Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS SACERDOTES, LOS SEMINARISTAS Y LOS RELIGIOSOS

Catedral primada de Bogotá
Martes 1 de julio de 1986

 

1. Cuán profundo es mi gozo, porque los primeros pasos de mi peregrinar “con la paz de Cristo por los caminos de Colombia” me traen a este feliz encuentro con vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, diocesanos y religiosos, presididos por vuestros obispos.

La dicha del Papa, alimentada por tan sincero aprecio, se convierte en acción de gracias al Señor por el crecimiento y vigor de la Iglesia en Colombia que, gracias a vosotros, tiene en su haber numerosas y pujantes iniciativas de celo pastoral y misionero, al servicio de Dios y de los hermanos y al servicio de la misma vida sacerdotal en el presbiterio, para bien de la Iglesia local y universal.

Especialmente significativo es que este encuentro de fe y amor se lleve a cabo en la catedral primada de esta ciudad capital, centro de irradiación y convergencia de la vida de la Iglesia en Colombia, y a los pies de María, la Inmaculada Concepción, a quien está consagrada esta basílica, esta arquidiócesis y la nación entera.

La presencia y el ejemplo de María, la siempre fiel, la Virgen de la Esperanza, en una nación y en un continente de esperanza para la Iglesia y para el mundo, me llevan a haceros un llamamiento a la fidelidad a vuestro ministerio actual y futuro, según las palabras y el programa del Apóstol: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien: lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles” (1Co 4,1-2). 

2. Ser fieles a vuestro servicio sacerdotal significa reavivar cada día la gracia de Dios que está en vosotros desde el momento de la ordenación (cf. 2Tm 1,6). A tal fin, me complazco en evocar la santa memoria de tantos Pastores que, fieles a su ministerio, en todos los rincones de la patria, han sido servidores de esta Iglesia. Desde los primeros obispos y sacerdotes, cuya gesta misionera es digna de admiración por su carácter verdaderamente heroico, hasta la no menos admirable constancia de cuantos os han precedido para llevar adelante la obra del Reino de Dios, en un trabajo casi siempre callado y humilde, en parroquias y veredas, en una catequesis tenaz y en todos los servicios de educación, asistencia y caridad.

De esta pléyade de apóstoles de Cristo, la voz de la Iglesia ha exaltado como modelos y protectores, en el amanecer de la evangelización, a San Luis Beltrán, llamado “el Padre de los indios”, y a San Pedro Claver, el incansable defensor de quienes eran traídos como esclavos; y ¿cómo no recordar al Beato Ezequiel Moreno, abnegado misionero e intrépido Pastor? En esta misma catedral, muy cercano en el tiempo y en el afecto, reposan las cenizas del Siervo de Dios, Ismael Perdomo, ejemplo de fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

3. El gozo y la esperanza del encuentro de esta tarde me llevan, con amor de padre y de pastor, a preguntaros: ¿Qué estáis haciendo hoy, carísimos hermanos sacerdotes, para proseguir esta obra santificadora y evangelizadora? ¿Cómo os estáis preparando, queridos seminaristas diocesanos y religiosos, para ser dignos sucesores de tan esclarecidos ejemplos? ¿Os preparáis todos para una nueva etapa de evangelización y para agradecer a Dios los cinco siglos de cristianismo en vuestras benditas tierras?

No ignoro las dificultades por las que hoy atraviesa vuestra patria. Pero ciertamente lo que el pueblo cristiano pide de cada uno de vosotros, lo que la Iglesia espera, es que seáis íntegramente sacerdotes: “Que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1Co 4, 1). 

Se os pide lo que verdaderamente podéis dar: la Palabra de salvación, los sacramentos, el amor y la gracia de Cristo, el servicio de orientar hacia una vida más cristiana, digna y humana. Si sois portadores auténticos de estos dones, veréis que vuestra vida se realiza plenamente y trataréis de adecuaros cada vez más a esta tarea con el respeto y el amor que debe infundir en vosotros la conciencia clara de que el Señor, a pesar de nuestra fragilidad, ha puesto en nuestras manos un tesoro de incalculable valor (cf. 2Co 4,7. 

Vuestra fidelidad a Cristo se enmarca en el misterio de la Iglesia, en la que Jesús está presente y operante para la salvación de todos. La vivencia responsable del misterio de la Iglesia se concentrará necesariamente en el amor a la misma Iglesia, como comunión de hermanos guiados por quienes representan a Cristo Cabeza en la comunidad eclesial.

