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SHARING THE WISDOM OF TIME / LA SABIDURÍA DEL TIEMPO

DIÁLOGO CON JÓVENES Y ANCIANOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Instituto Patrístico Augustinianum, Roma
Martes, 23 de octubre de 2018

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Federica Ancona - Italia, 26 años

Papa Francisco, hoy los jóvenes estamos siempre expuestos a modelos de vida que expresan una idea de “usar y tirar”, lo que usted llama “cultura del descarte”. Me parece que la sociedad actual nos empuja a vivir una forma de individualismo que termina en competencia. No me piden que dé lo mejor de mí, sino que siempre sea mejor que los demás. Pero tengo la impresión de que aquellos que caen en este mecanismo terminan sintiéndose fracasados. ¿Cuál es, en cambio, el camino a la felicidad? ¿Cómo puedo vivir una vida feliz? ¿Cómo podemos los jóvenes mirar dentro de nosotros mismos y entender lo que es realmente importante? ¿Cómo podemos los jóvenes crear relaciones verdaderas y auténticas cuando todo lo que nos rodea parece falso, de plástico? Gracias, Santo Padre.

Papa Francisco:

“Falso y de plástico”: es la cultura del maquillaje, lo que cuenta son las apariencias; lo que cuenta es el éxito personal, incluso a costa de pisotear la cabeza de los demás, salir adelante con esta competencia de la que hablas. Aquí tengo las preguntas escritas, para no perderme. Y tu pregunta es: ¿Cómo ser feliz en este mercado de la competencia, en este mercado de la apariencia? No has dicho la palabra, pero me atrevo a decirla yo mismo: en este mercado de la hipocresía; digo esto no en un sentido moral, sino en un sentido psicológico-humano: aparecer como algo que no está dentro, uno aparece de una manera pero dentro hay vacío, por ejemplo, o el afán por llegar, ¿no es verdad?

Sobre esto se me ocurre hacer un gesto, un gesto para explicar lo que quiero deciros con mi respuesta. El gesto es este: la mano tendida y abierta. La mano de la competencia está cerrada y toma: siempre toma, acumula, muchas veces a un precio alto, a costa de aniquilar a otros, por ejemplo, a costa del desprecio por los demás, pero... ¡esta es la competencia! El gesto de la anti-competencia es este: abrirse. Y abrirse en el camino. La competencia es generalmente estática: hace sus cálculos, muy menudo inconscientemente, pero es estática, no entra en juego. Hace cálculos, pero no se involucra. Por otro lado, la maduración de la personalidad siempre tiene lugar en el camino, entra en juego. Para decirlo con una expresión común: se ensucia las manos. ¿Por qué? Porque tiene la mano tendida para saludar, abrazar, recibir. Y esto me hace pensar en lo que dicen los santos, también Jesús: “Hay más alegría en dar que en recibir”. Contra esta cultura que destruye los sentimientos, está el servicio, servir. Y verás que las personas más maduras, los jóvenes más maduros, maduros en el sentido de desarrollados, seguros de sí mismos, sonrientes, con sentido del humor, son aquellos con las manos abiertas, en camino, con el servicio. Y la otra palabra: que se arriesgan. Si en la vida no te arriesgas, nunca, nunca madurarás, nunca dirás una profecía, solo tendrás la ilusión de acumular para estar segura. Es una cultura del descarte, pero para aquellos que no se sienten descartados, es la cultura de la seguridad: tener todas las seguridades posibles para estar bien. Y me viene a la mente esa parábola de Jesús: el hombre rico que había tenido una cosecha tan grande que no sabía dónde poner el trigo. Y dijo: “Haré almacenes más grandes y así estaré seguro”. Seguro de vida. Y Jesús dice que esta historia termina así: “Estúpido: esta noche morirás” (cf. Lc 12, 16-21). La cultura de la competencia nunca mira al final; mira al fin que se ha propuesto en su corazón: llegar, escalar, de cualquier modo, pero siempre pisoteando cabezas. En cambio, la cultura de la convivencia, de la fraternidad, es una cultura de servicio, una cultura que se abre y se ensucia las manos.

Este es el gesto. No lo sé, no quiero repetirme, pero creo que esta es la respuesta esencial a tu pregunta. ¿Quieres salvarte de esta cultura que te hace sentir una fracasada, de la cultura de la competencia, de la cultura del descarte, vivir una vida feliz? Abre: el gesto de la mano siempre tendida así, la sonrisa, caminar, nunca sentada, siempre en camino, ensúciate las manos. Y serás feliz. No sé, esto es lo que se me ocurre.

