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MISA CONCLUSIVA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA ORIENTE MEDIO
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Domingo 24 de octubre de 2010

 

Venerados hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

A dos semanas de distancia de la celebración de apertura, nos volvemos a reunir en el día del Señor, alrededor del altar de la Confesión de la basílica de San Pedro, para concluir la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Nuestro corazón está lleno de profunda gratitud a Dios, que nos ha donado esta experiencia realmente extraordinaria, no sólo para nosotros, sino para el bien de la Iglesia, del pueblo de Dios que vive en las tierras entre el Mediterráneo y Mesopotamia. Como Obispo de Roma, deseo compartir mi agradecimiento con vosotros, venerados padres sinodales: cardenales, patriarcas, arzobispos y obispos. En particular, doy las gracias al secretario general, a los cuatro presidentes delegados, al relator general, al secretario especial y a todos los colaboradores, que en estos días han trabajado sin escatimar esfuerzos.

Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido «al templo para orar»; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos «volver a casa» verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.

La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. «La oración del pobre atraviesa las nubes» afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista añade: «El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos» (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que «no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia» (Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.

Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: «He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4, 7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. «Pero el Señor, —prosigue san Pablo— me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (2 Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor.

La Asamblea sinodal que hoy se concluye ha tenido presente siempre la imagen de la primera comunidad cristiana, descrita en los Hechos de los Apóstoles: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Es una realidad experimentada en los días pasados, durante los cuales hemos compartido las alegrías y los dolores, las preocupaciones y las esperanzas de los cristianos de Oriente Medio. Hemos vivido la unidad de la Iglesia en la variedad de las Iglesias presentes en esa región. Guiados por el Espíritu Santo, hemos llegado a ser «un solo corazón y una sola alma» en la fe, en la esperanza y en la caridad, sobre todo durante las celebraciones eucarísticas, fuente y culmen de la comunión eclesial, así como en la Liturgia de las Horas, celebrada cada mañana en uno de los siete ritos católicos de Oriente Medio. Así, hemos valorado la riqueza litúrgica, espiritual y teológica de las Iglesias orientales católicas, además de la de la Iglesia latina. Se ha tratado de un intercambio de dones preciosos, del que se han beneficiado todos los padres sinodales. Es de desear que esta experiencia positiva se repita también en las respectivas comunidades de Oriente Medio, favoreciendo la participación de los fieles en las celebraciones litúrgicas de los demás ritos católicos y, por tanto, la apertura a las dimensiones de la Iglesia universal.

La oración común nos ha ayudado también a afrontar los desafíos de la Iglesia católica en Oriente Medio. Uno de ellos es la comunión en el seno de cada Iglesia sui iuris, así como en las relaciones entre las varias Iglesias católicas de distintas tradiciones. Como nos ha recordado la página del Evangelio de hoy (cf. Lc 18, 9-14), necesitamos humildad para reconocer nuestros límites, nuestros errores y nuestras omisiones, a fin de poder formar verdaderamente «un solo corazón y una sola alma». Una comunión más plena en el seno de la Iglesia católica favorece también el diálogo ecuménico con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. En esta Asamblea sinodal la Iglesia católica ha corroborado también su profunda convicción de proseguir este diálogo, con el fin de que se realice plenamente la oración del Señor Jesús «para que todos sean uno» (Jn 17, 21).

A los cristianos en Oriente Medio se pueden aplicar las palabras del Señor Jesús: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). En efecto, aunque su número es escaso, son portadores de la buena nueva del amor de Dios por el hombre, amor que se reveló precisamente en Tierra Santa en la persona de Jesucristo. Esta Palabra de salvación, reforzada con la gracia de los sacramentos, resuena con particular eficacia en los lugares en los que, por designio de Dios, se escribió, y es la única Palabra capaz de romper el círculo vicioso de la venganza, del odio y de la violencia. De un corazón purificado, en paz con Dios y con el prójimo, pueden nacer propósitos e iniciativas de paz a nivel local, nacional e internacional. A esta obra, a cuya realización está llamada toda la comunidad internacional, los cristianos, ciudadanos de pleno derecho, pueden y deben dar su contribución con el espíritu de las bienaventuranzas, convirtiéndose así en constructores de paz y en apóstoles de reconciliación para el bien de toda la sociedad.

Desde hace demasiado tiempo en Oriente Medio perduran los conflictos, las guerras, la violencia, el terrorismo. La paz, que es don de Dios, también es el resultado de los esfuerzos de los hombres de buena voluntad, de las instituciones nacionales e internacionales, y en particular de los Estados más implicados en la búsqueda de la solución de los conflictos. Nunca debemos resignarnos a la falta de paz. La paz es posible. La paz es urgente. La paz es la condición indispensable para una vida digna de la persona humana y de la sociedad. La paz es también el mejor remedio para evitar la emigración de Oriente Medio. «Invocad la paz para Jerusalén» nos dice el Salmo (122, 6). Oremos por la paz en Tierra Santa. Oremos por la paz en Oriente Medio, esforzándonos para que este don de Dios ofrecido a los hombres de buena voluntad se difunda en el mundo entero.

Otra contribución que los cristianos pueden aportar a la sociedad es la promoción de una auténtica libertad religiosa y de conciencia, uno de los derechos fundamentales de la persona humana que cada Estado debería respetar siempre. En numerosos países de Oriente Medio existe la libertad de culto, pero no pocas veces el espacio de la libertad religiosa es muy limitado. Ampliar este espacio de libertad es una exigencia para garantizar a todos los que pertenecen a las distintas comunidades religiosas la verdadera libertad de vivir y profesar su fe. Este tema podría ser objeto de diálogo entre los cristianos y los musulmanes, diálogo cuya urgencia y utilidad ha sido ratificada por los padres sinodales.

Durante los trabajos de la Asamblea se ha subrayado a menudo la necesidad de volver a proponer el Evangelio a las personas que lo conocen poco o que incluso se han alejado de la Iglesia. Se ha evocado muchas veces la urgente necesidad de una nueva evangelización también para Oriente Medio. Se trata de un tema muy extendido, sobre todo en los países de antigua cristianización. También la reciente creación del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización responde a esta profunda exigencia. Por eso, después de haber consultado al Episcopado de todo el mundo y después de haber escuchado al Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, he decidido dedicar la próxima Asamblea general ordinaria, en 2012, al siguiente tema: «Nova evangelizatio ad christianam fidem tradendam», «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana».

Queridos hermanos y hermanas de Oriente Medio, que la experiencia de estos días os asegure que no estáis nunca solos, que os acompañan siempre la Santa Sede y toda la Iglesia, la cual, nacida en Jerusalén, se extendió por Oriente Medio y después por el mundo entero. Encomendamos la aplicación de los resultados de la Asamblea especial para Oriente Medio, así como la preparación de la Asamblea general ordinaria, a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Reina de la paz. Amén.



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