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VIAJE APOSTÓLICO A JAMAICA, MÉXICO Y DENVER

SANTA MISA PARA LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE MÉRIDA
Y LAS POBLACIONES INDÍGENAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Explanada de Xoclán-Muslay, Mérida
Miércoles 11 de agosto de 1993

 

Venerables hermanos en el episcopado,
queridos sacerdotes, religiosos y religiosas,
amadísimos hermanos y hermanas:

“Vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5, 13).

1. Son palabras de Jesús a sus discípulos, que hemos escuchado en la lectura del Evangelio en esta solemne celebración eucarística. Son palabras que hoy, el Sucesor de Pedro, en nombre del Señor, repite con gozo a todos vosotros, congregados en Mérida para dar fervientes gracias a Dios por el don de la fe cristiana.

Yucatán es el nombre sonoro y expresivo de esta tierra, que hoy se encuentra en millones de labios a lo largo y ancho de América Latina y de todo el mundo. Convocados por el Señor Jesús, vivo y operante en su Iglesia, que hoy como ayer sigue hablando en lo más íntimo de cada hombre, queremos celebrar la llegada de su mensaje de salvación a los pueblos de este bendito Continente. En él, bajo la acción del Espíritu, se hicieron fecundas las “semillas del Verbo”, presentes en el hondo sentido religioso de sus culturas, y se abrió su corazón a “la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9).

¡Qué hermoso es reunirse para celebrar la misma fe y la misma vida en Cristo! Vosotros y yo somos no sólo fruto, sino también sembradores de las palabras de Jesús: “Id y haced discípulos a todas las gentes” (Mt 28, 19), es decir, apóstoles de la nueva evangelización a la que, en virtud de nuestro bautismo, estamos todos llamados. Por eso, el Señor nos recuerda hoy nuevamente que somos “la sal de la tierra, la luz del mundo” (cf. ibíd., 5, 13-14).

2. Mi saludo en esta bendita tierra de Yucatán, que acogió la Buena Nueva de Jesucristo, quiere estar en sintonía con vuestro gozo por la fe recibida, germen de una nueva vida que transforma toda la existencia según los designios providenciales de Dios. Os saludo, pues, hermanos Obispos de México aquí presentes, así como a los de las distintas Naciones de América Latina que habéis querido uniros a nuestra celebración. En particular, a Monseñor Manuel Castro Ruiz, Pastor de esta amada Arquidiócesis que hoy nos acoge. Igualmente doy mi más cordial bienvenida a las Autoridades civiles y militares que nos acompañan.

Os saludo, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, que continuáis con ejemplar dedicación la labor de llevar el Evangelio a todos los ambientes. Os saludo, amadísimos fieles de Mérida, de Yucatán y de todo México, que con ilusión y alegría habéis esperado este encuentro de fe y amor. Y, de un modo especial, os saludo a vosotros, hermanos y hermanas indígenas, que representáis a las comunidades y etnias no sólo de Yucatán y México, sino también de todo el Continente americano, a la vez que os reitero el particular amor que la Iglesia os profesa.

3. “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5, 13)). Son palabras que el Señor dirige hoy a vosotros, reunidos aquí en la península de Yucatán: os lo dice a vosotros, descendientes de los primeros habitantes de México y del Continente americano. En la fe cristiana, sois verdaderamente la sal de la tierra. Antes de que llegaran aquí los habitantes de otros continentes, vosotros habíais ya dado a esta tierra el sabor de las fatigas de vuestro trabajo y de vuestros sufrimientos, la riqueza de vuestras culturas ancestrales, de vuestros valores humanos, de vuestras lenguas. Pero con la fe cristiana todo ello recibió un significado nuevo y más profundo. Vosotros, que habéis acogido en vuestro corazón el mensaje salvador de Cristo, sois, pues, sal de la tierra porque habéis de contribuir a evitar que la vida del hombre se deteriore o que se corrompa persiguiendo los falsos valores, que tantas veces se proponen en la sociedad contemporánea. Vosotros sois sal de esta tierra, tierra mexicana, tierra americana.

Hoy vengo entre vosotros para rendir homenaje a los descendientes de los antiguos habitantes de América; para dar gloria a la divina Providencia, que les confió esta tierra para hacerla fecunda y fructífera según los designios del Creador, que ha destinado los bienes de la creación para servicio y utilidad de toda la familia humana.

La Iglesia, como Madre y Maestra, hace suyos los problemas que afectan al hombre, y en especial a los más pobres y abandonados, y trata de iluminarlos desde el Evangelio. Por eso, en la construcción de una sociedad más justa y fraterna, la doctrina social de la Iglesia propone siempre la primacía de la persona sobre las cosas (Centesimus annus, 53-54), de la conciencia moral sobre los criterios utilitaristas, que pretenden ignorar la dignidad del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios.

4. Cristo, luz del mundo (cf. Jn 8, 12), nos exhorta hoy a que nosotros seamos también luz ante los hombres para que, viendo nuestras buenas obras, glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16). Cristo, “luz verdadera, que ilumina todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1, 9), es el Verbo proclamado por san Juan en el prólogo de su Evangelio (Ibíd., 1 1-4): el Hijo eterno, consustancial con el Padre. La Vida estaba en Él, y Él la ha traído al mundo. “Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él... tenga la vida eterna” (Ibíd., 3, 16).

Ésta es la prueba suprema del amor de Dios a los hombres desde toda la eternidad: la Encarnación del Verbo. Y también vosotros, queridos hermanos y hermanas, habéis sido objeto de ese amor de predilección por parte de Dios; también por amor vuestro se encarnó su Hijo Unigénito. También a vosotros Dios Padre os lo entrega como Salvador, para que tengáis la vida eterna. “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (Ibíd., 17, 3).

5. Se han cumplido quinientos años de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. El ardor apostólico y la entrega generosa de una pléyade de misioneros hicieron posible la implantación de la Iglesia de Cristo en este Continente. Hoy, cuando damos fervientes gracias a Dios por la fe recibida y por los abundantes dones con que ha querido bendecir a América, el Señor nos recuerda que somos sal de la tierra y luz del mundo, y nos envía a proclamar la Buena Nueva de la salvación.

El mandato misionero de Jesús (cf Mc 16, 15) se hace hoy llamado urgente, dirigido a todos y cada uno de los bautizados. Se dirige a los padres y madres de familia, invitándolos a hacer de su casa un hogar cristiano, evangelizado y evangelizador, a ejemplo del hogar de Nazareth. Se dirige a los jóvenes para que se conviertan en heraldos y defensores de la civilización de la solidaridad y del amor entre los hombres. Se dirige a los trabajadores y campesinos, para que transformen el propio trabajo en un instrumento de hermandad, justicia y solidaridad. Se dirige a los profesionales y a los hombres de cultura, para que impregnen las realidades temporales con el espíritu evangélico, que es espíritu de verdad y de amor. Se dirige a quienes desempeñan responsabilidades públicas en bien de la comunidad, para que dediquen con honestidad lo mejor de sí en favor de la pacífica convivencia, la libertad y el desarrollo.

6. Cristo es la luz del mundo, pues en Él se ha revelado la Vida. Se ha revelado mediante la palabra del Evangelio, pero sobre todo se ha revelado mediante su muerte redentora en la Cruz. Ha ofrecido en sacrificio al Padre su vida en expiación por los pecados del mundo. Y con este sacrificio cruento Él ha vencido el pecado y la muerte. En el Gólgota aceptó la muerte, pero al tercer día resucitó y vive para siempre. Vive para darnos su Vida. De este modo, Cristo es aquella Luz, aquella Vida que ha demostrado ser más fuerte que la muerte. En Él está la Vida divina, que es Luz para los hombres (cf. Jn 1, 4). Cristo, luz del mundo, os está enviando hoy a vosotros hermanos y hermanas, descendientes de los antepasados, os está enviando a vosotros en el camino de la vida. Éste es el camino de verdad, es el camino de siempre y de la nueva evangelización.