Delia Gallagher:

La siguiente pregunta, Santo Padre, viene de Malta. Es una pareja, Tony y Grace Naudi, son abuelos y llevan casados 43 años.

Tony y Grace Naudi - Malta, 71 y 65 años.

(En inglés) Santo Padre, me llamo Tony. Mi esposa Grace y yo hemos tenido una familia de cuatro hijos, un hijo y tres hijas, y tenemos cinco nietos. Como muchas familias, hemos dado a nuestros hijos una educación católica, y hemos hecho todo lo posible para ayudarlos a vivir la Palabra de Dios en sus vidas diarias. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos como padres para transmitir la fe, los hijos a veces son muy críticos, nos contestan y parecen rechazar su educación católica. ¿Qué debemos decirles? La fe es importante para nosotros. Nos duele ver a nuestros hijos y nietos lejos de la fe o muy interesados por las cosas más mundanas o superficiales. Denos una palabra de aliento y ayuda. ¿Qué podemos hacer como padres y abuelos para compartir nuestra fe con nuestros hijos y nietos?

Papa Francisco:

Hay algo que dije una vez, porque se me ocurrió espontáneamente, sobre la transmisión de la fe: la fe debería transmitirse “en dialecto”. Siempre. El dialecto familiar, el dialecto... Pensad en la madre de aquellos siete jóvenes que leemos en el Libro de los Macabeos: dos veces la historia bíblica dice que la mamá los alentaba “en dialecto”, en la lengua materna, porque la fe se había transmitido así, la fe se transmite en el hogar. Siempre. Son precisamente los abuelos, en los momentos más difíciles de la historia, quienes han transmitido la fe. Pensemos en las persecuciones religiosas del siglo pasado, en las dictaduras genocidas que todos hemos conocido: eran los abuelos los que a escondidas enseñaban a sus nietos a rezar, la fe, e incluso los llevaban a escondidas a bautizarse. ¿Por qué no los padres? Porque los padres estaban involucrados en la filosofía del partido, de los dos partidos [nazi y comunista] y, si se hubiera sabido que bautizaban a sus hijos, habrían perdido sus empleos, por ejemplo, o habrían sido víctimas de persecución. Me contaba una maestra, una maestra de uno de estos países, que el lunes después de Pascua tenían que preguntar a los niños: “¿Qué has comido ayer en casa?”, simplemente, y de los que decían “huevos, huevos”, pasar la información para castigar a los padres. Así que ellos [los padres] no podían transmitir la fe: eran los abuelos los que lo hacían. Y tuvieron, en esos momentos de persecución, una gran responsabilidad asumida por ellos mismos, y la llevaban a cabo, a escondidas, con los métodos más elementales.

Resumo: la fe siempre debe ser transmitida en dialecto: el dialecto de casa. Y también el dialecto de la amistad, de la cercanía, pero siempre en dialecto. Usted no puede transmitir la fe con el catecismo: “Lee el catecismo y tendrás fe”. No. Porque la fe no es solo contenido, es el modo de vivir, de evaluar, de estar alegre, de entristecerse, de llorar...: es una vida entera la que lleva allí. Y su pregunta es un poco —me permito—, parece expresar un poco un sentimiento de culpa: “¿Quizás hemos fallado en la transmisión de la fe?”. No. No se puede decir eso. La vida es así. Al principio vosotros habéis transmitido la fe, pero luego se vive, y el mundo hace propuestas que entusiasman a los hijos cuando crecen, y muchos se alejan de la fe porque hacen una elección, no siempre mala, pero a menudo inconsciente, entre los valores, sienten ideologías más modernas y se alejan. Quería detenerme en esta descripción de la transmisión de la fe para decir mi opinión. Lo primero es no tener miedo, no perder la paz. La paz, siempre hablando con el Señor: “Nosotros hemos transmitido la fe y ahora...”. Tranquilos. Nunca intentéis convencer, porque la fe, como la Iglesia, no crece con el proselitismo, crece por atracción. Esta es una frase de Benedicto XVI, es decir, por el testimonio. Escucharlos, dar la bienvenida, a los nietos, a los niños, acompañarlos en silencio.

