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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN XXIII
A LOS MIEMBROS DE LOS CONSEJOS NACIONALES
DE LAS OBRAS PONTIFICIAS MISIONALES

Sala Clementina
Jueves 16 de mayo de 1963

 

Señor cardenal*:

Emocionados hemos escuchado la expresión de tan elevados pensamientos, que le dan carácter de universalidad al encuentro de hoy, tan deseado y edificante. Universal, por la presencia de los Consejos Nacionales de las Obras Pontificias Misionales, procedentes de todo el orbe; universal, por la procedencia de los alumnos del Colegio de San Pedro Apóstol, que se preparan para ser en los países de origen cooperadores de “nuestro orden”; universal, por la significación que adquiere en el año del Concilio.

Esta suma de motivos enternece el ánimo e infunde esperanza, tanto más cuanto que no cesamos de bendecir al Señor por habernos llamado, aunque inmerecidamente, al servicio de propaganda. Un servicio —queremos decirlo con pleno agradecimiento— que dura hasta ahora desde hace cuarenta y dos años.

Venerables hermanos y queridos hijos: Sobre vuestra distinguida asamblea, para exaltación de este hálito de universalidad, descansa la doctrina fuerte y dulce al mismo tiempo de la Pacem in terris, que ha llevado a todo el mundo el eco de la maternal solicitud de la Iglesia en pro de la construcción de un duradero entendimiento entre los pueblos. Queremos recoger algunas indicaciones de este reciente documento, que nos parecen aptas para la reunión de hoy, eminentemente misionera.

Los hombres pacíficos al servicio de Dios

1) Ante todo saludamos en los misioneros y en sus colaboradores a los verdaderos hombres pacíficos, a los cuales se refiere la bienaventuranza evangélica: “porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Pregoneros del Evangelio, son los ministros de Cristo, constructores del edificio que lleva en la fachada el sello de la fraternidad y del amor.

El viernes pasado, 10 de mayo, reafirmamos nuevamente la necesidad, la urgencia de esforzarnos todos —gobernantes de los pueblos y hombres de buena voluntad— en esta construcción. “La paz es una casa —decíamos—, la casa de todos. Es el arco que une la tierra con el cielo. Pero para elevarse tan alto se tiene que levantar sobre cuatro pilares, los que indicamos en nuestra encíclica, en la cual hemos escrito: «La paz se convierte en vacío juego de palabras, si no está basada sobre el orden que el presente documento ha trazado con confiada esperanza: orden fundado en la verdad, construido según la justicia, vivificado e integrado por la caridad, y realizado en la libertad»”. (Pacem in terris; respuesta del Papa a las palabras del senador Giovanni Gronchi, 11 de mayo).

Verdad, justicia, caridad y libertad en el culto de Dios y en el respeto del hombre: valores que el Evangelio ha proclamado al mundo y que florecen en plenitud de obras allá donde el Evangelio es un honor.

Propagadores de la verdad y del amor

2) Se descubre a la mirada el espectáculo incomparable de los hombres que, como los misioneros, van por el mundo no sometiendo, sino iluminando; no dividiendo la tierra en zonas de influencia y de intereses económicos, sino para servir. Y allá donde ya brilla la luz de una civilización superior no ignoran éstos el pasado, sino que ayudan a sus hermanos a trascenderlo y completarlo hasta llegar a aceptar la gran revelación del Verbo del Padre, que sembró las llamas de la verdad en todos los pueblos, pero que espera el resplandor de la antorcha de la aceptación voluntaria de su mensaje: “Y a los que le recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 12).

He ahí la tarea confiada a los misioneros y a las escuadras cada vez más numerosas y ardientes del clero autóctono, al servicio de la sagrada jerarquía local, en el ejercicio del apostolado, de la cultura, de la caridad vigilante y activa.

