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CARTA APOSTÓLICA
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL III CENTENARIO DE LA UNIÓN DE LA IGLESIA GRECO-CATÓLICA DE RUMANÍA
CON LA IGLESIA DE ROMA

 

Amadísimos hermanos y hermanas de la Iglesia greco-católica de Rumanía: 

1. En el tiempo pascual de este jubileo del año 2000 se celebra el tercer centenario de la unión de vuestra Iglesia con la Iglesia de Roma. El Año jubilar es un año de gracia durante el cual toda la Iglesia recuerda que nuestro Señor Jesucristo, hace dos mil años, se encarnó en el seno de la Virgen santísima. Con la gozosa evocación de ese admirable acontecimiento la comunidad cristiana se fortalece para anunciar al mundo, con renovado empeño, la buena nueva de la salvación.

Verbum caro factum est: este es el motivo de nuestra perenne acción de gracias; esta es la gracia que se recuerda y se celebra de modo especial en el período del jubileo. Desde esta perspectiva, podemos ver con los ojos de la esperanza toda la historia de la humanidad. 

El recuerdo y la presencia

2. En este marco se insertan con particular importancia también los trescientos años de existencia de la Iglesia greco-católica de Rumanía. Exactamente hace un año oramos juntos en vuestra querida patria. Durante la divina liturgia que celebré con vosotros en la catedral de San José de Bucarest afirmé que «considero providencial y significativo que las celebraciones de su tercer centenario coincidan con el gran jubileo del año 2000» (Homilía, 8 de mayo de 1999, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de mayo de 1999, p. 9). 

Haber podido estar en medio de vosotros, en mayo del año pasado, fue para mí un don especial del Señor que, en cierto modo, me permitió revivir con vosotros la experiencia de los discípulos que "iban de camino": "el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos", explicándoles "lo que se refería a él en todas las Escrituras" (Lc 24, 13-15. 27). Iluminados por las palabras de Cristo, pudimos contemplar juntos su presencia reflejada en el rostro de vuestra Iglesia. Además, él nos alimentó con su Cuerpo y su Sangre, y nuestro corazón ardía dentro de nosotros (cf. Lc 24, 32). 

3. Desde entonces han quedado grabadas en mi alma la belleza de vuestra tierra y la fe del pueblo que habita en ella. El recuerdo de ese encuentro se ha reavivado más aún en el tiempo pascual de este año, durante el cual se celebra también el tercer centenario de la unión de vuestra Iglesia con la Iglesia de Roma. Mi corazón desea unirse a vosotros con aquel canto gozoso ―Hristos a înviat! (¡Cristo ha resucitado!)― que, con ocasión de mi visita, me produjo una gran emoción y me ha dejado una profunda resonancia. Este anuncio va más allá de las palabras: encierra en sí la fuerza victoriosa del Resucitado, que camina con su Iglesia en la historia. A la luz de esta Presencia, me dirijo a vosotros, que estáis celebrando con alegría el tercer centenario de la unión. 

La historia y la unidad 

4. El misterio de la unidad brota del misterio de la Encarnación. En efecto, las Escrituras afirman que es voluntad del Padre "recapitular en Cristo todas las cosas" (Ef 1, 10). En la realización de este misterio se cumple la misión de la Iglesia, cuya tarea consiste en realizar progresivamente la unidad con Dios y entre los hombres: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). En la Iglesia florecen la unidad y la paz: de este modo, la historia de los hombres puede transformarse en historia de unidad. 

El misterio de la unidad caracteriza de manera particular al pueblo rumano. Sabemos, y aquí lo recuerdo con profunda veneración, que Cristo resucitado, a través de la predicación apostólica, se unió al camino histórico de vuestro pueblo ya en época paleocristiana y le ha confiado una misión peculiar en el valioso servicio a la unidad. En este sentido, los nombres del apóstol Andrés, hermano de Pedro, de Nicetas de Remesiana, de Juan Casiano y de Dionisio el Exiguo son significativos. La Providencia divina dispuso que, durante el tiempo en que la santa Iglesia no había experimentado aún en su seno la gran división, vosotros recogierais, además de la herencia de Roma, también la de Bizancio. 