Me viene a la menta una anécdota de un sindicalista —un dirigente, un sindicalista que conocí, que a los veinte o veintiún años había caído en la adicción al alcohol—. Vivía solo con su madre porque su madre lo había tenido siendo muy joven. Se emborrachaba. Y por la mañana veía que su madre iba a trabajar: trabajaba lavando manteles, camisas, como se lavaban en aquella época, con la tabla de madera. Trabajaba todo el día, y su hijo allí... Y él veía a su madre, pero se hacía el dormido —no tenía trabajo en una época en la que había tanto trabajo—, y veía cómo su mamá se detenía, lo miraba con ternura y se iba a trabajar. Esto le hizo venirse abajo: ese silencio, esa ternura de su madre echó por tierra toda su resistencia y un día dijo: “No, no puede ser así”, trabajó duro, maduró y formó una buena familia, hizo una buena carrera... Silencio, ternura ... Silencio que acompaña, no el silencio de la acusación, no, el que acompaña. Es una de las virtudes de los abuelos. Hemos visto tantas cosas en la vida que tantas veces solo un buen silencio, ese que es cálido, puede ayudar.

Luego, si uno se pregunta cuáles son las causas de este alejamiento, siempre hay una sola causa que abre la puerta a las ideologías: los testimonios negativos. No siempre en la familia, no, la mayoría son los testimonios negativos de las personas de la Iglesia: sacerdotes neuróticos, o personas que dicen ser católicos y tienen una doble vida, incoherencias, por el hecho de buscar en las comunidades cristianas cosas que no son valores cristianos... Son siempre los testimonios negativos los que alejan de la vida [de la fe]. Y luego, las personas que reciben estos ejemplos negativos, acusan. Dicen: “Yo he perdido la fe porque he visto esto y esto...”. Y tienen razón. Y solo se necesita otro testimonio, el de la bondad, la mansedumbre, la paciencia, el testimonio que Jesús dio en su pasión, cuando sufría y era capaz de llegar al corazón.

A los padres y abuelos que pasan por esta experiencia, les recomiendo mucho amor, mucha ternura, comprensión, testimonio y paciencia. Y oración, oración. Pensad en Santa Mónica: venció con lágrimas. Era buena. Pero nunca discutáis, nunca, porque es una trampa: los hijos quieren llevar a los padres a la discusión. No. Mejor decir: “No se responder a esto, busca en otra parte, pero busca, busca...”. Evitar siempre la discusión directa, porque aleja. Y siempre el testimonio “en dialecto”, o sea con esas caricias que ellos entienden. Esto.

Delia Gallagher:

Gracias, Santo Padre. La tercera pregunta viene de los Estados Unidos, de Rosemary Lane. Rosemary trabaja para Loyola Press y gracias a ella, en parte, se ha escrito este libro para el cual ha recogido algunas historias de ancianos...

Rosemary Lane - Estados Unidos, 30 años

(En inglés) Santo Padre, he tenido el privilegio de pasar un año recogiendo la sabiduría de los ancianos de todo el mundo para el libro La sabiduría del tiempo. Algunas veces les he preguntado cómo hacen frente a su fragilidad, a su incertidumbre por el futuro. Una mujer sabia, Conny Caruso, me dijo que nunca debía rendirme. Tengo que trabajar, luchar, confiar en la vida. Pero hoy la confianza no puede darse por sentada. También Usted me hace sentir personalmente este mensaje de confianza. Me da que pensar que la confianza me venga de personas que han vivido durante mucho tiempo. Los jóvenes vivimos una vida difícil, vivimos en un mundo inestable y lleno de desafíos. ¿Qué diría, como abuelo, a los jóvenes que quieren confiar en la vida, que quieren construir un futuro que esté a la altura de sus sueños?

Papa Francisco:

“¿Qué diría Usted, como abuelo, a los jóvenes que quieren confiar en la vida, que quieren construir un futuro que está a la altura de sus sueños?”. Esta es la pregunta. ¡Has hecho un buen trabajo con estas entrevistas! Es una hermosa experiencia que nunca olvidarás, ¡nunca! Una hermosa experiencia.

