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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
PARA LA EDUCACIÓN, LA CIENCIA Y LA CULTURA - UNESCO*


París, lunes 2 de junio de 1980

 

Señor Presidente de la Conferencia General,
Señor Presidente del Consejo Ejecutivo,
Señor Director General,
Señoras, Señores:

1. Antes de nada deseo agradecer muy cordialmente al Señor Amadou Mahtar M'Bow, Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, la invitación que me ha dirigido en varias ocasiones, ya desde la primera vez que me honró con su visita. Muchas son las razones por las que me llena de alegría el poder responder hoy a esta invitación, que tanto he apreciado.

Agradezco al Señor Napoleón Lebranc, Presidente de la Conferencia General, al Señor Chams Eldine El-Wakil, Presidente del Consejo Ejecutivo, y al Señor Amadou Mahtar M'Bow, Director General de la Organización, las amables palabras de bienvenida que acaban de pronunciar. Deseo saludar también a cuantos se han reunido aquí para la CIX sesión del Consejo Ejecutivo de la UNESCO. No puedo ocultar mi alegría de ver reunidos en esta ocasión a tantos delegados de las naciones del mundo entero, a tantas personalidades eminentes, a tantos expertos, a tantos ilustres representantes del mundo de la cultura y de la ciencia.

Intentaré con mi intervención aportar mi pequeño grano de arena al edificio que ustedes, señoras y señores, están asidua y perseverantemente construyendo, con su reflexión y sus resoluciones en todos los campos que caen bajo la competencia de la UNESCO.

2. Permítaseme comenzar refiriéndome a los orígenes de vuestra Organización. Los acontecimientos que marcaron la fundación de la UNESCO me inspiran sentimientos de gozo y gratitud a la Providencia: la firma de su constitución el 16 de noviembre de 1945; la entrada en vigor de la misma y el establecimiento de la Organización el 4 de noviembre de 1946; el acuerdo entre la UNESCO y la Organización de las Naciones Unidas aprobada por la Asamblea General de la ONU en el mismo año. Esta Organización es, en efecto, obra de las naciones que, al terminar la terrible segunda guerra mundial, fueron impulsadas por lo que se podría llamar un deseo espontáneo de paz, de unión y de reconciliación. Estas naciones buscaron los medios y las formas de una colaboración capaz de establecer, profundizar y asegurar de modo duradero este nuevo acuerdo. Así, pues, la UNESCO nació, igual que la Organización de las Naciones Unidas, porque los pueblos sabían que el fundamento de las grandes empresas al servicio de la paz y del progreso de la humanidad en todo el mundo, era la necesidad de la unión de las naciones, el respeto mutuo y la cooperación internacional.

3. Continuando la acción, el pensamiento y el mensaje de mi gran predecesor el Papa Pablo VI, he tenido el honor de tomar la palabra ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el pasado mes de octubre, invitado por el Señor Kurt Waldheim, Secretario General de la ONU. Poco después, el 12 de noviembre de 1979, fui invitado en Roma por el Señor Edouard Saouma, Director General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. En aquella ocasión se me concedió la oportunidad de tratar asuntos profundamente ligados al conjunto de problemas que se refieren al futuro pacífico del hombre sobre la tierra. Efectivamente, todos estos problemas están íntimamente relacionados. Nos encontramos, por así decir, ante un vasto sistema de vasos comunicantes: los problemas de la cultura, de la ciencia y de la educación no se presentan, en la vida de las naciones y en las relaciones internacionales, desligados de los otros problemas de la existencia humana, como son los de la paz o el hambre. Los problemas de la cultura están condicionados por las otras dimensiones de la existencia humana, de la misma manera que ellos, a su vez, las condicionan.

4. Hay, sin embargo, una dimensión fundamental —y así lo subrayé en mi discurso a la ONU al referirme a la Declaración universal de los Derechos del Hombre—, que es capaz de remover desde sus cimientos los sistemas que estructuran el conjunto de la humanidad y de liberar a la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que pesan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales. El respeto de los derechos inalienables de la persona humana es el fundamento de todo (cf. Discurso a la ONU, núms. 7 y 13).

Toda amenaza contra los derechos del hombre, sea en el marco de sus bienes espirituales o en el de sus bienes materiales, va contra esta dimensión fundamental. Por eso subrayé en mi discurso a la FAO que ningún hombre, ningún país ni ningún sistema del mundo puede permanecer indiferente ante la "geografía del hambre" y las amenazas gigantescas que se desencadenarán si no cambian esencial y radicalmente toda la orientación de la política económica, y en particular la jerarquía de las inversiones. Por eso insisto también, al referirme a los orígenes de vuestra Organización, en la necesidad de movilizar todas las fuerzas que encauzan la dimensión espiritual de la existencia humana, que testimonien la primacía de lo espiritual en el hombre —de lo que corresponde a la dignidad de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón— para no sucumbir de nuevo ante la monstruosa alienación del mal colectivo, que siempre está dispuesto a utilizar los poderes materiales en la lucha exterminadora de los hombres contra los hombres, de las naciones contra las naciones.

