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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ACTO ACADÉMICO DE CONCESIÓN
DEL TÍTULO DE DOCTOR "HONORIS CAUSA" EN DERECHO


Sábado 17 de mayo de 2003

 

Señor presidente del Consejo de ministros;
señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado;
rector magnífico;
ilustrísimos profesores;
hermanos y hermanas: 

1. Es para mí motivo de íntima alegría la visita que hoy, con particular solemnidad, habéis querido hacer al Sucesor de Pedro, con ocasión del VII centenario de la fundación de vuestra prestigiosa universidad. ¡Sed bienvenidos a esta casa!

Dirijo mi saludo deferente al señor presidente Silvio Berlusconi, a los ministros del Gobierno italiano, a las autoridades presentes y a todos los que se han reunido aquí. Agradezco a los profesores Giuseppe D'Ascenzo, rector magnífico de la universidad La Sapienza, Carlo Angelici, decano de la Facultad de derecho, y Pietro Rescingo, ordinario de derecho civil, las corteses palabras que, también en nombre del cuerpo académico, de los alumnos y del personal de la Universidad, han querido dirigirme.

Expreso asimismo viva gratitud por la concesión del doctorado honoris causa en derecho, decidida por el Consejo de Facultad. Acepto de buen grado este reconocimiento, que considero entregado a la Iglesia en su función de maestra también en el delicado ámbito del derecho por lo que concierne a los principios de fondo en los que se basa la ordenada convivencia humana.

Como se ha recordado, vuestro ilustre ateneo fue instituido por el Papa Bonifacio VIII con la bula In supremae del 20 de abril de 1303, con el fin de sostener y promover los estudios en las diversas ramas del saber. La iniciativa de aquel Pontífice fue confirmada y desarrollada por sus Sucesores a lo largo de los siete siglos transcurridos. Con ulteriores medidas perfeccionaron gradualmente el ordenamiento de la Universidad, adecuando sus estructuras al progreso del saber. En este sentido se han de leer las disposiciones del Papa Eugenio IV, así como las de León X, Alejandro II y Benedicto XIV, hasta la bula Quod divina sapientia, de León XII.

En vuestra universidad se han formado innumerables hombres y mujeres que, en las diversas disciplinas del saber, le han dado esplendor, contribuyendo al progreso de los conocimientos, favoreciendo el crecimiento de la calidad de vida y profundizando un diálogo sereno y provechoso entre los cultivadores de la ciencia y los de la fe.

Las cordiales relaciones que se han mantenido en el pasado entre vuestro ateneo y la Iglesia continúan gracias a Dios también hoy, en el pleno respeto de las competencias recíprocas, pero también con la convicción de prestar, en esferas diversas, un servicio igualmente útil al progreso del hombre.

2. En los años de servicio pastoral a la Iglesia, he considerado que formaba parte de mi ministerio dar amplio espacio a la afirmación de los derechos humanos, por la estrecha relación que tienen con dos puntos fundamentales de la moral cristiana:  la dignidad de la persona y la paz. En efecto, es Dios quien, al crear al hombre a su imagen y al llamarlo a ser su hijo adoptivo, le ha conferido una dignidad incomparable, y es Dios quien ha creado a los hombres para que vivan en concordia y paz, proveyendo a una distribución justa de los medios necesarios para vivir y desarrollarse. Impulsado por esta convicción, me he entregado con todas mis fuerzas al servicio de esos valores. Pero no podía cumplir esta misión, que me exigía mi oficio apostólico, sin recurrir a las categorías del derecho.

Aunque en mis años juveniles me dediqué al estudio de la filosofía y la teología, siempre he sentido gran admiración por la ciencia jurídica en sus manifestaciones más elevadas:  el derecho romano de Ulpiano, Cayo y Pablo, el Corpus iuris civilis de Justiniano, el Decretum Gratiani, la Magna Glossa de Accursio, y el De iure belli et pacis de Grocio, por recordar sólo algunas lumbreras de la ciencia jurídica, que ilustraron a Europa y particularmente a Italia. Por lo que atañe a la Iglesia, yo mismo tuve la suerte de promulgar en 1983 el nuevo Código de derecho canónico para la Iglesia latina y, en 1990, el Código de cánones de las Iglesias orientales.