5. En efecto, los rumanos, sin dejar de ser un pueblo latino, se abrieron para acoger los tesoros de la fe y la cultura bizantinas. A pesar de la herida de la división, esta herencia es compartida por la Iglesia greco-católica y por la Iglesia ortodoxa de Rumanía. Esta es la clave para interpretar la historia de vuestra Iglesia, que se ha desarrollado en medio de las tensiones dramáticas que se han producido entre el Oriente y el Occidente cristiano. Desde siempre, en el corazón de los hijos y las hijas de esa antigua Iglesia, late con fuerza el anhelo de la unidad que Cristo quiso. Yo mismo, el año pasado, lo comprobé con emoción. 

La Iglesia rumana de Transilvania vivió de manera singular ese anhelo de unidad, sobre todo después de la tragedia de la división entre la cristiandad de Oriente y la de Occidente. En aquella tierra muchos pueblos ―rumanos, húngaros, armenios y sajones― vivieron juntos una historia común, a veces difícil, que ha dejado su huella en la configuración humana y religiosa de sus habitantes. Por desgracia, la unidad que caracterizó a la Iglesia de los primeros siglos no ha vuelto a alcanzarse nunca más, y también vuestra historia ha estado marcada con creciente intensidad por la división y las lágrimas. 

En ese panorama resplandecen como luces de esperanza los esfuerzos de quienes, sin resignarse a la herida de la división, han procurado sanarla. En Transilvania el deseo de restablecer la comunión perfecta con la Sede apostólica del Sucesor de Pedro surgió en el corazón de los cristianos rumanos y de sus pastores sobre todo durante los siglos XVI y XVII. Esos discípulos de Cristo, impulsados por la ardiente aspiración a la reforma de la Iglesia y a su unidad, y sintiendo en lo más profundo de su corazón un antiguo vínculo con la Iglesia y con la ciudad del martirio y de la sepultura de los bienaventurados apóstoles san Pedro y san Pablo, suscitaron un movimiento que, paso a paso, llegó a realizar la unión plena con Roma. Entre las etapas decisivas merecen recordarse los Sínodos celebrados en Alba Julia en los años 1697 y 1698, que se pronunciaron en favor de la unión: decidida oficialmente el 7 de octubre de 1698, fue ratificada solemnemente en el Sínodo del 7 de mayo de 1700. 

6. Gracias a la obra de ilustres obispos como Atanasio Anghel (+ 1713), Juan Inocencio Micu-Klein (+ 1768) y Pedro Pablo Aron (+ 1764), y de otros beneméritos prelados, sacerdotes y laicos, la Iglesia greco-católica de Rumanía reforzó su identidad y experimentó muy pronto un desarrollo significativo. Por ello, mi venerado predecesor Pío IX, con la bula Ecclesiam Christi, del 16 de noviembre de 1853, quiso erigir la sede metropolitana de Fagaras y Alba Julia para los rumanos unidos.  

¡Cómo no reconocer los valiosos servicios prestados por la Iglesia greco-católica a todo el pueblo rumano de Transilvania! Ha dado a su crecimiento una contribución decisiva, representada emblemáticamente por los "corifeos" de la escuela transilvana de Blaj, pero asimismo por numerosas personalidades, clérigos y laicos, que han dejado una huella indeleble también en la vida eclesial, cultural y social de los rumanos. Mérito insigne de vuestra Iglesia ha sido, en particular, haber mediado entre Oriente y Occidente, asumiendo, por una parte, los valores promovidos en Transilvania por la Santa Sede; y por otra, comunicando a toda la catolicidad los valores del Oriente cristiano, que a causa de la división existente eran poco accesibles. Por eso, la Iglesia greco-católica se transformó en testimonio elocuente de la unidad de toda la Iglesia, mostrando cómo lleva en sí los valores de las instituciones, los ritos litúrgicos y las tradiciones eclesiásticas que se remontan, por caminos diversos, hasta la misma tradición apostólica (cf. Orientalium Ecclesiarum, 1). 