4. Cristo nos ha llamado a ser sus ministros; nos consagró en forma peculiar y nos envía, ante todo, a predicar (cf. Mt 28,19; Mc 3,13-14). Este ministerio de la Palabra es nuestro primer deber, nuestra más apremiante obligación, “lo que constituye la singularidad de nuestro servicio sacerdotal” (Evangelii Nuntiandi, 68,  puesto que “el Pueblo de Dios se congrega primeramente por la Palabra de Dios” (Presbyterorum Ordinis, 4). 

Predicáis, queridos hermanos, el mensaje de Cristo que vive en vosotros y os acompaña continuamente: “Como mi Padre me envió, así os envío yo”(Jn 20 21) .  Y a ejemplo de San Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, podréis decir al término de vuestra jornada: “No cesamos de dar gracias a Dios porque al recibir la Palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino como en realidad es, Palabra de Dios que permanece operante en vosotros los creyentes” (1Ts 2,13). 

Podréis repetir la plegaria del Apóstol con tal de que vuestro ministerio de evangelización, de catequesis, de predicación, sea verdaderamente Palabra de Dios y no palabra de hombre, confundida quizá con afirmaciones y razonamientos pobremente humanos, enturbiada acaso por premisas cambiantes de sabor exclusivamente sociológico, político, terreno, más cercana a veces al saber técnico, o producto exclusivo de erudición y no fruto de la fe que proclama a Cristo, el Señor resucitado. El Concilio Vaticano II pide a los presbíteros un espíritu de contemplación, “porque, buscando cómo puedan enseñar más adecuadamente a los otros lo que ellos han contemplado, gustarán más profundamente la inescrutable riqueza de Cristo (Ef 3,8)” (Presbyterorum Ordinis, 13). 

Os exhorto, pues, a cuidar especialmente de que vuestra predicación se inspire en la Palabra de Dios, tal como es propuesta por el Magisterio de la Iglesia. Es Palabra revelada por Dios, inspirada por el Espíritu Santo, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia, vivida por los santos y convertida por vosotros mismos en materia de contemplación, para iluminar los acontecimientos de la historia cotidiana.

Procurad, por ello, que la Palabra de Dios sea asumida piadosamente en la oración y contemplación, que sea materia de estudio y experiencia de vida compartida con los hermanos. Hablad con valentía, predicad con fe profunda y con tono de esperanza, como testigos del Señor Resucitado, que ha transformado y sigue transformando la creación y la historia. No os consideréis maestros al margen de Cristo (cf. Mt 23,8) ,  sino testigos y servidores que creen lo que anuncian, viven lo que creen, predican lo que viven, según la perentoria consigna del Pontifical Romano.

5. Sed fieles también a vuestro ministerio de santificación. Habéis recibido “la fuerza del Espíritu Santo” (cf. Hch 1,8),  para ser testigos de Cristo y instrumentos de la vida nueva.

En esta tarde de gracia, al recordar los elementos esenciales de vuestra fidelidad, quiero alentaros a conocer y estudiar el Concilio Vaticano II más amplia y profundamente, hacerlo materia de oración, asimilarlo con amor y llevarlo a la práctica en vuestra vida personal y en la comunidad cristiana.

Sin minimizar en modo alguno las numerosas posibilidades de servicio pastoral abiertas actualmente al sacerdote, el Concilio no duda en declarar sus absolutas prioridades. Y lo hace con insistencia. La misión esencial del sacerdote se halla en la Eucaristía. Vuestra identidad se encuentra definitivamente determinada por la celebración eucarística. Los sacerdotes, dice el Concilio: “ejercen su sagrado ministerio sobre todo en el culto eucarístico” (Lumen Gentium, 28);  “la Eucaristía aparece como la fuente y la cumbre de toda la evangelización” (Presbyterorum Ordinis, 5). 

Lo que el mundo realmente nos pide, lo que necesita de verdad, es que el misterio de la redención sea accesible a todos los hombres de nuestro tiempo, especialmente a los pobres, los enfermos, los niños, los jóvenes, la familia. Es precisamente a través de la Eucaristía como la redención de Cristo toca el corazón de cada hombre transformando la historia del mundo.

A partir de la Eucaristía descubriréis mejor la importancia de todos los sacramentos y encontraréis fuerza para dedicaros a la confesión y a la dirección espiritual, a ejemplo del Cura de Ars, del que celebramos este año el segundo centenario de su nacimiento. Quisiera recordaros que, para cumplir adecuadamente y gozosamente este ministerio, es imprescindible vuestra misma experiencia personal del sacramento de la reconciliación, por medio de vuestra confesión frecuente. “Es necesario que el sacerdote se acerque también regularmente a este sacramento” (Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 1986). 