5. En el origen de la UNESCO, igual que en la base de la Declaración universal de los Derechos del Hombre, se encuentran, pues, estos primeros nobles impulsos de la conciencia humana, de la inteligencia y de la voluntad. Me apelo a ese origen, a ese comienzo, a esas premisas y a esos primeros principios. En su nombre vengo hoy a París, a la sede de vuestra Organización, con una súplica: que después de una etapa de más de treinta años de actividades, se unan ustedes aún más en torno a estos ideales y a los principios que inspiraron los comienzos. En su nombre me permitiré también proponerles a ustedes algunas consideraciones verdaderamente fundamentales, pues sólo a su luz resplandece plenamente el significado de esta institución que se llama UNESCO, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

6. Genus humanum arte et ratione vivit (cf. Santo Tomás, comentando a Aristóteles, en Post. Analyt., núm. 1). Estas palabras de uno de los más grandes genios del cristianismo, que fue al mismo tiempo un fecundo continuador del pensamiento antiguo, nos hacen ir más allá del círculo y de la significación contemporánea de la cultura occidental, sea mediterránea o atlántica. Tienen una significación aplicable al conjunto de la humanidad en la que se encuentran las diversas tradiciones que constituyen su herencia espiritual y las diversas épocas de su cultura. La significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de Santo Tomás de Aquino, en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura. La vida humana es cultura también en el sentido de que el hombre, a través de ella, se distingue y se diferencia de todo lo demás que existe en el mundo visible: el hombre no puede prescindir de la cultura.

La cultura es un modo específico del "existir" y del "ser" del hombre. El hombre vive siempre según una cultura que le es propia, y que, a su vez crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana. En la unidad de la cultura como modo propio de la existencia humana, hunde sus raíces al mismo tiempo la pluralidad de culturas en cuyo seno vive el hombre. El hombre se desarrolla en esta pluralidad, sin perder, sin embargo, el contacto esencial con la unidad de la cultura, en tanto que es dimensión fundamental y esencial de su existencia y de su ser.

7. El hombre, que en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es también su único objeto y su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, "es" más, accede más al "ser". En esto encuentra también su fundamento la distinción capital entre lo que el hombre es y lo que tiene, entre el ser y el tener. La cultura se sitúa siempre en relación esencial y necesaria a lo que el hombre es, mientras que la relación a lo que el hombre tiene, a su "tener", no sólo es secundaria, sino totalmente relativa. Todo el "tener" del hombre no es importante para la cultura, ni es factor creador de cultura, sino en la medida en que el hombre, por medio de su "tener", puede al mismo tiempo "ser" más plenamente como hombre, llegar a ser más plenamente hombre en todas las dimensiones de su existencia, en todo lo que caracteriza su humanidad. La experiencia de las diversas épocas, sin excluir la presente, demuestra que se piensa en la cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre, y luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos. Todo esto no impide, por otra parte, que juzguemos el fenómeno de la cultura a partir de lo que el hombre produce, o que de esto saquemos conclusiones acerca del hombre. Un procedimiento semejante —modo típico del proceso de conocimiento "a posteriori"— contiene en sí mismo la posibilidad de remontar, en sentido inverso, hacia las dependencias óntico­causales. El hombre, y sólo el hombre, es "autor", o "artífice" de la cultura; el hombre, y sólo el hombre, se expresa en ella y en ella encuentra su propio equilibrio.

8. Todos los aquí presentes nos encontramos en el terreno de la cultura, realidad fundamental que nos une y que está en la base del establecimiento y de las finalidades de la UNESCO. Por este mismo hecho nos encontramos en torno al hombre y, en un cierto sentido, en él, en el hombre. Este hombre, que se expresa en y por la cultura y es objeto de ella, es único, completo e indivisible. Es a la vez sujeto y artífice de la cultura. Según esto no se le puede considerar únicamente como resultante de todas las condiciones concretas de su existencia, como resultante —por no citar más que un ejemplo— de las relaciones de producción que prevalecen en una época determinada. ¿No sería entonces, de alguna manera, este criterio de las relaciones de producción una clave para la comprensión de la historicidad del hombre, para la comprensión de su cultura y de las múltiples formas de su desarrollo? Ciertamente, este criterio constituye una clave, e incluso una clave preciosa, pero no la clave fundamental constitutiva. Las culturas humanas reflejan, sin duda, los diversos sistemas de relaciones de producción; sin embargo, no es tal o tal sistema lo que está en el origen de la cultura, sino el hombre, el hombre que vive en el sistema, que lo acepta o que intenta cambiarlo. No se puede pensar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; sino que, en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero: el hombre es el hecho primordial y fundamental de la cultura.

Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material. Si, en función del carácter y del contenido de los productos en los que se manifiesta la cultura, es pertinente la distinción entre cultura espiritual y cultura material, es necesario constatar al mismo tiempo que, por una parte, las obras de la cultura material hacen aparecer siempre una "espiritualización" de la materia, una sumisión del elemento material a las fuerzas espirituales del hombre, es decir, a su inteligencia y a su voluntad, y que, por otra parte, las obras de la cultura espiritual manifiestan, de forma específica, una "materialización" del espíritu, una encarnación de lo que es espiritual. Parece que, en las obras culturales, esta doble característica es igualmente primordial y permanente.

Así, pues, a modo de conclusión teórica, ésta es una base suficiente para comprender la cultura a través del hombre integral, a través de toda la realidad de su subjetividad. Esta es también, en el campo del obrar, la base suficiente para buscar siempre en la cultura al hombre integral, al hombre todo entero, en toda la verdad de su subjetividad espiritual y corporal; la base suficiente para no superponer a la cultura —sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo— divisiones y oposiciones preconcebidas. En efecto, ni una absolutización de la materia en la estructura del sujeto humano o, inversamente, una absolutización del espíritu en esta misma estructura, expresan la verdad del hombre ni prestan servicio alguno a su cultura.

9. Querría detenerme aquí en otra consideración esencial, en una realidad de orden muy distinto. Podemos abordarla haciendo notar que la Santa Sede está representada en la UNESCO por su Observador permanente, cuya presencia se sitúa en la perspectiva de la naturaleza misma de la Sede Apostólica. Esta presencia está en consonancia, en un sentido aún más amplio, con la naturaleza y misión de la Iglesia católica e, indirectamente, con la de todo el cristianismo. Aprovecho la oportunidad que se me ofrece hoy para expresar una convicción personal profunda. La presencia de la Sede Apostólica ante vuestra Organización —aunque motivada también por la soberanía específica de la Santa Sede— encuentra su razón de ser, por encima de todo, en la relación orgánica y constitutiva que existe entre la religión en general y el cristianismo en particular, por una parte, y la cultura, por otra. Esta relación se extiende a las múltiples realidades que es preciso definir como expresiones concretas de la cultura en las diversas épocas de la historia y en todos los puntos del globo. Ciertamente no será exagerado afirmar en particular que, a través de una multitud de hechos, Europa toda entera —del Atlántico a los Urales— atestigua, en la historia de cada nación y en la de la comunidad entera, la relación entre la cultura y el cristianismo.

Al recordar esto, no quiero disminuir de ninguna manera la herencia de los otros continentes, ni la especificidad y el valor de esta misma herencia que deriva de otras fuentes de inspiración religiosa, humanista y ética. Al contrario deseo rendir el más profundo y sincero homenaje a todas las culturas del conjunto de la familia humana, desde las más antiguas a las que nos son contemporáneas. Teniendo presentes todas las culturas, quiero decir en voz alta aquí, en París, en la sede de la UNESCO, con respeto y admiración: "¡He aquí al hombre!". Quiero proclamar mi admiración ante la riqueza creadora del espíritu humano, ante sus esfuerzos incesantes por conocer y afirmar la identidad del hombre: de este hombre que está siempre presente en todas las formas particulares de la cultura.

10. Sin embargo, al hablar del puesto de la Iglesia y de la Sede Apostólica ante vuestra Organización, no pienso solamente en todas las obras de la cultura en las que, a lo largo de los dos últimos milenios, se expresaba el hombre que había aceptado a Cristo y al Evangelio, ni en las instituciones de diversa índole que nacieron de la misma inspiración en el campo de la educación, de la instrucción, de la beneficencia, de la asistencia social, y en tantos otros. Pienso sobre todo, señoras y señores, en la vinculación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma. Este vínculo es efectivamente creador de cultura en su fundamento mismo. Para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia, a pesar de todo lo que los espíritus críticos hayan podido declarar sobre este punto, y a pesar de todo lo que hayan podido hacer las diversas corrientes opuestas a la religión en general, y al cristianismo en particular.

A lo largo de la historia, hemos sido ya mas de una vez, y lo somos aún, testigos de un proceso, de un fenómeno muy significativo. Allí donde han sido suprimidas las instituciones religiosas, allí donde se ha privado de su derecho de ciudadanía a las ideas y a las obras nacidas de la inspiración religiosa, y en particular de la inspiración cristiana, los hombres encuentran de nuevo esto mismo fuera de los caminos institucionales, a través de la confrontación que tiene lugar, en la verdad y en el esfuerzo interior, entre lo que constituye su humanidad y el contenido del mensaje cristiano.