Testigos y mártires de la unidad 

7. El camino de la Iglesia greco-católica de Rumanía nunca fue fácil, como lo demuestran sus vicisitudes. A lo largo de los siglos se le pidió dar un doloroso y difícil testimonio de fidelidad a la exigencia evangélica de la unidad. Así, se ha convertido, de modo especial, en la Iglesia de los testigos de la unidad, de la verdad y del amor. La Iglesia greco-católica de Rumanía, a pesar de las numerosas dificultades que ha encontrado, ante toda la ecúmene cristiana se ha presentado cada vez más como testigo singular del valor irrenunciable de la unidad eclesial. Pero es sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, en la época del totalitarismo comunista, cuando vuestra Iglesia debió soportar una durísima prueba, mereciendo justamente el título de "Iglesia de los confesores y de los mártires". Fue entonces cuando se manifestó, con mayor evidencia, la lucha entre el mysterium iniquitatis (2 Ts 2, 7) y el mysterium pietatis (1 Tm 3, 16), que actúan en el mundo. Y también desde entonces la gloria del martirio resplandece con mayor claridad en el rostro de vuestra Iglesia como luz que se refleja en la conciencia de los cristianos de todo el mundo, suscitando admiración y gratitud. 

8. Impulsado por esta certeza, he aprovechado cualquier ocasión para tener noticias de vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, y ahora deseo enviaros una nueva expresión de mi solidaridad y de mi apoyo. Cuando, el año pasado, durante mi peregrinación a vuestra tierra, oré con vosotros en el cementerio católico de Bucarest, lo hice llevando en mi corazón a toda la Iglesia de Cristo y, en unión con toda la Iglesia, me arrodillé en silencio ante las tumbas de vuestros mártires. De muchos de ellos no conocemos ni siquiera el lugar de su sepultura, porque los perseguidores quisieron privarlos incluso de este último signo de distinción y respeto. Pero sus nombres están inscritos en el Libro de la vida y cada uno de ellos ha recibido también "una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe" (Ap 2, 17). La sangre de esos mártires es un fermento de vida evangélica que obra no sólo en vuestra tierra, sino también en muchas otras partes del mundo.  

En esa "muchedumbre inmensa" (Ap 7, 9), con vestiduras blancas (cf. Ap 7, 13), de mártires y de confesores de vuestra Iglesia, "que vienen de la gran tribulación y han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14), y que "están delante del trono de Dios" (Ap 7, 15), resplandecen los nombres ilustres de obispos como Vasile Aftenie, Ioan Balan, Valeriu Traian Frentin, Ioan Suciu, Tit Liviu Chinezu, Alexandru Rusu y del cardenal Iuliu Hossu. Ellos, como los orantes que "dan culto a Dios día y noche en su santuario" (Ap 7, 15), interceden junto con los demás mártires y confesores por su pueblo, que siente por ellos una veneración verdadera  y profunda. Que el testimonio del martirio y la profesión de fe en Cristo y en la unidad de su Iglesia suban como el incienso del sacrificio vespertino (cf. Sal 141, 2) hasta el trono de Dios, en nombre de toda la Iglesia, que los estima y los venera. 

Examinar el pasado: la purificación de la memoria 

9. El esplendor del testimonio de fe y el servicio generoso a la unidad deben ir acompañados siempre, en la Iglesia, por el incansable compromiso en favor de la verdad, en que se purifica y se consolida el dinamismo de la esperanza. Este es el clima del jubileo del año 2000, con ocasión del cual toda la Iglesia siente el deber de volver a examinar su pasado para reconocer las incoherencias de sus hijos con respecto a la enseñanza evangélica, y así poder caminar con el rostro purificado hacia el futuro que Dios quiere. 

Las actuales dificultades que encuentra vuestra Iglesia para recobrarse después de la supresión, así como sus limitados recursos humanos y materiales, que frenan su impulso, podrían llevar al desaliento. Pero el cristiano sabe que cuanto mayores sean los obstáculos que debe afrontar, tanto mayor ha de ser su confianza en la ayuda de Dios, que está cerca de él y camina a su lado.

Esto nos lo recuerda también vuestro hermosísimo canto "Cu noi este Dumnezeu", tan rico en significado y tan profundamente grabado en el alma de vuestra gente.   