3. El principio que me ha guiado en mi compromiso es que la persona humana -tal como ha sido creada por Dios- es el fundamento y el fin de la vida social, a la que el derecho civil debe servir. En efecto, "la centralidad de la persona humana en el derecho se expresa eficazmente en el aforismo clásico:  "Hominum causa omne ius constitutum est". Esto quiere decir que el derecho es tal si se pone como su fundamento al hombre en su verdad" (Discurso al Simposio sobre la "Evangelium vitae" y el derecho, 24 de mayo de 1996, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1996, p. 17). Y la verdad del hombre consiste en su ser creado a imagen y semejanza de Dios.

En cuanto "persona", el hombre es, según una profunda expresión de santo Tomás de Aquino, "id quod est perfectissimum in tota natura" (Summa Theologiae, q. 29, a. 3). Partiendo de esta convicción, la Iglesia ha elaborado su doctrina sobre los "derechos del hombre", que no derivan del Estado ni de ninguna otra autoridad humana, sino de la persona misma. Por tanto, los poderes públicos los deben "reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover" (Pacem in terris, 60); en efecto, se trata de derechos "universales, inviolables e inalienables" (ib., 9).

Por eso los cristianos "deben trabajar sin pausa en la mejora de la dignidad que el hombre recibe de su Creador, uniendo sus energías a las del resto de las personas que trabajan también en su defensa y promoción" (Discurso al congreso sobre "la Iglesia y los derechos del hombre", 15 de noviembre de 1988, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de enero de 1989, p. 10). En realidad, "la Iglesia no puede abandonar jamás al hombre, cuyo destino está unido íntima e indisolublemente a Cristo" (Discurso al Congreso mundial sobre la pastoral de los derechos humanos, 4 de julio de 1998, n. 3:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de julio de 1998, p. 2).

4. Por este motivo, la Iglesia ha acogido con favor la Declaración universal de derechos del hombre de las Naciones Unidas, aprobada en la Asamblea general del 10 de diciembre de 1948. Ese documento marca "un primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política de la comunidad mundial, ya que en ella solemnemente se reconoce la dignidad de la persona humana de todos los hombres y se afirman los derechos que todos tienen a buscar libremente la verdad, a observar las normas morales, a ejercer los deberes de la justicia, a exigir una vida digna del hombre y otros derechos que están vinculados a estos" (Pacem in terris, 144). Con igual favor la Iglesia ha acogido la Convención europea para la defensa de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, la Convención sobre los derechos del niño y la Declaración de los derechos del niño y del nascituro.

Indudablemente, la Declaración universal de derechos del hombre de 1948 no presenta los fundamentos antropológicos y éticos de los derechos del hombre que proclama. En este campo, "la Iglesia católica (...) tiene una contribución irreemplazable que aportar, pues proclama que en la dimensión trascendente de la persona se sitúa la fuente de su dignidad y de sus derechos inviolables". Por eso, "la Iglesia está convencida de servir a la causa de los derechos del hombre cuando, fiel a su fe y a su misión, proclama que la dignidad de la persona se fundamenta en su calidad de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios" (Discurso al Cuerpo diplomático, 9 de enero de 1989, n. 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de enero de 1989, pp. 23-24). La Iglesia está convencida de que en el reconocimiento de ese fundamento antropológico y ético de los derechos humanos reside la más eficaz protección contra todo tipo de violación y abuso.

5. Durante mi servicio como Sucesor de Pedro he sentido el deber de insistir con fuerza en algunos de estos derechos que, afirmados teóricamente, a menudo no se respetan ni en las leyes ni en los comportamientos concretos. Así, he insistido muchas veces en el primer derecho humano, el más fundamental, que es el derecho a la vida. En efecto, "la vida humana es sagrada e inviolable desde su concepción hasta su término natural. (...) Una auténtica cultura de la vida, al mismo tiempo que garantiza el derecho a venir al mundo a quien aún no ha nacido, protege también a los recién nacidos, particularmente a las niñas, del crimen del infanticidio. Asegura igualmente a los minusválidos el desarrollo de sus posibilidades y la debida atención a los enfermos y ancianos" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1999, 30 de noviembre de 1998, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1998, p. 6). En particular, he insistido en el hecho de que el embrión es una persona humana y, como tal, es titular de los derechos inviolables del ser humano. Por tanto, la norma jurídica está llamada a definir el estatuto jurídico del embrión como sujeto de derechos que ni el orden moral ni el jurídico pueden descuidar.

