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MENSAJE DEL PAPA
JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1990

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Como cada año, al acercarse la Cuaresma, se me ofrece la ocasión de dirigirme a vosotros para invitaros a sacar provecho de este momento favorable, de este «tiempo de salvación» (cf. 2 Cor 6, 2) para que sea vivido por todos intensamente en su doble dimensión de conversión a Dios y de amor a los hermanos. La Cuaresma, en efecto, nos invita a abrir totalmente la mente y el corazón para escuchar la voz del Señor que invita a volver a Él en novedad de vida, y a ser cada vez más sensibles a los sufrimientos de quienes nos rodean.

Este año quisiera proponer, con especial empeño, a la común reflexión el problema de los refugiados y exiliados. En efecto, su enorme y creciente número constituye una dolorosa realidad en el mundo en el cual vivimos, y no se limita solamente a algunas regiones, sino que se ha extendido ahora a casi todos los continentes.

Los refugiados, hombres sin patria, buscan acogida en otros países del mundo, nuestra casa común; pero solo a pocos de ellos les es dado volver a su país de origen debido a cambios en la situación interna; para los demás, se prolonga una dolorosísima situación de éxodo, de inseguridad y de ansiosa búsqueda de una adecuada ubicación. Entre ellos se encuentran niños, mujeres, viudas, familias frecuentemente divididas, jóvenes frustrados en sus aspiraciones, adultos erradicados de su profesión, privados de todos sus bienes materiales, de la casa, de la patria.

2. Frente a la amplitud y gravedad del problema, todos los hijos de la Iglesia deben sentirse interpelados, como seguidores de Jesús –que quiso también sufrir la condición de refugiado– y en calidad de portadores de su Evangelio. Por otra parte, Cristo mismo, en aquella conmovedora página evangélica, que en la liturgia latina leemos el Lunes de la primera semana de Cuaresma, se ha querido identificar y reconocer en cada uno de los refugiados: «Era extranjero, y me habéis hospedado... Era extranjero y no me habéis hospedado» (Mt 25, 35-43). Estas palabras de Cristo nos deben llevar a un atento examen de conciencia acerca de nuestra actitud frente a los exiliados y refugiados. Los encontramos en efecto, casi a diario en el territorio de tantas parroquias; han llegado a ser verdaderamente nuestro prójimo más cercano. Por esta razón tienen necesidad de la caridad, de la justicia y de la solidaridad de todos los cristianos.

3. A vosotros, por tanto, a cada uno individualmente y a cada comunidad de la Iglesia católica dirijo mi apremiante exhortación en esta Cuaresma, para buscar todas las posibilidades existentes con miras a socorrer a los hermanos refugiados y desplazados, organizando adecuadas obras de acogida para favorecer su plena inserción en la sociedad civil, mostrando apertura de mente y calor humano.

La solicitud por los refugiados nos debe estimular a reafirmar y subrayar los derechos humanos, universalmente reconocidos, y a pedir que también para ellos sean efectivamente aplicados. Como lo mencionaba el 3 de junio 1986, con ocasión de la entrega del Premio Internacional de la Paz Juan XXIII al “Catholic Office for Emergency Relief and Refugees” (COERR) de Tailandia, la Encíclica Pacem in terris de aquel gran Pontífice había ya subrayado la urgencia de que los derechos del refugiado deben serles reconocidos como personas; y afirmaba que «es deber nuestro garantizar siempre los inalienables derechos, que son inherentes a todo ser humano y no están condicionados por factores naturales o por situaciones socio-políticas» (Insegnamenti, IX, 1, 1986, p. 1751). Se tratará, pues, de garantizar a los refugiados el derecho de constituir una familia o de integrarse a ella; de tener una ocupación segura, digna, con remuneración adecuada; de vivir en una casa digna de seres humanos; de disfrutar de una adecuada instrucción escolar para los niños y los jóvenes, como también de la asistencia médico-sanitaria, en una palabra, todos aquellos derechos que han sido solemnemente aprobados desde 1951 por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, y confirmados por el Protocolo de 1967 sobre el mismo Estatuto.

4. Reconozco que, frente a un problema de tanta magnitud, ha sido intenso el trabajo de Organismos Internacionales, de Organizaciones Católicas y de Movimientos de diversa índole, en la búsqueda de adecuados programas sociales, a los cuales numerosas personas dan su apoyo y colaboración. Agradezco a todos, y a todos doy mi voz de aliento para una mayor sensibilidad, dado que, como puede fácilmente ser comprobado, aquello que se hace, aunque es mucho, no es todavía suficiente. En efecto, crece el número de refugiados, y la posibilidad de acogida y asistencia se muestra insuficiente.

Nuestro empeño prioritario debe ser el de participar, animar y sostener con nuestro testimonio de amor auténticas corrientes de caridad, que logren permear, en todos los países el trabajo de educación, en especial de la infancia y de la juventud, en el respeto recíproco, la tolerancia, el espíritu de servicio, a todos los niveles, tanto personal como a nivel de Autoridad Pública. Esto facilitará sobremanera la superación de muchos problemas.

5. También me dirijo a vosotros, amados hermanos y hermanas refugiados y exiliados, que vivís unidos en la fe en Dios, en la mutua caridad y en la esperanza inquebrantable. Todo el mundo conoce vuestras vicisitudes. La Iglesia os acompaña mediante la ayuda que sus miembros se esfuerzan en prodigar, aun a sabiendas de que es insuficiente. Para aliviar vuestros sufrimientos es necesaria también la contribución de vuestra buena voluntad y de vuestra inteligencia.

Vosotros sois ricos en espíritu cívico, en cultura, en tradiciones, en valores humanos y espirituales, de donde podéis tomar la capacidad y la fuerza para comenzar una nueva vida. Ejercitaos también vosotros, dentro de los límites de vuestras posibilidades, en la asistencia y en la ayuda recíproca en los lugares donde estáis temporalmente acogidos.

Nosotros los católicos os acompañaremos y os sostendremos en vuestro camino, reconociendo en cada uno de vosotros el rostro de Cristo exiliado y peregrino, recordando cuanto Él dijo: «Cuantas veces habéis hecho esto a uno solo de estos pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 40).

6. Al comienzo de esta Cuaresma invoco la abundancia de gracia y de luz que se irradia del misterio de la Pasión y Resurrección redentoras de Cristo, a fin de que cada una de las personas y de las comunidades eclesiales y religiosas de toda la Iglesia, encuentren la inspiración y energías necesarias para las obras de concreta solidaridad en favor de los hermanos y hermanas refugiados y exiliados; y así éstos, confortados por la fraterna ayuda y el interés de los demás, encuentren fuerza y esperanza para proseguir en su fatigoso camino.

Que mi Bendición sea prenda de copiosos dones del Señor sobre cuantos acojan este mi apremiante llamado.



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