En este jubileo vuestra Iglesia, junto con la Iglesia universal, tiene el deber de volver a su pasado y, sobre todo, al período de las persecuciones, para actualizar su "martirologio". No es una tarea fácil, debido a la escasez de las fuentes y al tiempo transcurrido, un tiempo muy breve para la maduración de un juicio suficientemente imparcial, pero también bastante largo para que se produzcan olvidos desagradables. Gracias a Dios, muchos testigos del pasado reciente viven aún. 

 Por tanto, es preciso hacer todo lo posible para enriquecer la documentación sobre los hechos ocurridos, de manera que las generaciones futuras puedan conocer su historia, analizada críticamente y, por eso mismo, digna de fe. Desde esta perspectiva, será conveniente examinar el testimonio y el martirio de vuestra Iglesia en el marco más amplio de los sufrimientos y las persecuciones padecidos por los cristianos en el siglo XX. 

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente me referí explícitamente a los mártires de nuestro siglo, «con frecuencia desconocidos, casi milites ignoti de la gran causa de Dios» (n. 37), y afirmé que «al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires.  (...) El testimonio de Cristo dado hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes. (...) Es un testimonio que no hay que olvidar» (ib.). La unidad de la Iglesia aparece con una nueva luz en la fe y en el martirio de esos cristianos. Su sangre, derramada por Cristo y con Cristo, es una base segura sobre la que hay que fundar la búsqueda de la unidad de toda la ecúmene cristiana. 

En Bucarest puse de manifiesto que también en Rumanía sufristeis juntos: «El régimen comunista suprimió la Iglesia de rito bizantino-rumano unida a Roma y persiguió a obispos y sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, muchos de los cuales pagaron con su sangre la fidelidad a Cristo. (...) Quisiera expresar el debido reconocimiento también a los que, perteneciendo a la Iglesia ortodoxa rumana y a otras Iglesias y comunidades religiosas, sufrieron análoga persecución y graves limitaciones. A estos hermanos nuestros en la fe la muerte los ha unido en el heroico testimonio del martirio: nos dejan una lección inolvidable de amor a Cristo y a su Iglesia» (Discurso durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Bucarest, 7 de mayo de 1999, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de mayo de 1999, p. 6). A este respecto, os exhorto también ahora, durante la celebración del jubileo y del tercer centenario de vuestra unión, a descubrir y valorar las figuras de los mártires de la Iglesia greco-católica de Rumanía, reconociéndoles el mérito de haber dado un notable impulso a la causa de la unidad de todos los cristianos. 

10. Será muy útil, además, considerar la situación actual a la luz de vuestra historia. En efecto, es necesario un profundo examen del contexto, del espíritu y de las decisiones de vuestros Sínodos provinciales que se celebraron en los años 1872, 1882 y 1900. También habría que hacer ese mismo tipo de análisis histórico con respecto a otros importantes acontecimientos que han marcado la historia de la Iglesia greco-católica rumana. El ejemplo de los ilustres estudiosos de la escuela transilvana de Blaj, que hicieron una evaluación de los acontecimientos inspirada en un serio análisis histórico y lingüístico, puede servir para esta investigación como importante base de referencia a fin de obtener resultados fiables. En el ámbito de este tipo de análisis sin duda se iluminarán algunos aspectos fundamentales para la tradición teológica, litúrgica y espiritual de la Iglesia greco-católica de Rumanía. De esta forma, la identidad de vuestra Iglesia y su perfil espiritual aparecerán con nueva fuerza, contribuyendo tanto a la cultura de Rumanía como a la de toda la ecúmene cristiana. De todo corazón aliento y bendigo todos los esfuerzos que realicéis a este propósito.  

Con especial empeño tendréis que afrontar también el problema de la acogida del concilio Vaticano II por parte de la Iglesia greco-católica de Rumanía. A causa de las persecuciones de aquella época, vuestra Iglesia no tuvo la posibilidad de participar de manera plena en ese acontecimiento histórico y no pudo percibir claramente la acción del Espíritu. Precisamente en ese Concilio se afrontaron con mayor atención las delicadas cuestiones de las Iglesias católicas orientales, del ecumenismo y de la Iglesia en general. La enseñanza conciliar ha proseguido luego en el Magisterio sucesivo. Compruebo con satisfacción que la Iglesia greco-católica de Rumanía actualmente está comprometida en un largo y arduo esfuerzo por acoger plenamente las directrices de la Santa Sede. 