Tomo la última palabra: “a la altura de sus sueños”. Sueños es la última palabra. Y la respuesta es: empieza a soñar. Sueña todo. Me viene a la mente esa canción tan bonita “Nel blu dipinto di blu, felice di stare lassù”. Soñar así, descaradamente, sin vergüenza. Soñar. Soñar es la palabra. Y defender los sueños como se defiende a los hijos. Esto es difícil de entender pero es fácil de sentir: cuando tienes un sueño, algo que no sabes cómo decirlo, pero lo proteges y lo defiendes para que la rutina diaria no te la quite. Abrirse a horizontes contrarios a los cierres. ¡Los cierres no conocen los horizontes, los sueños sí! Soñar y tomar los sueños de los ancianos. Llevar sobre sí a los ancianos y a sus sueños. Llevar consigo a esos ancianos, sus sueños; no escucharlos, grabarlos y luego decir “ahora vamos a divertirnos”. No. Llevarlos consigo. El sueño que recibimos de una persona mayor es una carga, cuesta llevarlo encima. Es una responsabilidad: hay que llevarlos adelante.

Hay un icono que proviene del Monasterio de Bose, que se llama “La santa comunión”, es un joven monje que lleva a un anciano, lleva adelante los sueños de un anciano, y no es fácil, vemos que le cuesta. En esta imagen tan bonita vemos a un joven que ha sido capaz de llevar consigo los sueños de los ancianos y los ha sacado adelante, para hacerlos fructificar. Esto quizás sirva de inspiración. No puedes llevar contigo a todos los ancianos, pero sí a sus sueños y éstos llevarlos adelante; llévalos, que te hará bien. No te limites a escucharlos, a escribirlos, no: tomarlos y sacarlos adelante. Y esto cambia tu corazón, esto te hace crecer, esto te hace madurar. Es la madurez propia de un anciano.

Ellos, en sus sueños, también te dirán lo que hicieron en la vida; te contarán los errores, los fracasos, los éxitos, te lo dirán. Tómalo. Toma toda esta experiencia de vida y sigue adelante. Este es el punto de partida.

“¿Qué les diría a los jóvenes que quieren tener confianza en la vida?”: Toma sobre ti los sueños de los ancianos y hazlos avanzar. Esto te hará madurar. Gracias.

Delia Gallagher:

Gracias. La siguiente pregunta proviene de Italia, de la Sra. Fiorella Bacherini, que es esposa, madre, abuela y maestra de italiano para migrantes y refugiados en Florencia.

Fiorella Bacherini - Italia, 83 años

Papa Francisco, estoy preocupada. Tengo tres hijos. Uno es jesuita como Usted. Han elegido su vida y siguen su camino. Pero también miro a mi alrededor, miro a mi país, al mundo. Veo crecer las divisiones y la violencia. Por ejemplo, me ha afectado mucho la dureza y la crueldad que hemos visto en el trato a los refugiados. No quiero hablar de política, estoy hablando de humanidad. ¡Qué fácil es hacer que crezca el odio entre las personas! Y me vienen a la mente los momentos y recuerdos de la guerra que experimenté de niña. ¿Con qué sentimientos enfrenta Usted este momento difícil en la historia del mundo?

Papa Francisco:

Gracias. Me ha gustado ese “no hablo de política, sino de humanidad”. Es sabio.

Los jóvenes no tienen la experiencia de las dos guerras. Aprendí de mi abuelo que combatió en la Primera, en el Piave, aprendí muchas cosas, de su historia. Incluso las canciones un poco irónicas contra el rey y la reina, aprendí todo esto. Los dolores, los dolores de la guerra... ¿Qué deja una guerra? Millones de muertos, en la gran masacre. Luego llegó la Segunda, y la conocí en Buenos Aires con tantos migrantes que llegaron: muchos, muchos, muchos, después de la Segunda Guerra Mundial. Italianos, polacos, alemanes... muchos, muchos. Y al escucharlos entendí, todos entendimos lo que era una guerra, que donde estábamos nosotros no sabíamos cómo era. Creo que es importante que los jóvenes conozcan los efectos de las dos guerras del siglo pasado: es un tesoro, negativo, pero un tesoro para transmitir, para crear conciencias. Un tesoro que también ha hecho crecer el arte italiano: el cine de posguerra es una escuela de humanismo. Que ellos sepan que esto es importante, para no caer en el mismo error. Que sepan cómo crece el populismo: por ejemplo, pensemos en los años 32 y 33 de Hitler, aquel jovenzuelo que prometía el desarrollo de Alemania después de un gobierno que había fracasado. Que sepan cómo empiezan los populismos.