Señoras y señores, perdónenme esta afirmación. Al proponerla, no he querido ofender a nadie en absoluto. Les ruego que comprendan que, en nombre de lo que yo soy, no podía abstenerme de dar este testimonio. En él se encierra también esta verdad — que no puede silenciarse — sobre la cultura, si se busca en ella todo lo que es humano, aquello en lo cual se expresa el hombre o a través de lo cual quiere ser el sujeto de su existencia. Al hablar de ello, quería manifestar también mi gratitud por los lazos que unen la UNESCO con la Sede Apostólica, estos lazos de los que mi presencia hoy aquí quiere ser una expresión particular.

11. De todo esto se desprende un cierto número de conclusiones capitales. Las consideraciones que acabo de hacer, en efecto, ponen de manifiesto que la primera y esencial tarea de la cultura en general, y también de toda cultura, es la educación. La educación consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda "ser" más y no sólo que pueda "tener" más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que "tiene", todo lo que "posee", sepa "ser" más plenamente hombre. Para ello es necesario que el hombre sepa "ser más" no sólo "con los otros", sino también "para los otros". La educación tiene una importancia fundamental para la formación de las relaciones interhumanas y sociales. También aquí abordo un conjunto de axiomas, en los que las tradiciones del cristianismo, nacidas del Evangelio, coinciden con la experiencia educativa de tantos hombres bien dispuestos y profundamente sabios, tan numerosos en todos los siglos de la historia. Tampoco faltan en nuestra época éstos hombres que aparecen como grandes, sencillamente por su humanidad, que saben compartir con los otros, especialmente con los jóvenes. Al mismo tiempo, los síntomas de las crisis de todo género, ante las cuales sucumben los ambientes y las sociedades por otra parte mejor provistos —crisis que afectan principalmente a las jóvenes generaciones— testimonian, a cual mejor, que la obra de la educación del hombre no se realiza sólo con la ayuda de las instituciones, con la ayuda de medios organizados y materiales, por excelentes que sean. Ponen de manifiesto también que lo más importante es siempre el hombre, el hombre y su autoridad moral que proviene de la verdad de sus principios y de la conformidad de sus actos con sus principios.

12. Como la más competente Organización mundial, en todos los problemas de la cultura, la UNESCO no puede descuidar este otro punto absolutamente primordial: ¿Qué hacer para que la educación del hombre se realice sobre todo en la familia?

¿Cuál será el grado de moralidad pública que asegure a la familia, y sobre todo a los padres, la autoridad moral necesaria para este fin? ¿Qué tipo de instrucción? ¿Qué formas de legislación sostienen esta autoridad o, al contrario, la debilitan o destruyen? Las causas del éxito o del fracaso en la formación del hombre por su familia se sitúan siempre a la vez en el interior mismo del núcleo fundamentalmente creador de la cultura, que es la familia, y también a un nivel superior, el de la competencia del Estado y de los órganos, de quienes las familias dependen. Estos problemas no pueden dejar de provocar la reflexión y la preocupación en el foro donde se reúnen los representantes cualificados de los Estados.

No hay duda de que el hecho cultural primero y fundamental es el hombre espiritualmente maduro, es decir, el hombre plenamente educado, el hombre capaz de educarse por sí mismo y de educar a los otros. No hay duda tampoco de que la dimensión primera y fundamental de la cultura es la sana moralidad: la cultura moral.

13. En este campo se plantean, ciertamente, numerosas cuestiones particulares, pero la experiencia demuestra que todo va unido, y que estas cuestiones están encuadradas en sistemas de clara dependencia recíproca. Por ejemplo, en el conjunto del proceso educativo, de la educación escolar particularmente, ¿no ha tenido lugar un desplazamiento unilateral hacia la instrucción en el sentido estricto del término? Si se consideran las proporciones que ha tomado este fenómeno, así como el crecimiento sistemático de la instrucción que se refiere únicamente a lo que posee el hombre, ¿no es el hombre quien se encuentra cada vez más oscurecido? Esto lleva consigo una verdadera alienación de la educación: en lugar de obrar en favor de lo que el hombre debe "ser", la educación actúa únicamente en favor de lo que el hombre puede crecer en el aspecto del "tener", de la "posesión". La siguiente etapa de esta alienación es habituar al hombre, privándole de su propia subjetividad, a ser objeto de múltiples manipulaciones: las manipulaciones ideológicas o políticas que se hacen a través de la opinión pública; las que tienen lugar a través del monopolio o del control, por parte de las fuerzas económicas o de los poderes políticos, de los medios de comunicación social; la manipulación, finalmente, que consiste en enseñar la vida como manipulación específica de sí mismo.