En los días pasados destacamos especialmente la figura de los Santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los pueblos eslavos, a los cuales, con la luz de la fe, llevaron todo el despertar de la civilización: es la confirmación que nos da la historia de la misión pacífica y civilizadora de los heraldos del Evangelio.

También está trazado de esta forma el camino para vosotros, beneméritos cooperadores del ideal misionero; y también para vosotros, jóvenes sacerdotes. Allá debéis marchar; de allá descenderán sobre vuestros pueblos los consuelos del cielo y de la tierra.

Anhelo incesante por la unidad

3) Finalmente, en esta obra misionera vemos la exaltación del unum sint en la única Iglesia santa, católica y apostólica.

El Concilio Ecuménico Vaticano II, proponiendo al mundo más fuerte y sentido el deseo de la unidad, ha puesto y pondrá los fundamentos de una extensión cada vez más amplia de esta oración ardiente del Salvador del mundo, que debe convertirse en palpitar profundo y convencido de todos los fieles. “La voz del tiempo es la voz de Dios —escribimos en la carta apostólica en el XI Centenario de los Santos Cirilo y Metodio—, y no faltan indicios y argumentos de no poco valor que indican cómo ella anima a la ansiada restauración de la comunión y a la paz” (Carta Apostólica Magnifici eventus, 11 de mayo de 1963).

Este deseado acercamiento exige renovadas y más intensas oraciones y rectitud de intención. La gracia de Dios hará lo demás, superando todos los obstáculos.

Este prodigio que en nuestra oración diaria pedimos al Señor se refiere también a los artífices de las estructuras civiles, a los estadistas y a los hombres de gobierno, mostrándoles el camino de la mutua integración, del respeto a sólidas instituciones internacionales; y trae los medios eficaces de comprensión y colaboración para que la humanidad, sobre cuya frente está impresa la luz del rostro de Dios (cf. Ps 4, 7), pueda encontrarse finalmente unida como en un abrazo fraternal con la expansión de la paz cristiana.

“Venid, adoremos al Dios Creador”

Señor cardenal, venerables hermanos y queridos hijos: El amplio horizonte de la actividad misionera, que aparece a la mirada preñado de nuevas dilataciones, exalta y conmueve nuestros corazones; más vasto y significativo si lo contemplamos a la luz de esta misión de paz que desarrollan los heraldos del Evangelio en beneficio verdadero y duradero de las mismas instituciones civiles,

Animaos, queridos hijos. Continuad con la mirada fija en los campos sin confines del apostolado misionero, secundando la angustiosa invitación de Cristo, que ha inflamado a lo largo de los siglos tantos entusiasmos e inspirado generosos heroísmos. La mies ya blanquea y aguarda activos segadores (cf. Jn, 4, 35; Mt, 9, 37; Lc 10, 2).

Y ahora nos place añadir una palabra: miramos con simpatía y seguimos con nuestra oración llena de bendiciones las empresas espaciales que se renuevan y perfeccionan; y les auguramos un verdadero éxito, que sea una contribución a la hermandad y a la civilización. Y seguimos con nuestra tarea, que trasciende todas las alturas, todas las velocidades y triunfos de la técnica, con el esfuerzo decidido y confiado de acercar el hombre a Dios y de transformar la vida social con el fermento del Evangelio.

En este momento nuestro pensamiento se dirige a cuantos colaboran en el ideal misionero, sembrando, quizá, con lágrimas, con los ojos fijos en las inquebrantables promesas divinas; y se dirige a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide y a vosotros, directores nacionales, que sostenéis a los pregoneros del Evangelio con la oración, con el sacrificio y con la sabia dirección de las Obras Misionales Pontificias; y también a vosotros, jóvenes levitas, que os preparáis para sumar vuestras gallardas energías, vuestra sagrado entusiasmo, a quien os ha precedido con la fatiga y con el ejemplo.

Para todos invocamos las continuas ayudas del Señor, confirmando nuestros votos con la bendición apostólica.


* Gregorio Pedro Agagianian, prefecto de Propaganda Fide.

 



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