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CARTA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A TODOS LOS TRABAJADORES, PROFESIONALES
Y ARTESANOS DE LA CIUDAD DE ROMA

 

Queridos hermanos y hermanas que vivís,
actuáis y trabajáis en esta amada ciudad de Roma:

1. Estamos ya cerca del año 2000, durante el cual los cristianos, con el gran jubileo, celebrarán el acontecimiento más importante de la historia: la encarnación del Hijo de Dios y su plena inserción en las vicisitudes humanas como Salvador y Señor.

El aniversario jubilar implica a toda la Iglesia, pero de modo muy especial a los habitantes de Roma, llamados a vivir intensamente este tiempo de gracia y a acoger a millones de peregrinos procedentes de todos los lugares de la tierra. Roma y su comunidad cristiana están invitadas a manifestar con alegría su identidad y a cumplir con profunda responsabilidad la misión, que les ha confiado la Providencia, de ser sede del Sucesor de Pedro, centro vivo de la catolicidad de la Iglesia y punto de referencia para el desarrollo espiritual y civil de la humanidad entera.

Para predisponer a los romanos a renovar su fe durante la preparación del Año santo, convoqué la misión ciudadana, que se está llevando a cabo con frutos positivos. Con ella se busca llevar el anuncio de Jesucristo a toda casa, llegar a todo habitante de Roma y penetrar en todo ambiente de trabajo y de vida.

2. Amadísimos hermanos y hermanas que vivís, actuáis y trabajáis en Roma, a cada uno de vosotros renuevo el apremiante llamamiento que desde el inicio de la misión resuena en las parroquias, en las casas y en las calles de la ciudad: «Abre la puerta a Cristo, tu Salvador». En este último año de la preparación inmediata para el jubileo, os invito a abrir no sólo el corazón, sino también los ambientes en donde actuáis, al paso de la cruz de Jesucristo, única fuente de salvación para toda persona y fundamento seguro de convivencia plenamente humana, solidaria y fraterna.

Repasando con la memoria los años de mi juventud, cuando experimenté la condición de trabajador, y los siguientes, en los que fui profesor universitario, de buen grado me pongo en sintonía con vosotros, compartiendo vuestras preocupaciones y las exigencias del mundo del trabajo y de la cultura.

3. En las encíclicas y en los encuentros con las clases afectadas, he propuesto con frecuencia el «evangelio del trabajo», en relación con los problemas propios de las diversas profesiones. En esta carta deseo tratar algunos aspectos que atañen a las finalidades de la última etapa de la misión ciudadana que, entrando en los diversos ambientes, quiere despertar en cada persona la fe en Cristo.

En el evangelio de san Lucas, Jesús plantea la pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9, 25). Esas palabras evangélicas y todo el mensaje cristiano recuerdan ante todo que el valor más grande que se ha de conservar y promover en el ambiente donde se actúa es la persona humana, con su derecho inalienable a ser reconocida en su profunda dignidad. En efecto, el hombre y la mujer, creados «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 27), están llamados en Cristo a recibir la filiación adoptiva y a cooperar, con su trabajo, en la mejora de la creación.

Esa dignidad funda cualquier otro derecho-deber de la persona que trabaja: un empleo adecuado a sus cualidades profesionales y a las exigencias familiares; la producción de bienes y servicios cualificados; y la justicia retributiva y la solidaridad.

El trabajo es la senda para la propia realización, mediante el crecimiento y el desarrollo de las potencialidades y capacidades que se adquieren con la formación, la experiencia y la actividad concreta.

Este proceso es más evidente en algunas profesiones vinculadas al campo de la cultura, el arte, el cine y el teatro, así como de la investigación científica, pero también se realiza en el ejercicio de funciones más prácticas, dado que el trabajo humano supone inteligencia y tiende a incidir un designio inteligente en la realidad material y social donde la persona actúa.

4. Con todo, la consideración de la brecha que existe entre lo que nos proponemos y lo que de hecho logramos realizar, es decir, la constatación de los límites personales y socioculturales que nos condicionan, inserta a menudo elementos de sufrimiento en la experiencia concreta del trabajo. Además, esta experiencia se halla radicalmente marcada por el pecado, que se manifiesta como competitividad desenfrenada, celos y prepotencias, superficialidad o indiferencia en las relaciones mutuas, injusticias y atropellos.

El ritmo de trabajo, impulsado por el afán de eficiencia y de lucro, lleva frecuentemente a absolutizar las complejas exigencias de la actividad económica, en perjuicio de la humanización del ambiente de trabajo y de los derechos primarios de la persona. Precisamente por estos motivos, el trabajo se vive a veces como algo pesado y como necesidad inevitable de supervivencia, más que como senda para lograr la propia realización personal y para alcanzar el fin querido por Dios.