Considerad que vuestra vitalidad espiritual y vuestra eficacia pastoral están siempre en relación estrecha con la sinceridad y autenticidad con que celebréis el misterio eucarístico, sin olvidar “el cotidiano coloquio con Cristo Señor en la visita y culto personal” (Presbyterorum Ordinis, 18).  Haced, pues, de la Misa, celebrada con fervor, el centro de vuestra vida y de vuestro ministerio. De la Eucaristía dimanará, para vosotros y para vuestras comunidades eclesiales, el esfuerzo cotidiano por configurarse con Cristo, el estilo apostólico y contemplativo de vuestra plegaria y predicación, la eficacia de la misión, la oportunidad y constancia de la entrega y celo pastoral.

6. De la Eucaristía, auténticamente celebrada y vivida, recibiréis la fuerza para enseñar a los demás fieles a ofrecerse al Padre, como vosotros, “con sus trabajos y todas sus cosas en unión con Cristo” (Presbyterorum Ordinis, 5).  Así, la infinita riqueza de la Eucaristía —debe desembocar— en un espíritu de entrega, crecientemente generosa, al servicio de los demás “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5).  Nos hemos ofrecido con Cristo, y lo hemos recibido en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada, para que, por nuestra parte, nos convirtamos en signo vivo de su entrega incondicional al Padre por los hombres. Así la vida cristiana aparece como un sacrificio de caridad, en el Espíritu Santo, por Cristo, al Padre (cf. Ef 2,18; Lumen Gentium, 4). 

7. Sabéis muy bien que todo cristiano, y en particular quienes anuncian autorizadamente la Palabra de Dios, han de testimoniar en su vida cotidiana la necesaria unión que debe existir entre el mandato de amar a Dios por encima de todo, con el amor al prójimo, como manifestación del amor a Dios. Por esto, la Iglesia siempre ha enseñado que, en la debida distinción entre promoción humana y evangelización, no puede existir separación, sino integración, puesto que la dignidad humana, en todos sus aspectos, “es un valor evangélico que no puede ser despreciado sin grave ofensa al Creador” (Discurso a la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, Puebla, 28 de enero de 1979). 

Esta insoslayable tarea, en las circunstancias actuales de vuestra patria, hace urgente, hoy de modo especial, la búsqueda de una promoción social de las muchedumbres desposeídas que tienen derecho a vivir dignamente, como hombres y hijos de Dios. Hacia este campo es preciso que orientéis también vuestras preocupaciones pastorales, especialmente en la presentación clara y auténtica de la doctrina social de la Iglesia.

Pero las opciones e iluminación que necesitan los cristianos en el ámbito de la promoción y liberación, particularmente de los más necesitados, sólo puede hacerse según el ejemplo de Jesús y a la luz del Evangelio, que prohíbe el recurso a métodos de odio y de violencia. El amor y la opción preferencial por los pobres —como he dicho repetidamente— no puede ser exclusiva ni excluyente  (Discurso a la Curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas, Insegnamenti di Giovanni Paolo II, VII, 2 (1984) 1621ss). Ello no significa considerar al pobre como clase, y menos como clase en lucha o como Iglesia separada de la comunión y obediencia a los Pastores puestos por Cristo, sino que ha de realizarse mirando al ser humano considerado en su vocación terrena y eterna. La tarea de la Iglesia, de contribuir a la liberación social, ha de llevarse a cabo con la conciencia clara de que la primera liberación, que ha de procurarse al hombre, es la liberación del pecado y del mal moral que anida en su corazón (Libertatis Conscientia, 37-38). 

Queridos sacerdotes y futuros sacerdotes, en este campo de la actuación pastoral quiero subrayar que, para vivir un recto amor y una opción preferencial por toda clase de pobres y marginados, es necesario un corazón de pobre, según el espíritu de las bienaventuranzas; es necesaria una vida sacerdotal pobre, a imitación del Señor, de los Apóstoles y de los santos sacerdotes de todos los santos sacerdotes de todos los tiempos. Sin una actitud de fe contemplativa y de pobreza evangélica no se haría más que conducir a los pobres hacia otro tipo de opresión.

8. La fidelidad a Dios nuestro Padre y al hombre nuestro hermano estará más asegurada cuando cada miembro del Pueblo de Dios se sienta y actúe conscientemente como miembro vivo y necesario de un único Cuerpo que es la Iglesia; cuando entre todos se viva la comunión en el amor que lleva a la participación alegre y responsable. La misión apostólica está enraizada en la presencia de Cristo resucitado que vive en su Iglesia; por esto la Iglesia es misterio, comunión y misión.

Gozo particular experimento por la comunión y por el sentido de Iglesia universal del Episcopado colombiano, que lo mantiene en viva y afectuosa unión con el Sucesor de Pedro y lo lleva a trabajar corresponsablemente como Conferencia Episcopal, dando esclarecido ejemplo y testimonio de unidad que edifica y alienta la vida de las comunidades eclesiales.