Usted ha pronunciado una palabra muy fea pero muy real: “sembrar odio”. Y no se puede vivir sembrando odio. Nosotros, en la experiencia religiosa de la historia de la religión, pensamos en la Reforma: hemos sembrado odio, tanto, de ambos lados, protestantes y católicos. Lo he dicho explícitamente en Lund [en Suecia, en el encuentro ecuménico], y ahora, desde hace 50 años, poco a poco, nos hemos dado cuenta de que no era aquel el camino y estamos tratando de sembrar gestos de amistad y no de división. Sembrar odio es fácil, y no solo en la escena internacional, también en el vecindario. Uno va, chismorrea de una vecina, de un vecino, siembra odio y cuando se siembra odio hay división, hay maldad en la vida cotidiana. Sembrar odio con los comentarios, con los chismes... De la gran guerra bajo a los chismes, pero son de la misma especie. Sembrar odio incluso con los chismes en la familia, en el vecindario, es matar: matar la fama de los demás, matar la paz y la armonía en la familia, en el vecindario, en el lugar de trabajo, alimentar los celos, las competiciones de las que habló la primera chica. ¿Qué hago, —era su pregunta— cuando veo que el Mediterráneo es un cementerio? Yo, le digo la verdad, sufro, rezo, hablo. No debemos aceptar este sufrimiento. No hay que decir “pero se sufre en todas partes, sigamos adelante...”. No, no está bien. Hoy hay una tercera guerra mundial en pedazos: una pedazo aquí, un pedacito allí, y allí, y allí... Mirad los lugares de conflicto. Falta de humanidad, agresión, odio entre culturas, entre tribus, incluso una deformación de la religión para poder odiar mejor. Este no es un camino: este es el camino del suicidio de la humanidad. Sembrar odio, preparar la tercera guerra mundial, que está en curso en pedazos. Y creo que no exagero... Me viene a la mente —y esto hay que decírselo a los jóvenes—, aquella profecía de Einstein: “La cuarta guerra mundial se combatirá con piedras y palos”, porque la tercera habrá destruido todo. Sembrar odio y hacer que crezca el odio, crear violencia y división es un camino de destrucción, de suicidio, de otras destrucciones. Esto se puede cubrir [justificar] con la libertad, ¡se puede cubrir con muchos motivos! Ese jovenzuelo del siglo pasado, en los años 30, lo cubría con la pureza de la raza. Y ahora, los migrantes. Acoger al migrante es un mandato bíblico, porque “tú mismo has sido un migrante en Egipto” (cf. Lv 19, 34). Luego, pensemos: a Europa la han hecho los migrantes, tantas corrientes migratorias a lo largo de los siglos han hecho a la Europa de hoy, las culturas se han mezclado. Y Europa sabe muy bien que en tiempos malos otros países de América, por ejemplo, tanto del Norte como del Sur, han acogido a los migrantes europeos, saben lo que esto significa. Debemos retomar, antes de expresar un juicio sobre el problema de la migración, retomar nuestra historia europea. Soy hijo de un migrante que fue a Argentina, y muchos, en Estados Unidos, muchos tienen un apellido italiano, son migrantes. Recibidos con el corazón y con las puertas abiertas. Pero el cierre es el comienzo del suicidio. Es cierto que se debe acoger a los migrantes, que se les debe acompañar, pero sobre todo se les debe integrar. Si los acogemos, al tuntún [como cae, sin un plan], no hacemos un buen servicio: hay un trabajo de integración. Suecia, en esto, ha sido un ejemplo durante más de 40 años. Lo viví de cerca: cuántos argentinos y uruguayos, en el momento de nuestras dictaduras militares, han sido refugiados en Suecia. E inmediatamente los integraron, de inmediato. Escuela, trabajo... Integrados en la sociedad. Y cuando fui a Lund el año pasado, me recibió en el aeropuerto el Primer Ministro, y luego, como no podía venir a despedirse, envió una ministra, creo que era la de Cultura... En Suecia, donde todos son rubios, ésta era más morena, una Ministro de cultura así ... Luego me enteré de que era la hija de una sueca y de un migrante africano. Tan integrada que ha llegado a ser ministra del país. Así es como se integran las cosas. En cambio, la tragedia que todos recordamos de Zaventem [en Bélgica] no la causaron los extranjeros: ¡eran jóvenes belgas! Pero jóvenes belgas que habían sido “guetizados” en un barrio. Sí, habían sido acogidos pero no integrados. Y este no es el camino. Un gobierno debe tener — estos son los criterios — el corazón abierto para recibir, las buenas estructuras para hacer el camino de la integración y también la prudencia de decir: hasta este punto, puedo, más, no puedo. Y por eso es importante que toda Europa se ponga de acuerdo sobre este problema. Al contrario el peso más fuerte recae en Italia, Grecia, España, Chipre, estos tres o cuatro países... Es importante.