A menudo nos vemos en la necesidad de tener que elegir entre la coherencia con los valores y los principios que profesamos, incluso yendo contra corriente y pagando las consecuencias, y la aceptación de la lógica dominante en muchos ambientes, tal vez llegando a componendas con la propia conciencia.

¿Cómo afrontar estas difíciles situaciones?

En las múltiples y arduas circunstancias de la vida, el cristiano sabe que puede contar con el don de la sabiduría, que se obtiene con la oración y se fortalece con la escucha de la palabra del Señor y con la obediencia al Magisterio de la Iglesia. Ese don del Espíritu, recibido en el bautismo y en la confirmación, ayuda a encontrar el camino que es preciso recorrer para dar testimonio de la verdad y del bien moral, si es necesario hasta la objeción de conciencia.

Sin embargo, el cristiano sabe también que el trabajo forma parte del camino diario de purificación y salvación para cuantos lo acogen con espíritu de obediencia a la voluntad de Dios y de servicio humilde y paciente al prójimo. En la cruz de Cristo encontrará la fuerza para afrontar situaciones de sufrimiento o dificultad, y para dar a todos un testimonio eficaz y coherente.

5. De la visión cristiana del trabajo brota el compromiso constante de privilegiar en toda circunstancia el bien de la persona y su plena promoción espiritual, cultural y social.

Así, en el hospital, el enfermo es quien debe ocupar el centro de los cuidados del médico, de los enfermeros y de todo el personal administrativo; en la escuela y en la universidad, al alumno se le ha de ayudar, mediante la enseñanza y la educación, a formarse para desempeñar el día de mañana su tarea en la sociedad; en las fábricas y en las oficinas de empresas públicas y privadas, en las actividades comerciales y empresariales, la ley absoluta e inderogable es el logro de una mejor calidad de vida, y no el simple aumento de los bienes y los beneficios; en el ejercicio de las profesiones liberales, en las tareas administrativas y en el sector terciario, al responder a las exigencias de la gente se han de privilegiar la honradez, la idoneidad y la calidad de los servicios; en la comunicación, el valor primario es el servicio a la verdad, al que es preciso atenerse con fidelidad constante; en el ejercicio de la justicia, el derecho de cada persona y el respeto a la legalidad deben guiar a los magistrados y a los abogados; en el deporte y en el ámbito del turismo y de la acogida, se ha de promover el crecimiento de la persona humana en todas sus potencialidades y exigencias físicas y espirituales.

6. La calidad del ambiente depende, ante todo, de las personas. En efecto, su esfuerzo puede convertirlo en lugar vital de colaboración, comunión y relaciones marcadas por el respeto y la estima recíproca, por la ayuda y la solidaridad, y por el testimonio coherente con los valores morales de la propia profesión. Como recuerda la Escritura: Un hermano ayudado por su hermano es como una plaza fuerte (cf. Pr 18, 19).

Por consiguiente, el cristiano no ve a sus colegas como antagonistas sino como colaboradores, y trata a los destinatarios de su actividad profesional como hermanos a los que debe servir por amor a Cristo. Esta visión del trabajo, que genera actitudes y comportamientos no formales o superficiales, sino marcados por un diálogo, una acogida y una comprensión constantes, hace que el contexto en el que se actúa se convierta en ocasión de crecimiento humano y de santificación.

7. El planteamiento correcto de las relaciones en el ambiente de trabajo exige el ejercicio constante de la justicia: para ello deben servir los organismos sindicales y las diversas formas de organización, que tienen como finalidad no sólo asegurar una justa paga, sino también el respeto de los derechos-deberes de las personas y el desarrollo armónico de las condiciones profesionales y laborales.

El sentido de la justicia compromete, asimismo, a mejorar las competencias profesionales, a respetar los valores de la honradez y la legalidad, y a prestar atención a las exigencias de los que trabajan en actividades de producción.

Por último, la organización del trabajo debe tener presentes las expectativas de la familia y las de la condición de la mujer, especialmente con respecto a la maternidad, al descanso dominical y al tiempo libre.

Como recordé en la reciente carta apostólica Dies Domini, «por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza —deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve contra el hombre— pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. (...) Por tanto, si después de seis días de trabajo —reducidos ya para muchos a cinco— el hombre busca un tiempo de distensión y de más atención a otros aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica necesidad, en plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico» (n. 67).

8. La justicia va unida a la solidaridad, que vincula a los hombres y mujeres del mundo del trabajo y abre a ineludibles compromisos que van más allá del interés personal o de grupo. La justicia y la solidaridad exigen que se afronte el grave problema de los que buscan su primer trabajo o de los parados.

También en la ciudad de Roma esas situaciones constituyen la preocupación más apremiante de demasiadas familias e influyen en gran medida en el futuro de los jóvenes, mortificando expectativas, esperanzas y proyectos.