Otro derecho fundamental en el que, a causa de sus frecuentes violaciones en el mundo de hoy, he querido insistir, es el de la libertad religiosa, reconocido tanto por la Declaración universal de derechos del hombre (art. 18), como por el Acta final de Helsinki (1 a, VII) y la Convención sobre los derechos del niño (art. 14). En efecto, creo que el derecho a la libertad religiosa no es simplemente uno más entre los otros derechos humanos; es el derecho con el que todos los demás se relacionan, porque la dignidad de la persona humana tiene su primera fuente en la relación esencial con Dios. En realidad, el derecho a la libertad religiosa "está tan estrechamente ligado a los demás derechos fundamentales, que se puede sostener con justicia que el respeto de la libertad religiosa es como un "test" de la observancia de los otros derechos fundamentales" (Discurso al Cuerpo diplomático, 9 de enero de 1989, n. 6:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de enero de 1989, p. 23).

6. Por último, me he esforzado por destacar, pidiendo que se expresaran en normas jurídicas obligatorias, muchos otros derechos, como el derecho a no ser discriminados a causa de la raza, la lengua, la religión o el sexo; el derecho a la propiedad privada, que es válido y necesario, pero que no hay que separar jamás del principio más fundamental del destino universal de los bienes (cf. Sollicitudo rei socialis, 42; Centesimus annus, 6); el derecho a la libertad de asociación, de expresión y de información, siempre en el respeto de la verdad y de la dignidad de las personas; el derecho -que hoy es también un serio deber- de participar en la vida política, "destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común" (Christifideles laici, 42); el derecho a la iniciativa económica (cf. Centesimus annus, 48; Sollicitudo rei socialis, 15); el derecho a la habitación, es decir, "el derecho a la vivienda para toda persona con su familia", estrechamente relacionado con "el derecho a formar una familia y a tener un trabajo retribuido adecuadamente" (Ángelus del 16 de junio de 1996, n. 1:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de junio de 1996, p. 1); el derecho a la educación y a la cultura, porque "el analfabetismo constituye una gran pobreza y con frecuencia es sinónimo de marginación" (Mensaje para el Año internacional de la alfabetización, 3 de marzo de 1990:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 1990, p. 1); el derecho de las minorías "a existir" y "a conservar y desarrollar su propia cultura" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1989, nn. 5 y 7:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de diciembre de 1988, p. 9); el derecho al trabajo y los derechos de los trabajadores, tema al que dediqué la encíclica Laborem exercens.

Por último, puse particular atención en proclamar y defender "vigorosamente los derechos de la familia contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado" (Familiaris consortio, 46), sabiendo muy bien que la familia es el lugar privilegiado de la "humanización de la persona y de la sociedad" (Christifideles laici, 40) y que "a través de ella pasa el futuro del mundo y de la Iglesia" (Discurso  a la Confederación de los consultorios familiares de inspiración cristiana, 29 de noviembre de 1980, n. 4:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 1981, p. 14).

7. Ilustres señores, quisiera concluir nuestro encuentro con el deseo sincero de que la humanidad progrese ulteriormente en la toma de conciencia de los derechos fundamentales en los que se refleja su dignidad original. Ojalá que en el nuevo siglo, con el que se ha iniciado un nuevo milenio, se registre un respeto cada vez más consciente de los derechos del hombre, de todo hombre y de todo el hombre.

Que sensibles a la advertencia de Dante:  "No habéis sido creados para vivir como brutos, sino para seguir la virtud y el conocimiento" (Infierno XXVI, 119-120), los hombres y las mujeres del tercer milenio inscriban en las leyes y traduzcan en los comportamientos los valores perennes en los que se funda toda civilización auténtica.

En mi corazón, este deseo se transforma en oración a Dios omnipotente, a quien encomiendo vuestras personas, implorando de él copiosas bendiciones sobre vosotros, aquí presentes, sobre vuestros seres queridos y sobre toda la comunidad de La Sapienza.

 



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