Pero, por favor, no sembrar odio. Y hoy, yo pediría a todos que mirasen por favor al nuevo cementerio europeo: se llama Mediterráneo, se llama Egeo. Esto es lo que se me ocurre decirle. Y gracias por haber hecho esta pregunta, no por política, sino por humanidad. ¡Gracias!

Delia Gallagher:

Gracias. Santo Padre, la siguiente pregunta viene de Colombia, de una joven llamada Jennifer Tatiana Valencia Morales, que trabaja para “Unbound” y, por lo tanto, viaja por las aldeas de las montañas de Colombia para ayudar a los ancianos y los jóvenes, y va en motocicleta.

Jennifer Tatiana Valencia Morales - Colombia, 20 años

Papa Francisco, al reunir historias para este libro, las vidas de los mayores me dejaron una fuerte impresión. Estoy segura de que a lo largo de su vida ha escuchado muchas historias. ¿Qué fue lo que le inspiró a aceptar este proyecto y a escuchar las historias de los abuelitos que aparecen en el libro? Muchas de las historias son de personas mayores que viven en pobreza, personas que a los ojos del mundo, de la sociedad, no son relevantes. Nadie se molesta en escucharlos. ¿Siente que las historias le han tocado el corazón, le han cambiado? ¿Le gusta escuchar historias de la vida de las personas? ¿Le ayuda en su vocación como Papa?

Papa Francisco:

La última pregunta: “¿Le gusta escuchar historias de la vida de las personas? ¿Le ayudan en su vocación como Papa?” Sí, y también me gusta. Me gusta Cuando estoy en las audiencias, el miércoles, empiezo a saludar a la gente, me detengo donde hay niños y ancianos. Y tengo muchas experiencias, muchas experiencias de escuchar a los ancianos. Os diré solamente una, que concierne a la familia. Una vez había una pareja que celebraba el 60 aniversario de matrimonio, pero eran jóvenes, porque en aquella época uno se casaba cuando era joven. Hoy, para que se case un hijo, la madre debe dejar de plancharle las camisas, porque de lo contrario no se va de casa. Pero en esos días uno se casaba de joven. Les pregunté: “¿Ha valido la pena recorrer este camino?”, Y ellos, que me miraban, se miraron, y luego volvieron a mirarme y tenían los ojos húmedos, y entonces me respondieron: “¡Estamos enamorados!”. Nunca, nunca hubiera pensado en una respuesta tan “moderna” de una pareja que cumplía 60 años de matrimonio. Siempre encuentras cosas nuevas, cosas nuevas que te ayudan a avanzar.

Luego, otra cosa: tuve una experiencia de diálogo con los ancianos, por casualidad, cuando yo era joven. Me gustaba escucharlos. Uno de nuestros vecinos era un amante de la ópera, y yo de adolescente, tenía 16 o 17 años lo acompañaba a la ópera, sí, en el “gallinero” donde era más barato... Después mis dos abuelas, hablaba mucho con ellas: tenía curiosidad por su vida, me emocionaban. Algo que recuerdo mucho de los ancianos es una señora que venía a casa para ayudar a mamá a lavar: era una siciliana, inmigrante, que tenía dos hijos; había vivido la guerra, la Segunda Guerra, y luego se fue de Italia con sus hijos; y contaba historias de guerra, y aprendí mucho del dolor de esas personas, lo que significa abandonar el país, hasta el punto de que a esta mujer la acompañé hasta su muerte, a la edad de 90 años. Y una vez que hubo un alejamiento, por un acto mío de egoísmo la perdí de vista, sufrí mucho por no encontrarla.

Fue una buena experiencia, con los ancianos, no me asustaban. Siempre estaba con los jóvenes, pero... Y con estas experiencias entendí la capacidad de soñar que tienen los ancianos, porque siempre hay un consejo: “Haz así, mira esto ..., te cuento esto, no te olvides de aquello...”. Un consejo que no es imperativo, sino abierto y tierno. Y estos consejos me dieron un poco el sentido de la historia y la pertenencia. Nuestra identidad no es el documento de identidad que tenemos: nuestra identidad tiene raíces, y al escuchar a los ancianos encontramos nuestras raíces, como el árbol, que tiene sus raíces para crecer, florecer y dar frutos. Si cortas las raíces del árbol, no crecerá, no dará frutos, morirá, quizás. Hay un poema, lo he dicho muchas veces, un poema argentino de uno de nuestros grandes poetas, Bernárdez, que dice: “Lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”.

Pero no es un ir a las raíces para encerrarse allí, como un conservador cerrado, no. Es hacer —y esto lo he escuchado en el Aula del Sínodo, lo ha dicho uno de estos sabios obispos—, es hacer como la trufa —¡es cara, la trufa!—: nace cerca de la raíz, asimila todo y luego, mira que joya, ¡la trufa! ¡Y como le duele al bolsillo, conseguir una!

Tomar la savia de las raíces, las historias, y esto te da la pertenencia a un pueblo. Y luego esta pertenencia es lo que te da la identidad. Si me dices: ¿Por qué hay tantos jóvenes “líquidos”? En esta liquidez cultural que está de moda, no sabes si son “líquidos” o “gaseosos”... ¡No es culpa suya! Es culpa de este desprenderse de las raíces de la historia. Pero no se trata de ser como ellos [los ancianos], sino de tomar el jugo, como la trufa, y crecer y avanzar con la historia. Identidad, pertenencia a un pueblo.

Y otra experiencia que tuve, ya como sacerdote y como obispo, es lo que hacen los jóvenes cuando van a visitar una residencia. En Buenos Aires, una pequeña experiencia. [Los chicos dijeron:] “¿Vamos allí? ¡Pero es aburrido, con los viejos!”. Esta fue la primera reacción. Luego fueron, con la guitarra, empezaron... y los ancianos comienzan a despertarse, y al final, ¡son los jóvenes los que ya no quieren salir! Siguen tocando y tocando porque se crea este vínculo.

Y finalmente, la figura bíblica: cuando María y José llevan al Niño al Templo, dos ancianos los reciben. Ese hombre sabio [Simeón] que ha soñado toda su vida con encontrarse, con ver al Libertador, al Salvador. Y canta esa liturgia, inventa una liturgia de alabanza a Dios, y esa anciana [Ana] que estaba en el Templo, con la misma esperanza, y es muy habladora y va a todas partes a decir: “Es éste, es éste...”, sabe transmitir lo que ha descubierto en el encuentro con Jesús. Esa imagen de los dos ancianos. La Biblia repite que están empujados por el Espíritu. Y dice que los jóvenes, María y José, con Jesús, quieren guardar la Ley del Señor. Es una imagen muy hermosa del diálogo y la riqueza que se da en esto, que es una riqueza de pertenencia e identidad. No sé si te he respondido...

Delia Gallagher:

Bien, Santo Padre, la última pregunta proviene de los Estados Unidos, del Sr. Martin Scorsese, famoso director, productor y guionista: Su película más reciente es Silence, que es la historia de un misionero jesuita en Japón.

Martin Scorsese - Estados Unidos, 75 años.

[En inglés] Santo Padre, hace mucho que hago películas, pero crecí en la clase trabajadora, en los barrios periféricos de Nueva York. Allí hay una iglesia, la catedral de San Patricio: es la primera catedral católica de Nueva York. Pasé mucho tiempo en esa iglesia. Pero fuera de esa iglesia, las cosas eran muy diferentes: había pobreza, violencia... De niño, me di cuenta de que el sufrimiento que veía no estaba en la televisión ni en las películas: estaba allí, ante mis ojos, era real. Comprendí que había una verdad en la calle y que en la iglesia se presentaba otra verdad que no era, o no parecía ser la misma. Fue muy, realmente muy difícil juntarlos, reconciliar estos dos mundos. El amor de Jesús parecía ser algo completamente “separado”, extraño, ajeno, a menudo, comparado con lo que veía pasar en la calle. Tuve suerte porque he tenido buenos padres que me amaban y un joven sacerdote extraordinario que se convirtió en una especie de mentor para mí y para otros en los años de formación. Sin embargo, incluso hoy, mirando alrededor, los periódicos, la televisión, parece que el mundo esté marcado por el mal. Hoy a las personas les cuesta mucho cambiar, creer en el futuro. Ya no creemos en el bien. También somos testigos de los dolorosos fracasos humanos en la misma institución de la Iglesia. ¿Cómo podemos nosotros, las personas mayores, fortalecer y guiar a los jóvenes en las experiencias que tendrán que enfrentar en la vida? ¿Cómo, Santo Padre, puede sobrevivir la fe de un hombre joven o de una mujer joven en este huracán? ¿Cómo podemos ayudar a la Iglesia en este esfuerzo? ¿Cómo puede un ser humano vivir hoy una vida buena y justa en una sociedad donde lo que nos impulsa a actuar es la codicia y la vanidad, donde el poder se expresa con violencia? ¿Cómo puedo vivir bien cuando experimento el mal?

