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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS POLACOS

 

Queridísimos connacionales:

Os escribo esta carta el día en que a uno de los hijos de nuestra patria le ha tocado asumir el ministerio de Obispo en la Cátedra de Pedro.

No puedo dejar de dirigirme a todos vosotros, hijos e hijas de la queridísima Polonia, precisamente en este día en que, por inescrutables designios de la Providencia, me encuentro yo, hasta ahora arzobispo metropolitano de Cracovia, obligado a dejar la antiquísima cátedra de San Estanislao para asumir la sede romana de San Pedro, y con ella la solicitud por toda la Iglesia universal.

Es difícil pensar y hablar de esto sin una profundísima emoción. Parece que no basta el corazón humano —y en particular el corazón polaco— para contener tal emoción.

Faltan también palabras para expresar todos los pensamientos que en esta circunstancia se agolpan en la mente. ¿No invaden quizá tales pensamientos y sentimientos toda nuestra historia? ¿No abarcan todo el milenio durante el cual nosotros, hijos de Polonia, hemos conservado la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, a la Sede Apostólica, al patrimonio de los Santos Pedro y Pablo?

De modo especial, sin embargo, esos pensamientos y sentimientos se centran en el último período de nuestra historia: historia de la patria e historia de la Iglesia. ¡Qué difícil y qué duro ha sido ese período! Símbolo del cambio experimentado durante el mismo es, indudablemente, la figura del Beato Maximiliano María Kolbe que, hace algunos años, fue elevado a la gloria de los altares por el inolvidable Papa Pablo VI.

Y he aquí algo significativo, difícil de comprender humanamente hablando. Precisamente en estos últimos decenios, la Iglesia en Polonia ha adquirido un especial significado en el contexto de la Iglesia universal y de la cristiandad. La Iglesia en Polonia ha llegado a ser objeto de gran interés a causa del específico sistema de relaciones, sistema que tiene tanta importancia en la búsqueda que la humanidad de hoy, los diversos pueblos y Estados, emprenden en el campo social, económico y cultural.

La Iglesia en Polonia ha adquirido una nueva voz, se ha convertido en la Iglesia de un testimonio particular al que todo el mundo mira. En esta Iglesia vive y se expresa nuestro pueblo, la generación de hoy.

Si no se acepta este hecho, no se puede tampoco comprender que hoy os esté hablando un Papa polaco. Es difícil entender que un Cónclave que, el 26 de agosto (fiesta de la Virgen de Czestochowa) había dado un magnífico don a su Iglesia en la persona del Santo Padre Juan Pablo I, sucesivamente, tras su inolvidable muerte acaecida después de sólo 33 días de pontificado, haya llamado a la Cátedra de San Pedro a un cardenal polaco. Es difícil entender que esta elección no haya encontrado oposición alguna, sino comprensión y hasta haya sido aceptada de buen grado.

Venerable y querido cardenal primado: Permíteme que te diga sencillamente lo que siento. No estaría sobre la Cátedra de Pedro este Papa polaco que hoy, lleno de temor de Dios pero también de confianza, inicia un nuevo pontificado, si no hubiese sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos. Si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia. Si no hubiese existido Jasna Gora y todo el período que en la historia de la Iglesia en nuestra patria abarca tu ministerio de obispo y primado.

Esto que te digo a ti, lo digo también a nuestros hermanos en el Episcopado: a todos en conjunto y a cada uno de ellos. A todos y a cada uno de los sacerdotes, religiosos y religiosas. Así como a todos y a cada uno de mis queridísimos compatriotas, hermanos y hermanas en la patria y fuera de ella.

Y te lo digo también a ti, querido cardenal de Filadelfia en los Estados Unidos, y a todos los obispos de origen polaco esparcidos por el mundo. Y se lo digo a todos los connacionales sin excepción, respetando su credo y sus convicciones. El amor de la patria nos une y debe unirnos por encima de cualquier divergencia. Esto nada tiene que ver con un rígido nacionalismo o chovinismo, sino que surge de la ley del corazón humano. Es la medida de la nobleza del hombre. Medida puesta a prueba muchas veces durante nuestra nada fácil historia.

Queridos connacionales: No es fácil renunciar a la vuelta a la patria, «a esos campos plateados de trigo y dorados de centeno», como escribe Mickiewicz. A esos montes y valles, lagos y ríos, a esos hombres tan queridos, a esa ciudad real. Pero si tal ha sido la voluntad de Cristo, hay que aceptarla, y por eso la acepto. Solamente pido que esa lejanía nos una aún más y nos consolide en la verdadera caridad mutua.

No os olvidéis de rezar por mí en Jasna Gora y en todo el país, a fin de que este Papa, que es sangre de vuestra sangre y corazón de vuestros corazones, sirva bien a la Iglesia y al mundo en los difíciles tiempos que preceden al fin de este segundo milenio.

Otra cosa os pido: Conservad la fidelidad a Cristo, a su cruz, a la Iglesia y a sus Pastores.

Y aún más: Oponeos a todo lo que contraste con la dignidad humana y que degrada las costumbres de una sana sociedad, que puede a veces incluso amenazar su existencia y el bien común, que puede disminuir nuestra contribución al común patrimonio de la humanidad, de las naciones cristianas, de la Iglesia de Cristo.

Permitidme que cite las palabras de San Pablo: «En el caso de que yo vaya y os vea...» (cf. Flp 1, 27). Quisiera de verdad estar con vosotros en el noveno centenario de San Estanislao, para el que tan fervorosa-mente nos hemos preparado en la archidiócesis y metrópoli de Cracovia y en toda Polonia, porque es el jubileo de su más antiguo Patrono.

Espero que este jubileo lleve consigo la renovación de nuestra fe y de la moral cristiana, porque en San Estanislao vemos un Patrono del orden moral como en San Adalberto el Patrono del orden jerárquico desde hace casi mil años.

Deseo bendeciros y lo hago no sólo en virtud de mi misión de Obispo y de Papa, sino también para responder a una profunda exigencia del corazón. Y vosotros, queridos connacionales, hoy como siempre que acojáis la bendición del Papa Juan Pablo II, recordaos que él salió de en medio de vosotros y que tiene un derecho especial a vuestro afecto y a vuestras oraciones.

Ciudad del Vaticano, 23 de octubre de 1978.

IOANNES PAULUS PP. II

 



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