Parece que estos peligros en materia de educación amenazan sobre todo a las sociedades con una civilización técnica más desarrollada. Estas sociedades se encuentran ante la crisis específica del hombre que consiste en una creciente falta de confianza en su propia humanidad, en la significación del hecho de ser hombre, y de la afirmación y de la alegría que de ello se siguen y que son fuente de creatividad. La civilización contemporánea intenta imponer al hombre una serie de imperativos aparentes, que sus portavoces justifican recurriendo al principio del desarrollo y del progreso. Así, por ejemplo, en lugar del respeto a la vida, "el imperativo" de desembarazarse de la vida y destruirla; en lugar del amor, que es comunión responsable de las personas, "el imperativo" del máximo de placer sexual al margen de todo sentido de responsabilidad; en lugar de la primacía de la verdad en las acciones, la "primacía" del comportamiento de moda, de lo subjetivo y del éxito inmediato.

En todo esto se expresa indirectamente una gran renuncia sistemática a la sana ambición, que es la ambición de ser hombre. No nos hagamos ilusiones: el sistema formado sobre la base de estos falsos imperativos, de estas renuncias fundamentales, puede determinar el futuro del hombre y el futuro de la cultura.

14. Si, en nombre del futuro de la cultura, se debe proclamar que el hombre tiene derecho a "ser" más, y si por la misma razón se debe exigir una sana primacía de la familia en el conjunto de la acción educativa del hombre para una verdadera humanidad, debe situarse también en la misma línea el derecho de la nación; se le debe situar también en la base de la cultura y de la educación.

La nación es, en efecto, la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe "por" y "para" la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan "ser más" en la comunidad. La nación es esta comunidad que posee una historia que supera la historia del individuo y de la familia. En esta comunidad, en función de la cual educa toda familia, la familia comienza su obra de educación por lo más simple, la lengua, haciendo posible de este modo que el hombre aprenda a hablar y llegue a ser miembro de la comunidad, que es su familia y su nación. En todo esto que ahora estoy proclamando y que desarrollaré aún más, mis palabras traducen una experiencia particular, un testimonio particular en su género. Soy hijo de una nación que ha vivido las mayores experiencias de la historia, que ha sido condenada a muerte por sus vecinos en varias ocasiones, pero que ha sobrevivido y que ha seguido siendo ella misma. Ha conservado su identidad y, a pesar de haber sido dividida y ocupada por extranjeros, ha conservado su soberanía nacional, no porque se apoyara en los recursos de la fuerza física, sino apoyándose exclusivamente en su cultura. Esta cultura resultó tener un poder mayor que todas las otras fuerzas. Lo que digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su porvenir, no es el eco de ningún "nacionalismo", sino que se trata de un elemento estable de la experiencia humana y de las perspectivas humanistas del desarrollo del hombre. Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano. Al expresarme así, pienso también, con una profunda emoción interior, en las culturas de tantos pueblos antiguos que no han cedido cuando han tenido que enfrentarse a las civilizaciones de los invasores: y continúan siendo para el hombre la fuente de su "ser" de hombre en la verdad interior de su humanidad. Pienso con admiración también en las culturas de las nuevas sociedades, de las que se despiertan a la vida en la comunidad de la propia nación —igual que mi nación se despertó a la vida hace diez siglos— y que luchan por mantener su propia identidad y sus propios valores contra las influencias y las presiones de modelos propuestos desde el exterior.

15. Al dirigirme a ustedes, señoras y señores, que se reúnen en este lugar desde hace más de treinta años en nombre de la primacía de las realidades culturales del hombre, de las comunidades humanas, de los pueblos y de las naciones, les digo: velen, con todos los medios a su alcance, por esta soberanía fundamental que posee cada nación en virtud de su propia cultura. Protéjanla como a la niña de sus ojos para el futuro de la gran familia humana. ¡Protéjanla! No permitan que esta soberanía fundamental se convierta en presa de cualquier interés político o económico. No permitan que sea víctima de los totalitarismos, imperialismos o hegemonías, para los que el hombre no cuenta sino como objeto de dominación y no como sujeto de su propia existencia humana. Incluso la nación —su propia nación o las demás— no cuenta para ellos más que como objeto de dominación y cebo de intereses diversos, y no como sujeto: el sujeto de la soberanía proveniente de la auténtica cultura que le pertenece en propiedad. ¿No hay, en el mapa de Europa y del mundo, naciones que tienen una maravillosa soberanía histórica proveniente de su cultura, y que sin embargo se ven privadas de su plena soberanía? ¿No es éste un punto importante para el futuro de la cultura humana, importante sobre todo en nuestra época cuando tan urgente es eliminar los restos del colonialismo?