Todos vosotros, sacerdotes y seminaristas diocesanos y religiosos, debéis seguir fomentando la conciencia de que la comunión con vuestros obispos y superiores es y será parte esencial de vuestro ministerio, al igual que vuestra vinculación fraterna con los demás presbíteros. Recordad que formáis en el presbiterio de cada diócesis una “fraternidad sacramental” (Presbyterorum Ordinis, 8),  que hay que construir armoniosamente, ejerciendo la vida apostólica por medio de una ayuda fraterna en todos los campos de la vida y del ministerio sacerdotal (cf. Lumen Gentium, 28; Christus Dominus, 28. 

Sois próvidos cooperadores del ministerio episcopal y formáis parte principal de una Iglesia particular o local, la diócesis, que es la forma concreta donde existe y vive la Iglesia universal El presbítero ha sido escogido y enviado directamente para construir la Iglesia en el ámbito de la diócesis presidida por el obispo. De ahí la necesaria referencia de todo presbítero al obispo, sin el cual no hay Iglesia, porque él es principio de unidad.

Es en esta realidad de Iglesia particular y diocesana donde descubriréis también vuestra responsabilidad evangelizadora respecto a la Iglesia universal (Presbyterorum Ordinis, 11)  buscando cauces concretos para llevar a la práctica la necesaria y urgente ayuda misionera (cf. Lumen Gentium, 23 y 28).  Ha llegado para toda América Latina la hora de emprender una evangelización sin fronteras.

La dimensión necesariamente diocesana y misionera del presbítero hace que con el obispo y los demás clérigos —sean ellos diocesanos o religiosos— forme un solo cuerpo: el presbiterio (cf. Lumen Gentium, 28; Presbyterorum Ordinis, 7-8).  Es ahí donde encuentra sólido fundamento la apremiante llamada de la Iglesia a todos los religiosos, para que continúen integrándose plenamente en la acción pastoral parroquial y diocesana, con la aportación específica y valiosísima de su propio carisma y de su experiencia peculiar de vida apostólica.

Principio fundamental de esta comunión es la fidelidad al Magisterio de quienes han sido puestos por Dios para ser maestros de la verdad: el Papa y los obispos (cf. Lumen Gentium, 25).  Con esta guía estaréis integrados en la única Iglesia de Cristo. En el seguimiento de fe y sincera obediencia a vuestros Pastores está el secreto de la bendición divina y del éxito apostólico.

9. Mi palabra, junto con mi afecto, se dirige ahora especialmente a vosotros, seminaristas diocesanos y religiosos, que habéis escuchado la llamada del Señor a entregaros más plenamente a la construcción del reino de Dios.

Me llena de esperanza y de consuelo comprobar el florecimiento que hay en Colombia de vocaciones sacerdotales y religiosas. En Medellín tendré la alegría de ordenar a un numeroso grupo de sacerdotes y podré referirme nuevamente a este tema tan central para la vida de la Iglesia.

Continuad con empeño vuestra preparación en el seminario. El Concilio no duda en afirmar que “los seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal” (Optatam Totius, 4),  porque el ambiente de seriedad, de piedad litúrgica y personal de estudio, de disciplina, de convivencia fraterna y de iniciación pastoral que debe caracterizar al seminario, es el modo más apto para la preparación al sacerdocio (Optatam Totius, 4). Considerad, pues el seminario como vuestro propio y específico hogar, y como la primera escuela de fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

De este modo se hace clara también la urgencia de que las Facultades de Teología y Filosofía, que contribuyen a la capacitación doctrinal de los futuros sacerdotes y de otros animadores de la comunidad eclesial, presten su valioso e imprescindible servicio en unidad estrecha de criterios con los obispos, en perfecta armonía con la enseñanza del Magisterio, y ofreciendo a los alumnos la doctrina segura, sin ceder al fácil atractivo de teorías o hipótesis más o menos fundadas en razones humanas, que siembran la duda y la incertidumbre.

10. Hermanos: Sé que así como habéis preparado con amor esta visita pastoral, me seguiréis también a lo largo de mi peregrinación apostólica, abierto el corazón para recibir el mensaje del que quiero ser portador en la amada Colombia. Acoged ya éste de hoy, como muestra de mi afecto y solicitud por todos vosotros.

Por nuestro ministerio estamos especialmente vinculados a nuestra Madre sacerdotal, la Virgen María, la Virgen fiel, “que guiada por el Espíritu Santo, se consagró toda entera al ministerio de la redención de los hombres” (Presbyterorum Ordinis, 18). Confiemos pues todos estos anhelos, todas estas aspiraciones e intenciones a la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, vuestra Patrona, en este Año Mariano Nacional.

A todos imparto con afecto mi Bendición Apostólica.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana