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RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
A LOS FIELES MEXICANOS EN EL 50 ANIVERSARIO DE LA CORONACIÓN CANÓNICA DE LA VIRGEN DE GUADALUPE
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Viernes 12 de octubre de 1945

 

Venerables Hermanos y amados hijos que, reunidos en torno a la persona de Nuestro dignísimo Cardenal Legado, conmemoráis los cincuenta años de la coronación canónica de la Virgen de Guadalupe.

Habían pasado ya más de tres siglos desde el día en que la dulce Madre del Tepeyac comenzó a recibir los homenajes de los católicos de Méjico y de toda la América, en el trono por ella misma elegido; la teníais en el centro de vuestros corazones y por eso la habíais repetidamente proclamado Señora y Patrona vuestra; le habíais dedicado primero una ermita, luego una capilla, después un templo y por último una magnífica Basílica; las voces mejicanas la aclamaban continuamente y nunca cesaba el grito: Noble indita, Madre de Dios; Noble indita, Madre nuestra. Pero vuestra piedad aún no estaba satisfecha; la queríais ver con la frente ceñida, como correspondía a una soberana. ¡Era vuestra Reina y la Reina tenía que ser coronada!

Y finalmente se realizó vuestro deseo. Hace hoy cincuenta años —recuerdan las crónicas— la Basílica, recién restaurada, era un ascua de oro; decenas de millares de peregrinos abarrotaban sus espaciosas naves y se derramaban por los alrededores; casi cuarenta mitras se inclinaban reverentes en el presbiterio; los vivas, los himnos y las plegarias llegaban al cielo. Y cuando sobre aquella frente angelical resplandeció la áurea corona, en todos los corazones y en todas las bocas acabó de estallar el grito, hasta entonces mal contenido: «¡Viva la Virgen de Guadalupe, Emperatriz de América y Reina de Méjico!». El espectáculo era tan hermoso, que parecía un dulce sueño. En realidad no era más que el triunfo, consciente y sereno, de vuestro amor y de vuestra fe.

Justísimo homenaje. Porque, ¿quién era capaz de ignorar lo que aquel pueblo debía a aquella Señora? ¿Quién podía no recordar la parte principalísima que Ella había tenido en su vocación a la verdadera Iglesia, en su conservación dentro de la práctica y la pureza de una fe. que había sido como el crisol en que su joven y potente nacionalidad se había fundido?

La Virgen Santísima fue el providencial instrumento, elegido por los designios del Padre celestial, para dar y presentar a su precioso Hijo al mundo; para ser Madre y Reina de los Apóstoles, que por todas partes habían de propagar su doctrina; para conculcar siempre las herejías, y hasta para intervenir prodigiosamente en todos los tiempos, dondequiera que fuera necesario para la implantación, la consolidación y la defensa de la santa fe católica. «Por Ella —dice a este propósito un gran devoto de María— la Santa Cruz es celebrada y adorada en todo el universo...; por Ella toda criatura, aprisionada en los errores de la idolatría, es llevada al conocimiento de la verdad; ... por Ella los Apóstoles predicaron la salvación a las naciones» [1].

Y así sucedió, al sonar la hora de Dios para las dilatadas regiones del Anáhuac. Acaban apenas de abrirse al mundo, cuando a las orillas del lago de Texcoco floreció el milagro. En la tilma del pobrecito Juan Diego —como refiere la tradición— pinceles que no eran de acá abajo dejaban pintada una imagen dulcísima, que la labor corrosiva de los siglos maravillosamente respetaría. La amable doncellita pedía una sede para desde ella «mostrar y dar todo su amor y compasión, auxilio y defensa ... a todos los moradores de aquella tierra y a los demás que la invocasen y en Ella confiasen». Desde aquel momento histórico la total evangelización fue cosa hecha. Y, lo que es más, quedaba izada una bandera, alzada una fortaleza, contra la que se romperían las iras de todas las tempestades; estaba firmemente asentado uno de los pilares fundamentales de la fe en Méjico y en toda América. Como si la Cruz, que, tal día como hoy, a través de las ondas procelosas, habían llevado al continente nuevo las frágiles carabelas hispánicas, hubiera sido confiada a las manos débiles de aquella jovencita, a fin de que Ella la pasease triunfalmente por todas aquellas tierras, la plantase por doquier y se retirase luego a su castillo roquero, dominando la antigua Tenochitlán, para desde allí reinar en todo el mundo nuevo y velar por su fe; «porque, usando las felices expresiones de uno de vuestros vates, sabe que tal hija —como Reina la proclama— y fiel conserva el depósito de la fe, que al mundo salva »».

Hoy, amadísimos congresistas americanos, Nuestro pensamiento, con vuelo más veloz y certero que el de las ondas que os llevan Nuestra voz, Nos pone en medio de vosotros; y una vez más Nuestro espíritu se siente confortado al admirar vuestro número sin número, vuestro entusiasmo sin límites: al ver que en este momento más de medio centenar de Arzobispos y Obispos representan allí, en medio de vosotros, la fe de todos los pueblos de América; al recibir, en la persona de Nuestro Legado, los magníficos testimonios de vuestra filial devoción, que ya Nos son conocidos. Y al comprobar que el centro de todos esos fervores sigue siendo vuestra Excelsa Patrona, al ver, casi con Nuestros propios ojos, que continuáis aclamando a la Virgen de Guadalupe como vuestra Madre y vuestra. Reina, elevamos al cielo la mirada y damos gracias al Autor de todo bien, porque en este amor y en esta fidelidad queremos ver la garantía de la conservación de vuestra fe.

Por ella, católicos mejicanos, vuestros hermanos y vuestros padres fueron víctima de la persecución, y para defenderla se encararon sin vacilar hasta con la misma muerte, al doble grito de «¡Viva Cristo Rey!, ¡Viva la Virgen de Guadalupe!». Hoy, las condiciones de la Iglesia y de la Religión en vuestra Patria han mejorado notablemente, demostrando que no fueron inútiles aquella invocación y aquella firmeza. Pero a vosotros toca, a vosotros y a todos los católicos americanos, seguir firmes en vuestro puesto, conscientes de vuestros derechos, con la frente siempre alta ante los enemigos de hoy y de siempre: los que no quieren a María porque no quieren a Jesús, los que querrían arrinconar o ignorar a Jesús, arrebatando así a María el más preciado de sus títulos. Frente a su rebelión, vuestra fidelidad. Que la morenita del Tepeyac, que la Emperatriz de América y Reina de Méjico no tenga que llorar deserciones. Que, como lo estuvo ayer, pueda estar también mañana orgullosa de sus hijos.

Vuestro Congreso, recogiendo millares de firmas, la ha aclamado como «Sedes sapientiae», trono de la sabiduría. No lo olvidéis, católicos de Méjico y de toda América: la verdadera sabiduría es la que Ella nos dio, la que en nombre de la Sabiduría encarnada Ella nos enseña. «¡Salve, fuente abundantísima de donde manan los arroyos de la divina sabiduría, rechazando con las aguas purísimas y limpidísimas de la ortodoxia las olas encrespadas del error![2]. ¡Salve, oh Virgen de Guadalupe! Nos, a quien la admirable disposición de la Divina Providencia confió, sin tener en cuenta Nuestra indignidad, el sagrado tesoro de la divina sabiduría en la tierra, para salvación de todas las almas, Nos colocamos hoy de nuevo sobre tus sienes la corona, que pone para siempre bajo tu poderoso patrocinio la pureza y la integridad de la santa fe en Méjico y en todo el continente americano. Porque estamos cierto de que mientras Tú seas reconocida como Reina y como Madre, América y Méjico se han salvado.

Prenda de estos Nuestros deseos sea, en el momento presente, la Bendición Apostólica, que de todo corazón os damos.


* AAS 37 (1945) 264-267

[1] S. Cyrilli Alex.,Hom.4 ex diversis: MIGNE, PG, 77, 991.

[2] S. Germ. Const., Serm. 1 in SS Deip. Praesent., n. 14: MIGNE, PG, 48, 305-306.

 



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