16. Esta soberanía que existe y que tiene su origen en la cultura propia de la nación y de la sociedad, en la primacía de la familia en la acción educativa y, por fin, en la dignidad personal de todo hombre, debe permanecer como el criterio fundamental en la manera de tratar este problema importante para la humanidad de hoy, que es el problema de los medios de comunicación social (de la información vinculada a ellos y también de lo que se llama la "cultura de masas"). Dado que estos medios son los medios "sociales" de la comunicación, no pueden ser medios de dominación sobre los otros, tanto por parte de los agentes del poder político, como de las potencias financieras que imponen su programa y su modelo. Deben llegar a ser el medio —¡y de qué importancia!— de expresión de esta sociedad que se sirve de ellos, y que les asegura también su existencia. Deben tener en cuenta las verdaderas necesidades de esta sociedad. Deben tener en cuenta la cultura de la nación y su historia. Deben respetar la responsabilidad de la familia en el campo de la educación. Deben tener en cuenta el bien del hombre, su dignidad. No pueden estar sometidos al criterio del interés, de lo sensacional o del éxito inmediato, sino que, teniendo en cuenta las exigencias de la ética, deben servir a la construcción de una vida "más humana".

17. Genus humanum arte et ratione vivit. En realidad, se afirma que el hombre es él mismo mediante la verdad, y llega a ser más él mismo mediante el conocimiento cada vez más perfecto de la verdad. Querría rendir homenaje aquí, señoras y señores, a todos los méritos de esta Organización vuestra, y al mismo tiempo al compromiso y a todos los esfuerzos de los Estados y de las Instituciones que ustedes representan, en la línea de la popularización de la instrucción en todos los grados y a todos los niveles, en la línea de la eliminación del analfabetismo, que significa la ausencia de toda instrucción —incluso de la más elemental—, ausencia dolorosa no sólo desde el punto de vista de la cultura elemental de los individuos y de los ambientes, sino también desde el punto de vista del progreso socio­económico. Hay índices inquietantes de retraso en este campo, ligado muchas veces a una distribución de los bienes radicalmente desigual e injusta: pensemos en las situaciones en las que, al lado de una oligarquía plutocrática, poco numerosa, existen multitudes de ciudadanos hambrientos viviendo en la miseria. Esto retraso puede ser eliminado no mediante sanguinarias luchas por el poder, sino sobre todo mediante la alfabetización sistemática lograda por la difusión y la popularización de la instrucción. Es necesario un esfuerzo en este sentido si se desean lograr enseguida los cambios que se imponen en el terreno de lo socio­económico. El hombre, que "es más" gracias también a lo que "tiene", y a lo que "posee", debe saber poseer, es decir, disponer y administrar los medios que posee, para su bien propio y para el bien común. La instrucción es indispensable para ello.

18. El problema de la instrucción siempre estuvo estrechamente ligado a la misión de la Iglesia. La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha fundado escuelas a todos los niveles; hizo nacer las universidades medievales en Europa: en París y en Bolonia, en Salamanca y en Heidelberg, en Cracovia y en Lovaina. También en nuestra época ofrece la misma contribución en todos los lugares donde su actividad en este campo es solicitada y respetada. Permítaseme reivindicar en este lugar para las familias católicas el derecho que toda familia tiene de educar a sus hijos en escuelas que correspondan a su propia visión del mundo, y en particular el estricto derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos, en las escuelas, sometidos a programas inspirados por el ateísmo. Ese es en efecto uno de los derechos fundamentales del hombre y de la familia.

19. El sistema de enseñanza está orgánicamente ligado al sistema de las diversas formas de orientar la práctica y la popularización de la ciencia, que es para lo que sirven los establecimientos de enseñanza de nivel superior, las universidades y también, dado el desarrollo actual de la especialización y de los métodos científicos, los institutos especializados. Se trata de instituciones de las que sería difícil hablar sin una profunda emoción. Son los bancos de trabajo, en los que tanto la vocación del hombre al conocimiento como el vínculo constitutivo de la humanidad con la verdad como objetivo del conocimiento, se hacen realidad de cada día, se hacen, en cierto sentido, el pan cotidiano de tantos maestros, venerados corifeos de la ciencia, y en torno a ellos, de los jóvenes investigadores dedicados a la ciencia y a sus aplicaciones, y también de multitud de estudiantes que frecuentan estos centros de la ciencia y del conocimiento.