Signo de la unidad

11. Gracias a la presencia del Espíritu Santo, la multiformidad en la Iglesia puede resplandecer con una belleza inefable, sin perjudicar la unidad. A este respecto, el concilio Vaticano II habló de los tesoros de las Iglesias orientales en comunión con Roma: "Pues en ellas, preclaras por su venerable antigüedad, resplandece la tradición que viene de los Apóstoles por los Padres y que forma parte del patrimonio indiviso, y revelado por Dios, de la Iglesia universal" (Orientalium Ecclesiarum, 1).

Por consiguiente, toda la ecúmene cristiana necesita su voz y su presencia: «La santa Iglesia católica, que es el Cuerpo místico de Cristo, consta de fieles que se unen orgánicamente en el Espíritu Santo por la misma fe, los mismos sacramentos y el mismo gobierno, y que, agrupadas en varias comunidades unidas por la jerarquía, constituyen Iglesias particulares o ritos. Entre ellas rige una admirable comunión, de tal modo que su variedad en la Iglesia no sólo no daña a su unidad, sino que más bien la manifiesta» (ib., 2). 

La Iglesia católica, sostenida por las enseñanzas del concilio Vaticano II, se ha comprometido con gran decisión, sobre todo durante los últimos decenios, en el camino de la búsqueda de la unidad entre los discípulos de Cristo. Mis inmediatos predecesores, comenzando por Juan XXIII, de venerada memoria, multiplicaron sus esfuerzos en favor de la reconciliación ecuménica, en particular con las Iglesias ortodoxas, considerándolos una precisa exigencia derivada del Evangelio y una respuesta a la insistente acción del Espíritu Santo. Bajo la mirada misericordiosa de su Señor, la Iglesia hace memoria de su pasado, reconoce los errores de sus hijos, confiesa su falta de amor con respecto a los hermanos en Cristo y, en consecuencia, pide perdón y perdona, procurando restablecer la unidad plena entre los cristianos. 

12. El intento de buscar la comunión plena está condicionado inevitablemente por el contexto histórico, por la situación política y por la mentalidad dominante de cada época. En este sentido, la unión transilvana siguió el modelo de unidad que prevaleció después de los concilios de Florencia y de Trento. En aquel tiempo, el deseo ardiente de la unidad llevó a los rumanos de Transilvania a la unión con la Iglesia de Roma, y por este don todos damos vivamente gracias a Dios. Sin embargo, puesto que la comunión entre las Iglesias no puede considerarse jamás una meta alcanzada definitivamente, al don de la unidad ofrecido por el Señor Jesús de una vez para siempre debe corresponder una actitud constante de acogida, fruto de la conversión interior de cada uno. En efecto, las circunstancias actuales, que han cambiado, exigen que se busque la unidad en un horizonte ecuménico más amplio, en el que hay que estar abiertos a la escucha del Espíritu y a renovar con valentía las relaciones con las demás Iglesias y con todos los hermanos en Cristo, con la actitud de quien sabe "esperar contra toda esperanza" (cf. Rm 4, 18).  

Precisamente a propósito del don de la unidad, escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente: «A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad» (n. 34). Así pues, será necesario volver a considerar los tres siglos de historia de la Iglesia greco-católica de Rumanía con nuevo espíritu, mediante un enfoque imparcial y sereno de los eventos que marcaron su camino. 

Así como he impulsado el proceso de examen de las formas de ejercicio del servicio petrino dentro de la ecúmene cristiana, quedando a salvo las exigencias que derivan de la voluntad de Cristo (cf. Ut unum sint, 95), así también exhorto a actualizar y ahondar la vocación específica de las Iglesias orientales en comunión con Roma en la nueva situación, contando con la contribución de estudio y reflexión de todas las Iglesias. Ojalá que las comisiones teológicas establecidas por los pastores de la Iglesia católica y de las Iglesias ortodoxas en su conjunto se esfuercen por trabajar en esta compleja perspectiva. Los cristianos se plantean actualmente el problema de cómo «acoger los resultados alcanzados hasta ahora. No pueden quedarse en conclusiones de las comisiones bilaterales, sino que deben llegar a ser patrimonio común. Para que sea así y se refuercen los vínculos de comunión, es necesario un serio examen que, de modos, formas y competencias diversas, abarque a todo el pueblo de Dios» (ib., 80). Para que «este proceso (...) tenga un resultado favorable, es necesario que sus aportaciones sean divulgadas oportunamente» (ib., 81). La búsqueda de la unidad entre los cristianos, con amor y verdad, es elemento fundamental para una evangelización más eficaz. En efecto, por voluntad de Cristo la Iglesia es una e indivisible. La vuelta auténtica a las tradiciones litúrgicas y patrísticas, tesoro que compartís con la Iglesia ortodoxa, contribuirá a la reconciliación con las demás Iglesias presentes en Rumanía. Con este espíritu de reconciliación hay que apoyar intensamente la prosecución del diálogo entre vuestra Iglesia y la Iglesia ortodoxa, tanto a nivel nacional como a nivel local, esperando que pronto se aclaren todos los puntos controvertidos, con espíritu de justicia y caridad cristiana. 

El espíritu del diálogo exige, al mismo tiempo, que vuestra Iglesia descubra cada vez más, con acción de gracias, el rostro de Cristo Jesús, que el Espíritu Santo dibuja en la Iglesia hermana ortodoxa, y lo mismo hay que esperar de esta última con respecto a vosotros. Así, daréis el testimonio al que el apóstol san Pablo invita a los cristianos de Roma (cf. Rm 12, 9-13).  

Importancia de la oración 

13. Con ocasión del jubileo, la Iglesia se esmera por renovarse a la luz gozosa de Cristo resucitado, invitando a sus hijos a responder a la gracia divina con un serio examen de conciencia y con el esfuerzo de la purificación y la penitencia. Es un largo proceso, que comenzó en el tiempo del concilio Vaticano II, y aún no ha terminado. Hemos redescubierto la raíz santa que desde siempre alimenta a la Iglesia: la palabra de Dios, interpretada factis et verbis por la liturgia, por los Concilios, por los Padres y por los santos. Pero también hemos repetido con fuerza que la fuente principal de la unidad en la Iglesia es la santísima Trinidad (cf. Lumen gentium, 1-8).  

También la Iglesia greco-católica de Rumanía está arraigada en la palabra de Dios, en la enseñanza de los Padres y en la tradición bizantina; pero, además, encuentra su expresión peculiar en la unión  con la Sede apostólica y en el estigma de las persecuciones del siglo XX, así como en la latinidad de su pueblo. Todos estos elementos constituyen la identidad de vuestra Iglesia, cuya raíz última es la santísima Trinidad. Este es el origen primario, el manantial "de agua viva" (Jn 7, 38), al que se ha de remontar continuamente.  

Estoy firmemente convencido de que la vuelta al origen de las tradiciones eclesiales ha de ir acompañada por una constante y ferviente vuelta a la fuente trinitaria. Esto sucederá, sobre todo, gracias a la recuperación de la intimidad profunda de cada uno de nosotros que se expresa en la oración. La oración da fuerza e ilumina el camino del hombre. En el silencio profundo de la oración se puede llegar a reconocer el verdadero perfil de la Iglesia en su identidad auténtica y eterna, y se  puede descubrir también el nombre que sólo Dios conoce y que constituye la identidad más  auténtica de cada cristiano. Por este motivo, el jubileo del año 2000, lo mismo que el tercer  centenario de la unión de vuestra Iglesia con Roma, es un tiempo de oración, a la que Dios mismo nos invita. 

Que nos ilumine y acompañe la Madre de Dios, toda santa, que es siempre el icono perfecto de la Iglesia y nuestra abogada ante el trono de Dios. 

Con estos deseos, imparto de corazón al venerado hermano cardenal Alexandru Todea, arzobispo metropolitano emérito de Fagaras y Alba Julia, al actual arzobispo metropolitano, Lucian Muresan, y a los demás hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y todos vosotros, amados fieles de la Iglesia greco-católica de Rumanía, la propiciadora bendición apostólica. 

Vaticano, 7 de mayo del año 2000, vigésimo segundo de mi pontificado

JUAN PABLO II

 



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