Papa Francisco:

“¿Cómo, de que manera puede la fe de una mujer joven o de un hombre joven sobrevivir a este huracán? ¿Cómo podemos ayudar a la Iglesia en este esfuerzo? Es la pregunta. Es verdaderamente un huracán. También cuando nosotros éramos niños existía un fenómeno que siempre ha existido, pero no tan fuerte... Hoy vemos más claramente lo que puede hacer la crueldad en un niño... El problema de la crueldad: ¿cómo se actúa con respecto a la crueldad? La crueldad por todas partes. Crueldad fría en los cálculos para arruinar al otro... Y una de las formas de crueldad que más me afecta en este mundo de los derechos humanos es la tortura. En este mundo, la tortura es el pan de cada día, y parece normal, y nadie habla. La tortura es la destrucción de la dignidad humana. Una vez, seguía a los padres jóvenes y hablé sobre cómo corregir a los niños, cómo castigarlos: a veces se necesita la “filosofía práctica” del bofetón, un bofetón pequeño, pero nunca en la cara, nunca, porque quita la dignidad. Ya sabéis dónde dárselo, les decía a los padres, pero nunca en la cara. Y la tortura es como una bofetada, es jugar con la dignidad de las personas. La violencia. La violencia para sobrevivir, violencia en determinados barrios donde si no robas, no comes. Y esto es parte de nuestra cultura, que no podemos negar, porque es la verdad y debemos reconocerla.

Pero dejo la pregunta: ¿Cómo actuar con respecto a la crueldad? La gran crueldad —he hablado de la tortura—, ¿y la pequeña crueldad entre nosotros? ¿Cómo enseñar, cómo transmitir a los jóvenes que la crueldad es un camino equivocado, un camino que mata, no solo a la persona, también a la humanidad, al sentido de pertenencia, a la comunidad? Y aquí hay una palabra que debemos pronunciar: la sabiduría del llanto, el don del llanto. Ante esta violencia, esta crueldad, esta destrucción de la dignidad humana, el llanto es humano y cristiano. Pedir la gracia de las lágrimas, porque el llanto ablanda el corazón, abre el corazón. Es una fuente de inspiración, llorar. Jesús, en los momentos más sentidos de su vida, lloró. En el momento en que vio el fracaso de su pueblo, lloró sobre Jerusalén. Llorar. No tengáis miedo de llorar por estas cosas: somos humanos.

Luego, compartir la experiencia y vuelvo a hablar del dialecto y la empatía. Compartir la experiencia con empatía, con los jóvenes: no se puede tener una conversación con una persona joven sin empatía. ¿Dónde encuentro esta empatía? No condenar a los jóvenes, como los jóvenes no deben condenar a los ancianos, sino tener empatía: la empatía humana. Yo me voy porque soy viejo, pero tú te quedarás, y esta es la empatía de la transmisión de valores.

Y luego, la cercanía. La cercanía hace maravillas. La no violencia, la mansedumbre, la ternura: estas virtudes humanas que parecen pequeñas pero que son capaces de superar los conflictos más difíciles, más horribles. Cercanía, como quizás Usted, de niño, se acercó a esta gente que sufría tanto y tal vez desde allí comenzó a aprender la sabiduría que hoy nos hace ver en sus películas. Cercanía con quienes sufren. No tener miedo Cercanía a los problemas. Y la cercanía entre jóvenes y ancianos. Son pocas cosas: mansedumbre, ternura, cercanía. Y así se transmite una experiencia y se hace madurar. Los jóvenes, nosotros mismos y la humanidad.

¡Gracias por todas estas preguntas y por vuestra reflexión, que ha hecho que hablara demasiado! Gracias por vuestro trabajo, gracias a vosotros jóvenes sinodales y gracias a vosotros, ancianos. Os pido que recéis por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 23 de octubre de 2018.

 



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