve "a las multitudes que cada año se vuelcan hacia Lourdes en busca de un alivio, de un consuelo, de una esperanza. Enfermos de todo género van en peregrinación a Lourdes, animados por la esperanza de que, por medio de María, se manifieste en ellos la potencia salvífica de Cristo. Y, en efecto, esta potencia se revela siempre con el don de una inmensa serenidad y resignación, a veces con una mejoría de las condiciones generales de salud, o incluso con la gracia de la curación completa, como atestiguan los numerosos "casos" que se han verificado en el curso de más de 100 años.

3. La curación milagrosa, sin embargó es, a pesar de todo, un acontecimiento excepcional. La potencia salvífica de Cristo, obtenida por la intercesión de su Madre, se revela en Lourdes sobre todo en el ámbito espiritual. En el corazón de los enfermos María hace oír la voz taumatúrgica del Hijo: voz que desata prodigiosamente los entumecimientos de la acritud y de la rebelión, y restituye los ojos al alma para ver con una luz nueva el mundo, los demás, el propio destino.

Los enfermos descubren en Lourdes el valor inestimable del propio sufrimiento. A la luz de la fe llegan a ver el significado fundamental que el dolor puede tener no sólo en su vida, interiormente renovada por esa llama que consume y transforma, sino también en la vida de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. La Virgen Santísima, que en el Calvario, estando de pie valerosamente junto a la cruz del Hijo (cf. Jn 19, 25), participó en primera persona de su pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir sus propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un ''ofertorio" coral que, sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva.

Conscientes de esto, en el día en que la liturgia recuerda las apariciones de Lourdes, queremos dar las gracias a toda las almas generosas que, sufriendo y orando, colaboran de modo tan eficaz a la salvación del mundo.

Que la Virgen esté junto a ellos, como estuvo junto a los dos esposos de Caná, y vele para que no falte nunca en su corazón el vino generoso del amor. Efectivamente, el amor puede realizar el prodigio de hacer brotar sobre el tallo espinoso del sufrimiento la rosa fragante de la alegría.

4. Pero no quiero olvidar a los servidores de Caná, que tanta parte tuvieron en la realización del milagro de Jesús, prestándose dócilmente a ejecutar sus mandatos. Efectivamente, Lourdes es también un prodigio de generosidad, de altruismo, de servicio: comenzando por Bernadette, que fue el instrumento privilegiado para transmitir al mundo el mensaje evangélico de la Virgen, para descubrir el manantial del agua milagrosa. para pedir la construcción de la "capilla"; sobre todo ella supo orar e inmolarse, retirándose al silencio de una vida totalmente entregada a Dios. ¿Y cómo olvidar, pues, a la inmensa falange de personas que, inspirándose en la humilde pastorcita, se han dedicado y se dedican con extraordinario amor al servicio del santuario, al funcionamiento de las cosas, y especialmente al cuidado de los enfermos? Por esto, mi pensamiento, nuestro pensamiento de aprecio y gratitud va ahora a cuantos se entregan generosamente a atenderos, queridísimos enfermos, rodeándoos de sus solícitos cuidados: los médicos, el personal paramédico, todos los que se prestan para los servicios necesarios, tanto durante las peregrinaciones como en los lugares de habitual hospitalización, además, sobre todo, a vuestros familiares, sobre quienes grava el compromiso mayor de la asistencia.

Como los servidores de Caná, quienes —a diferencia del maestresala— "conocían" el prodigio realizado por Jesús (cf. Jn 2, 9), puedan los que os asisten ser siempre conscientes del prodigio de gracia que se realiza en vuestra vida y ayudaros a estar a la altura de la tarea que os ha confiado Dios.

5. Hermanas y hermanos queridísimos, reunidos en torno al altar continuamos ahora la celebración de la Eucaristía. Cristo está con nosotros: esta certeza difunde en nuestros corazones una paz inmensa y una alegría profunda. Sabemos que podemos contar con El aquí y en todas partes, ahora y siempre. El  es el amigo que nos comprende y nos sostiene en los momentos oscuros, porque es el "varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos" (Is 53, 3). El es el compañero de viaje que devuelve calor a nuestros corazones, iluminándolos con sus tesoros de sabiduría contenidos en las Escrituras (cf. Lc 24, 32). El es el pan vivo bajado del cielo, que puede encender en esta nuestra carne mortal el rayo de la vida que no muere (cf. Jn 6, 51).

Y reanudemos, con aliento renovado, el camino. La Virgen Santa nos indica la senda. Como estrella luminosa de la mañana, Ella brilla ante los ojos de nuestra fe "cual signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (Lumen gentium, 68). Peregrinos en este "valle de lágrimas", suspiramos hacia Ella: "después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre, oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María".

 



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