Nos encontramos aquí como en los más elevados grados de la escala por la que el hombre, desde el principio, trepa hacia el conocimiento de la realidad del mundo que le rodea, y hacia el conocimiento de los misterios de su humanidad. Este proceso histórico ha alcanzado en nuestra época posibilidades hasta ahora desconocidas; ha abierto a la inteligencia humana horizontes insospechados hasta entonces. Sería difícil entrar aquí en el detalle pues, en el camino del conocimiento, las orientaciones de la especialización son tan numerosas como rico es el desarrollo de la ciencia.

20. Vuestra Organización es un lugar de encuentro, de un encuentro que engloba en su más amplio sentido, todo el campo tan esencial de la cultura humana. Este auditorio es, pues, el lugar más indicado para saludar a todos los hombres de ciencia, y rendir particularmente homenaje a los que están aquí presentes y han obtenido por sus trabajos el más alto reconocimiento y las más eminentes distinciones mundiales. Permítaseme, por tanto, expresar también algunos deseos que, estoy seguro, coinciden con el pensar y el sentir de los miembros de esta augusta asamblea.

Si mucho nos edifica en el trabajo científico —nos edifica y también nos alegra profundamente—, este avance del conocimiento desinteresado de la verdad, a cuyo servicio se entrega el sabio con la mayor dedicación y a veces con riesgo de su salud e incluso de su vida, mucho más debe preocuparnos todo lo que está en contradicción con los principios del desinterés y de la objetividad, todo lo que haría de la ciencia un instrumento para conseguir objetivos que nada tienen que ver con ella. Sí, debemos preocuparnos de todo lo que proponen y presuponen esos fines no científicos y que exige de los hombres de ciencia que se pongan a su servicio sin permitirles juzgar ni decidir, con independencia de espíritu, acerca de la honestidad humana y ética de tales fines o les amenaza de sufrir las consecuencias si se niegan a colaborar.

¿Acaso tienen necesidad de pruebas o de comentarios esos fines no científicos de los que estoy hablando y ese problema que planteo? Ustedes saben a qué me refiero; baste aludir al hecho de que, entre los que, al final de la última guerra mundial fueron citados ante los tribunales internacionales, había también hombres de ciencia. Señoras y señores les pido que me perdonen estas palabras, pero no sería fiel a los deberes de mi tarea si no las pronunciara, no por volver sobre el pasado, sino por defender el futuro de la ciencia y de la cultura humana, más aún, ¡por defender el futuro del hombre y del mundo! Pienso que Sócrates, quien con su rectitud poco común, pudo sostener que la ciencia era al mismo tiempo una virtud moral, tendría que rebajar su certeza si hubiera podido considerar las experiencias de nuestro tiempo.

21. Nos damos cuenta de ello, señoras y señores, el futuro del hombre y del mundo está amenazado, radicalmente amenazado, a pesar de las intenciones ciertamente nobles de los hombres del saber, de los hombres de ciencia. Y está amenazado porque los maravillosos resultados de sus investigaciones y de sus descubrimientos, sobre todo en el campo de las ciencias de la naturaleza, han sido y continúan siendo explotados —en perjuicio del imperativo ético— para fines que nada tienen que ver con las exigencias de la ciencia, e incluso para fines de destrucción y de muerte, y esto en un grado jamás conocido hasta ahora, causando daños verdaderamente inimaginables. Mientras que la ciencia está llamada a estar al servicio de la vida del hombre, se constata demasiadas veces, sin embargo, que está sometida a fines que son destructivos de la verdadera dignidad del hombre y de la vida humana. Eso es lo que ocurre cuando la investigación científica está orientada hacia esos fines o cuando sus resultados se aplican a fines contrarios al bien de la humanidad. Esto se verifica tanto en el terreno de las manipulaciones genéticas y de las experimentaciones biológicas, como en el de las armas químicas, bacteriológicas o nucleares.

Dos consideraciones me llevan a someter a vuestra reflexión sobre todo la amenaza nuclear que pesa sobre el mundo de hoy y que, si no es conjurada, podría conducir a la destrucción de los frutos de la cultura, los productos de la civilización elaborada a través de siglos por sucesivas generaciones de hombres que han creído en la primacía del espíritu, y que no han ahorrado ni sus esfuerzos ni sus fatigas. La primera consideración es ésta. Razones geo­políticas, problemas económicos de dimensión mundial, incomprensiones terribles, orgullos nacionales heridos, el materialismo de nuestra época y la decadencia de los valores morales han llevado a nuestro mundo a una situación de inestabilidad, a un equilibrio frágil que puede ser destruido de un momento a otro, como consecuencia de errores de juicio, de información o de interpretación.

Otra consideración se añade todavía a esta inquietante perspectiva, ¿Se puede estar seguro hoy de que la ruptura del equilibrio no llevaría a una guerra, y a una guerra en la que no se dudaría de recurrir a las armas nucleares? Hasta ahora se ha dicho que las armas nucleares han venido constituyendo una fuerza de disuasión que ha impedido que estalle una guerra mayor, y eso probablemente es cierto. Pero también es posible preguntarse si siempre será así. Las armas nucleares, sean del calibre o del tipo que sean, se perfeccionan más cada año y se van añadiendo al arsenal de un número creciente de países. ¿Cómo estar seguros de que el uso de armas nucleares, incluso con fines de defensa nacional o en el caso de conflictos limitados, no llevará consigo una escalada inevitable, que conduciría a una destrucción que la humanidad no puede ni imaginar ni aceptar jamás? Pero no es a ustedes, hombres de ciencia y de cultura, a quienes debo yo pedir que no cierren los ojos ante lo que una guerra nuclear puede representar para la humanidad entera (cf. Homilía en la Jornada mundial de la Paz, 1 de enero de 1980).

22. Señoras y señores: El mundo no podrá seguir mucho tiempo por este camino. Al hombre que ha tomado conciencia de la situación y de lo que está en juego, al hombre que tiene presente, aunque sólo sea de forma elemental, las responsabilidades que incumben a cada uno, se le impone una convicción, que es al mismo tiempo un imperativo moral: ¡Hay que movilizar las conciencias! Hay que aumentar los esfuerzos de las conciencias humanas en la medida de la tensión entre el bien y el mal a la que están sometidos los hombres al final del siglo veinte. Es necesario convencerse de la prioridad de la ética sobre la técnica, de la primacía de la persona sobre las cosas, de la superioridad del espíritu sobre la materia (cf. Redemptor hominis, 16). La causa del hombre será servida si la ciencia se alía con la conciencia. El hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad si conserva "el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre" (Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias, 10 de noviembre de 1979, núm. 4).

Así, aprovechando la ocasión de mi presencia hoy en la sede de la UNESCO, yo, hijo de la humanidad y Obispo de Roma, me dirijo directamente a ustedes, hombres de ciencia, a ustedes que están reunidos aquí, a ustedes, las más altas autoridades en todos los campos de la ciencia moderna. Y me dirijo, a través de ustedes, a sus colegas y amigos de todos los países y de todos los continentes.

Me dirijo a ustedes en nombre de esta terrible amenaza que pesa sobre la humanidad y, al mismo tiempo, en nombre del futuro y del bien de esta humanidad en el mundo entero. Y les suplico: despleguemos todos nuestros esfuerzos para instaurar y respetar, en todos los campos de la ciencia, la primacía de la ética. Despleguemos sobre todo nuestros esfuerzas para preservar la familia humana de la horrible perspectiva de la guerra nuclear.

Ya traté este tema ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, en Nueva York, el 2 de octubre del año pasado. Hoy les hablo a ustedes. Me dirijo a su inteligencia y a su corazón, por encima de las pasiones, las ideologías y las fronteras. Me dirijo a todos aquellos que, por su poder político o económico, podrían verse inducidos, y muchas veces lo son, a imponer a los hombres de ciencia las condiciones de su trabajo y su orientación. Me dirijo sobre todo a cada hombre de ciencia individualmente y a toda la comunidad científica internacional.

Todos ustedes unidos representan una potencia enorme: la potencia de las inteligencias y de las conciencias. ¡Muéstrense más poderosos que los más poderosos de nuestro mundo contemporáneo! Decídanse a demostrar la más noble solidaridad con la humanidad: la que se funda en la dignidad de la persona humana. Construyan la paz, empezando por su fundamento: el respeto de todos los derechos del hombre, los que están ligados a su dimensión material y económica, y los que están ligados a la dimensión espiritual e interior de su existencia en este mundo. ¡Que la sabiduría les inspire! ¡Que el amor les guíe, este amor que ahogará la amenaza creciente del odio y de la destrucción! Hombres de ciencia, comprometan toda su autoridad moral para salvar a la humanidad de la destrucción nuclear.

23. Se me ha concedido realizar hoy uno de los deseos más vivos de mi corazón. Se me ha concedido penetrar, aquí mismo, en el interior del Areópago, que es el del mundo entero. Se me ha concedido decirles a todos ustedes, miembros de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, a ustedes que trabajan por el bien y la reconciliación de los hombres y de los pueblos a través de todos los campos de la cultura, la educación, la ciencia y la información, decirles y gritarles desde el fondo del alma: ¡Sí! ¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡Si! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu! ¡Si! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor!

Su contribución personal, señoras y señores, es importante, es vital. Se sitúa en el planteamiento correcto de los problemas a cuya solución consagran su servicio.

Mi palabra final es ésta: No se detengan. Continúen. Continúen siempre.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 24, p. 11-14.

 



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