La Buena Nueva de Cristo, vencedor de la muerte y redentor del género humano, fue anunciada hace cinco siglos a los pobladores de este Continente y muchos de vuestros antepasados la acogieron como mensaje de salvación: recibieron la luz que brilla en las tinieblas. Nosotros, hoy, agradecemos esta acogida de los corazones humanos, esta acogida de la verdad de la vida eterna implantada en América Latina, en Yucatán, en México a través de la primera evangelización. También vosotros, queridos hermanos y hermanas, gracias al Evangelio, habéis recibido la luz y estáis llamados a dar valientemente testimonio de ella. Cada uno de vosotros ha de sentirse llamado a ser sal de la tierra y luz del mundo. Habéis de ser sal que preserva de la corrupción y que da sabor a los frutos de la tierra. Habéis de iluminar a los que os rodean mediante vuestra caridad; caridad que es amar a los demás como Cristo nos ha amado (cf. Jn 15, 12). Ésta es la evangelización de ayer, de hoy y para siempre.

7. Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo. Os lo dice Cristo mismo, que es la Luz. Lo dice también con el ejemplo de su vida, con la verdad de sus sufrimientos, con su muerte en la Cruz.

Cuando el Apóstol Pablo, en la carta a los Romanos, exhorta a los cristianos a no devolver a nadie mal por mal; buscando hacer el bien delante de todos los hombres (cf Rm 12, 17), lo hace porque ése es el auténtico mensaje de Cristo. ¿No es verdad que Jesús nos ha enseñado a rezar al Padre con estas palabras: “perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”? (cf. Mt 6, 12; Lc 11, 4). ¿No es verdad que el Señor desde la cruz ha orado por aquellos que le ofendían: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”? (Lc 23, 34). Perdonando y amando Cristo consiguió su victoria. Para que nosotros consigamos también nuestra victoria, san Pablo nos exhorta con estas palabras: “¡No te dejes vencer por el mal, mas vence el mal con el bien!” (Rm 12, 21).

8. Queridos hermanos y hermanas, a vosotros, que habéis sido víctimas de tantas injusticias, se refiere también la exhortación del Apóstol: “¡No os dejéis vencer por el mal, mas venced el mal con el bien!” (Ibíd.). Os repito las palabras que os dirigí en mi mensaje con ocasión del V Centenario de la evangelización de América: “El mundo tiene siempre necesidad del perdón y de la reconciliación entre las personas y entre los pueblos. Solamente sobre estos fundamentos se podrá construir una sociedad más justa y fraterna” ((Mensaje a los indígenas de América, n. 6, 12 de octubre de 1992). Una sociedad de ayer, de hoy y para siempre: una sociedad mexicana, una sociedad americana, una sociedad humana y una sociedad cristiana.

Sois un pueblo mariano, devoto de la Virgen, Madre de todos los cristianos y Reina de la paz. Una paz que es fruto de la aceptación del sufrimiento y del dolor, así como lo fue en la vida de la Virgen. Pero una paz que es fruto también de vuestro esfuerzo por vencer “el mal con el bien” (Rm 12, 21). Que la Virgen de Guadalupe os proteja y sea la estrella que os guíe en vuestro camino, para que seáis siempre sal de la tierra y luz del mundo. Hermanos y hermanas, qué hermoso es reunirse para celebrar la misma fe, la misma vida en Cristo. Vosotros, yo, somos no sólo fruto, sino también los sembradores de las palabras de Jesús, para hacer discípulos a todas las gentes; es decir, apóstoles de la nueva evangelización: porque en virtud de nuestros Bautismo, estamos llamados. Qué hermoso es reunirse para celebrar la misma fe, la misma vida en Cristo, la misma Eucaristía.

Así sea.

 



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