La crisis del mercado de trabajo suele ir acompañada de nuevas formas de pobreza que afectan a un número cada vez mayor de familias, ancianos, minusválidos e inmigrantes, mientras importantes sectores de la vida ciudadana, como la sanidad, la escuela, la casa, los servicios sociales, atraviesan un período difícil, no sólo debido a motivos de orden económico.

La solución de esos problemas requiere el compromiso tempestivo y responsable de todos: instituciones políticas, fuerzas empresariales, agentes económicos públicos y privados, sindicatos, profesionales, comerciantes y artesanos, trabajadores dependientes, escuela y universidad, medios de información, familias, jóvenes, realidades eclesiales, deben unir sus esfuerzos para que la crisis de esperanza que parece frenar el impulso de muchos romanos no se transforme en situación permanente. Ojalá que con la colaboración de todos y tomando medidas sociales, económicas y políticas más abiertas a la iniciativa y al cambio, se promueva en la ciudad una mentalidad de mayor confianza y más creativa.

A este respecto, invito a la comunidad cristiana y a cada uno de los creyentes a un esfuerzo constante de reflexión y de programación para que Roma, apoyándose en su misión espiritual y civil, y aprovechando su patrimonio de humanidad, cultura y fe, promueva su desarrollo civil y económico también con vistas al bien de toda la nación italiana y del mundo.

9. Queridos trabajadores, profesores, profesionales, agentes económicos, artesanos y comerciantes, la misión ciudadana es una gran ocasión para analizar los múltiples aspectos de vuestro servicio profesional y laboral. Interpela a todos, pero estimula en particular a los creyentes en Cristo, cuyo compromiso en el ambiente de trabajo y en la actividad profesional no puede limitarse a los problemas y a las exigencias económicas, sociales y organizativas; también deben tratar de dar testimonio, personal y público, del Evangelio como camino privilegiado para lograr que el trabajo sea plenamente humano y ocasión de salvación para la persona y la sociedad.

La evangelización del mundo del trabajo conlleva fidelidad y honradez en el cumplimiento del servicio profesional, coherencia moral tanto en las opciones grandes como en las pequeñas, y solidaridad fraterna con los necesitados. Asimismo, exige el testimonio, mediante las formas oportunas y posibles, de la propia identidad cristiana, para que el anuncio de Jesucristo, único Salvador, sea propuesto en todos los lugares de trabajo como don y gracia de renovación interior y fuerza de cambio social. En efecto, el Hijo del hombre «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre y amó con corazón de hombre » (Gaudium et spes, 22). Quien cree en él y lo sigue, encuentra la luz y la fuerza para ser sal y levadura en cualquier ambiente y en cualquier circunstancia.

La misión exige el anuncio valiente, respetuoso y atento del Evangelio, con la convicción de que toda persona en su corazón espera a Cristo y de que sólo él es la respuesta a los interrogantes más profundos de todo hombre y de toda mujer.

10. Amadísimos hermanos y hermanas de Roma, no tengáis miedo de proponer a Cristo a vuestros colegas y de colocar la cruz en los lugares donde realizáis vuestra actividad y en vuestras casas. Recordará a todos el don de amor del Hijo de Dios, que redimió el mundo y rescató del pecado toda condición de vida y de trabajo.

La Iglesia necesita seglares que sean auténticos obreros de la nueva evangelización en los ambientes secularizados de nuestro tiempo. «Vosotros sois la sal de la tierra (...). Vosotros sois la luz del mundo (...) —dice Jesús a sus discípulos—. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 13-16). Siempre y por doquier cumplid este mandato del Señor realmente y con coherencia.

11. Que os ayude y sostenga María, Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra. Ella no sólo puso sus energías de mujer, de esposa y de madre al servicio del crecimiento de su Hijo; también se dedicó con amor generoso y constante a los hermanos, llevándoles la alegría de la presencia del Señor. María, la primera discípula de Cristo, hizo de su existencia un don gratuito, conservando en su corazón todas las cosas que le acontecían y descubriendo en las vicisitudes de la vida la voluntad de Dios, a quien se abandonó con obediencia y fidelidad.

La intercesión de la Madre de Dios obtenga a todos los creyentes en Cristo plena fidelidad al Evangelio y valentía para anunciarlo con sus palabras y con su vida.

12. Espero que esta carta, juntamente con el crucifijo, signo de la misión, llegue a todos los ambientes de la ciudad y sea acogida como mensaje de esperanza y como invitación a caminar juntos por la senda de la fe en Cristo, de la fraternidad y de la auténtica libertad.

Sobre todos vosotros, sobre vuestras familias, sobre vuestro compromiso laboral y sobre vuestros proyectos profesionales, descienda mi bendición apostólica.

Vaticano, 8 de diciembre de 1998, solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.

JUAN PABLO II



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